Hitlerismo: la Fe del Futuro

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Hitlerismo: la Fé del Futuro

Idea y Civilización

Cada gran cultura, cada gran civilización —de hecho, cada orden humano de alguna significación— tiene una ideología polar o MYTHOS, que le da carácter emocional y supranacional a ese orden particular. La vida y destino de una cultura son inseparables de una idea nuclear. Esta hace de polo, el cual durante su período vital le facilita la unidad de su expresión cultural, política y religiosa.

¡Hay numerosos ejemplos. En el antiguo Egipto, el concepto singular del KA es la base cultural que da lugar a la construcción de las pirámides. De manera similar, el Taoísmo combinado con el Confucianismo y el Budismo forman el núcleo espiritual de la cultura tradicional china, igual que el culto vital de los japoneses gira alrededor del Shinto, del mismo modo que el Islam facilita la matriz espiritual para el florecimiento cultural en el Próximo Oriente durante la Edad Media. Entre los Indoeuropeos, la tradición nórdica forjó las bases de la exquisita civilización hindú, al igual que el panteón de los dioses y héroes clásicos presidió los destinos de la antigua Hélade y de Roma.

Si ahora uno dirige su mirada hacia el Occidente, se llega a la conclusión de que es la visión cristiana del mundo la que palpita en el corazón de esta cultura particular. Realmente, su verdadero símbolo son las torres de la catedral gótica. En su arte, su arquitectura, su música, literatura y filosofía, el Occidente está caracterizado por la omnipresencia de la Cristiandad. En los magníficos frescos de Miguel Angel, en los ritmos polifónicos de Vivaldi y Bach, las piezas maestras literarias de Dante, Chaucer y Milton, la filosofía de Tomás de Aquino, Kant y Hegel; en todo esto, la inocultable presencia del Cristianismo destaca inconfundiblemente sobre el horizonte cultural.

Hasta figuras como Shakespeare, Rembrandt, Mozart, Beethoven, Wagner y Schopenhauer — ¡incluso Voltaire y Nietzsche!—, cuyo DAEMON creativo trascendió el dogma de la Iglesia de manera destacada, dieron testimonio de la presencia ineluctable de la idea cristiana en los hechos culturales. Incluso si se reconoce que los trabajos de estas personalidades no tienen nada que ver con la doctrina cristiana, pues derivan su inspiración última de otras fuentes, aun así este argumento nos da la prueba más concluyente de que la Cristiandad es realmente el MYTHOS de la cultura occidental, la idea cardinal alrededor de la cual gira toda su expresión cultural. Aun para todos aquellos que han visto modificados sus principios fundamentales, ha continuado influyendo el medio cultural y constituyendo el punto central de referencia para el pensamiento y la acción.

No deja de tener significación el que las dos mayores lenguas del pensamiento occidental —inglés y alemán— hayan recibido su forma moderna de la traducción de la Biblia cristiana; que la principal función de las primeras universidades occidentales fuera enseñar teología cristiana; y que las ciencias naturales —cuyo dominio fascinó el intelecto ario, aunque llegara a turbar los sólidos fundamentos de su propia fe— comenzó muy humildemente con el estudio tranquilo y concienzudo del mundo del Creador cristiano. Todo esto es el testimonio elocuente de que la visión cristiana del mundo forma realmente la matriz espiritual —el centro nuclear— de la cultura occidental.

Cristiandad y Occidente

Cuando el Cristianismo en su primera forma niceana (tras el concilio de Nicea) hizo su aparición entre los pueblos germánicos del Norte de Europa, los futuros progenitores de Occidente recibieron la nueva doctrina con considerable suspicacia y todo excepto entusiasmo. Por su parte, se sentían más confortables con sus propios dioses y creencias indígenas que con la extraña importación procedente del Este. Aun con la agregación de elementos helenísticos y romanos durante su migración desde Judea, el Cristianismo —con su subyacente carácter semítico-oriental— se mantuvo esencialmente extraño a la personalidad y postura del arrogante teutón. Dentro del alma de nuestros antepasados, el verdadero concepto del pecado original fue concebido como irracional y perverso, igual que las llamadas al pacifismo y a la abnegación fueron vistas como degradantes de la dignidad propia.

La religiosidad innata —FROMMIGKEIT— de estos hombres del Norte envolvía valores personales de honor y lealtad, valentía y honradez, heroísmo, honestidad, veracidad, razón, proporción, equilibrio y autodominio, unido a orgullo de raza, espíritu inquieto y un profundo respeto por el mundo natural y sus leyes; ideas representativas de una visión del mundo que los primeros cristianos creyeron incompatibles con su doctrina y procedieron considerándolas como PAGANAS.

Si bien mostraban escasa inclinación a abrazar la nueva fe, tampoco dieron muestras de impedir la nueva actitud. Con la característica tolerancia nórdica, eran complacientes al permitir la coexistencia pacífica de dioses extraños junto a las deidades naturales de su propio pueblo.

Por supuesto, no obstante, la nueva doctrina —impelida por el desconocido espíritu semítico de odio e intolerancia— comenzó a exigir la eliminación de todos los competidores, insistiendo en que sólo se debía rendir homenaje al único dios celoso, el dios tribal oficial judío —YAHWEH o Jehová— y su hijo.

Extraño en su doctrina, el credo del Amor fue obligado ahora a emplear métodos igualmente extraños para lograr sus propósitos. Bajo los auspicios de la espada, acompañada del exterminio en masa, la conversión cristiana avanzó a grandes pasos donde la persuasión pacífica había fallado. De este modo, por ejemplo, fueron reveladas las buenas nuevas del Salvador cristiano a los sajones de Widukind y a los hombres del norte (norsemen) de Olav Tryggvason. Si bien fue hipócrita y esencialmente contradictorio, fue sin embargo efectivo, y toda Europa fue de este modo "salvada" para el Cristianismo.

Sería un error, sin embargo, creer que únicamente a través de la fuerza y de la violencia venció el Cristianismo. En la propagación de su doctrina y en la realización de lo que consideraba ser su santa misión, la Iglesia desplegó una asombrosa flexibilidad y soltura. No repudió, por ejemplo, adoptar y adaptar en sus propósitos —cuando creyó oportuno— ciertos aspectos del antiguo paganismo, particularmente aquellos que se enraizaban más firmemente en la práctica popular de nuestros antepasados. Esto no sólo le sirvió de ayuda en el proceso de conversión haciendo la noción cristiana más agradable a la perspectiva nórdica, sino también se usó para inducir un mayor asentimiento y sumisión por parte de los recién convertidos.

Especialmente durante el mandato del Papa Gregorio recibió esta política su sanción definitiva. Lugares sagrados oficiales del paganismo fueron convertidos en sedes de nuevas capillas, iglesias y templos. La celebración nórdica del solsticio de invierno, Navidad, fue arbitrariamente elegida como el nacimiento oficial del Salvador cristiano. La celebración primaveral de la naturaleza renacida, la Pascua, fue elegida como el tiempo de la resurrección cristiana, imitando al Passover judío. La fiesta del solsticio de verano, Midsummer, fue transmutada en el Día de San Juan, acompañada de los ritos tradicionales del fuego y el agua. De manera similar, las otras fiestas tradicionales fueron transformadas: el mes de mayo se convirtió en la celebración de Pentecostés; la fiesta céltica de Samhain se convirtió en el Día de Todos los Santos; y la Cuaresma, tomando coloración cristiana, pasó a denominar la celebración del mismo nombre.

Pero la adaptación cristiana no se limitó sólo a los días sagrados: se extendió a las deidades, costumbres y símbolos paganos. Una multiplicidad de santos y de ángeles, por ejemplo, reemplazó a varios dioses y héroes de los tiempos precristianos. El rociamiento ritual de los niños se convirtió en el bautismo cristiano, igual que los saludables efectos del agua bendita fueron descubiertos rápidamente por la nueva fe. Igualmente, el árbol alumbrado con velas y la decoración silvestre características de la Navidad fue tomada intacta prácticamente de una primitiva costumbre pagana. Incluso la CRUZ misma fue adaptada de fuentes precristianas, reemplazando al antiguo pez, paloma y estrella como emblema de la nueva fe (de hecho causó considerable revuelo y controversia cuando fue introducida por vez primera en la Iglesia primitiva).

Por tanto, además de aquellos elementos helenísticos, romanos y babilónicos que siempre cubrieron el núcleo original judío, un componente nórdico es introducido ahora en esa MELANGE espiritual que llegó a ser el cristianismo medieval. Con todas estas añadiduras, sin embargo, fue esencialmente la forma exterior de la fe la que fue afectada y modificada; la substancia intrínseca de la doctrina retuvo básicamente su carácter oriental-semítico. Si bien el nuevo credo no fue tan particularista como su pariente judío, fue concebido con una función igualadora entre los no judíos. Aquello que originariamente había sido una secta judía se convirtió, a instancias del antiguo fariseo Saúl-Pablo, en un credo universal dirigido al mundo ario, negador de la validez de toda distinción racial, étnica y personal.

De este modo emergió de este germen la fe que constituyó la base espiritual de la cultura occidental.

La decadencia del Cristianismo

La imposición del Cristianismo a los pueblos arios del norte de Europa tuvo un último efecto: ha resultado de ello una tensión interna, una incertidumbre, un malestar que ha sido rasgo característico de la cultura occidental. A través de la historia de Occidente existió siempre una lucha espiritual, percibida sutilmente por los más atentos espíritus de la raza, ocasionada por la contradicción entre los inversos valores y principios del sistema de creencias oriental-semítico por una parte y la natural sensibilidad religiosa del hombre ario-nórdico por otra. Y si lo anterior fundaba la matriz ideológica de la cultura, era lo último que podía facilitar la inspiración creadora, la chispa divina. De hecho, los más grandes momentos de la cultura occidental como manifestación del genio ario —expresadas específicamente de forma cristiana o extracristiana— sucedieron A PESAR de las estructuras del dogma eclesiástico. Dante, Chaucer, Spencer, Shakespeare, Milton, Goethe, Schiller, Shelley, Wordsworth, Keats, Byron, Leonardo, Miguel Angel, Rafael, Boticelli, Durero y Rembrandt lo testifican, no menos que Vivaldi, Bach, Händel, Haydn, Mozart, Beethoven y Wagner.

Como hemos visto, el carácter exterior del Cristianismo fue ampliamente modificado por la metamorfosis de un pequeño culto judío en la imponente religión de Occidente. Esa institución medieval que conocemos bajo el nombre de caballería, de hecho, con su refinado código del honor —que conserva a pesar de sus adornos cristianos la visión del mundo y costumbres de un tiempo precristiano— facilitaba un MODUS VIVENDI a los elementos espirituales de oposición durante la Edad Media. Así, a través de una mutua acomodación de formas, era contenida la contradicción subyacente. Pero a pesar de estos ajustes, el inquietante peso de esta idea extraña estaba latente en las producciones de la cultura.

La respuesta social e intelectual a esta tensión interior variaba. Por su parte, los reyes, emperadores y demás dirigentes seculares proponían tratar la cuestión con cínica frialdad, acomodándose u ofreciendo resistencia según los dictados de las exigencias políticas. Entre los intelectuales y pensadores había quien, como Giordano Bruno, se enfrentaban en abierta revuelta contra el dogma de la Iglesia. Más frecuentemente, sin embargo, las exteriorizaciones de la inquietud se manifestaban en sutiles intentos de orientar la doctrina cristiana hacia la innata religiosidad aria. Esto se dio paulatinamente entre los místicos de la Edad Media, como Scotus Erigena, Amalric de Bena y el Maestro Eckhart, quien —yendo más allá de la teología de la Iglesia y mirando hacia adentro de su propia alma y de la naturaleza misma— descubrió el reino de Dios.

Fue el Renacimiento, sin embargo, el que constituyó el más significativo movimiento para alterar la doctrina de la Iglesia; movimiento que, de hecho, establecería una irreversible cadena de acontecimientos conducentes en último término a desacreditar esa doctrina como idea cardinal de la cultura. Ahora, por vez primera, el impulso prometeico se daba fuera de los moldes clericales. El arte fue arte por amor al arte en sí —un hecho notable que anunciaba que la vitalidad creadora avanzaba más allá de las "recetas" establecidas. Toda la cosmología judeocristiana era puesta en cuestión por los nuevos descubrimientos de las ciencias físicas y naturales. Comenzaba la exploración a través de los mares desconocidos.

Quizá el hecho más revolucionario de este período, sin embargo, fue el descubrimiento de la imprenta por Johann Gutenberg, que facilitó una mucho más vasta circulación de un saber distinto al que llevaba el imprimatur eclesiástico, saber que trascendía la ideología básica del cristianismo.

La consecuencia más importante de la invención de Gutenberg se dio en la Reforma protestante, en cuyo desarrollo tuvo una influencia enorme. Hasta Martín Lutero el foco de la autoridad cristiana estaba en el Papado, cuyas decisiones eran incuestionables en materia de fe y dogma. Ahora, con el gran cisma de la Cristiandad, un desafío directo se presentaba a la autoridad eclesiástica. No intentaban ciertamente Lutero y los otros rebeldes socavar o eliminar la fe cristiana; más bien lo contrario. Simplemente querían reformarla. Pero al discutir la Cristiandad como institución unitaria y provocando un abismo en las filas cristianas, inadvertidamente abrieron la puerta a la duda en el MYTHOS cristiano mismo.

Para reemplazar la autoridad papal en materia religiosa, Lutero propuso sustituirla por la autoridad de la Biblia; y así, con la perspectiva del empleo del invento de Gutenberg, subestimó el prodigioso trabajo de traducción de las oscuras escrituras hebreas al lenguaje alemán, para la perpetua desgracia de la Cristiandad. Es irónico que en su búsqueda por la libertad espiritual, el gran reformador rechazó el despotismo del Papado para abrazar la tiranía del Torah y de los antiguos profetas judíos. Los textos arcaicos que permanecieron en viejas estanterías detrás de las paredes de los monasterios y accesibles sólo a los sacerdotes y teólogos eran ahora de propiedad universal. Y ahora, en lugar de una sola autoridad en cuestiones de exégesis cristiana, cada uno—y no uno sólo— se convertía en autoridad. Esto sólo podía tener fin resultado: contradicción y confusión.

Su efecto sobre los cerebros inteligentes, por tanto, fue devastador. Ahora era posible, según la mejor tradición talmúdica, probar puntos de vista mutuamente excluyentes con referencias de los mismos textos semíticos. Y no sólo eso, además el examen crítico de la literatura bíblica hizo nacer serias dudas concernientes a la veracidad y validez del fondo mismo del tema. Por primera vez, los cerebros más despiertos pudieron observar la obvia contradicción entre la realidad empírica y lo que se proclamaba como escritura sagrada.

Gradualmente aumentó la idea íntima de que la fe se estaba agrietando, y el genio creativo comenzó a buscar fuera de la ideología de la Iglesia para su inspiración y dirección. Pero aún así los motivos cristianos continuaban facilitando la forma externa de la expresión artística —como, por ejemplo, en las obras de Bach, Corelli y Rubens— pero el DAEMON vital del que hablaban era claramente extra-cristiano y trascendía del orden religioso del dogma de la Iglesia. Por tanto, incluso la Reforma —y el modo artístico en que ésta se inspiraba— sucumbió. Tuvo lugar un aletargamiento en el pensamiento tradicional y la creatividad aria se dirigía cada vez más hacia nuevas direcciones. En el plano intelectual, la filosofía —que desde hacía tiempo se había separado de la teología— perseguía su propia búsqueda independiente de la verdad, mientras que a nivel artístico una sucesión de estilos —empujados por una irreprimible tensión interna— intentaba siempre nuevas formas de expresión. Así, el Barroco, habiendo explotado todas sus posibilidades, abrió el camino al Neoclásico y al Rococó, el cual cedió ante el Romanticismo del último siglo y el Impresionismo, al cual ha sucedido la era del Arte Moderno, con el cual concluye la experiencia histórica de Occidente.

Hoy, la Cristiandad ha llegado a su meta final. Tanto desde el punto de vista espiritual como científico, sus creencias fundamentales son insostenibles. Los avances de la ciencia aria quebraron para siempre los viejos mitos judíos. El impacto acumulado de figuras como Copérnico, Galileo, Kepler, Newton y Darwin no pudo ser suprimido eternamente por decreto eclesiástico. Cuando el dogma de la Iglesia, por ejemplo, insistía en que la tierra era el centro del universo y la investigación científica demostraba otra cosa, el hombre ario estaba inclinado, por su innato amor a la verdad, a aceptar esto último a expensas de lo anterior. Obrando así, llegó a cuestionar todos los otros aspectos de un sistema de creencias hasta entonces sacrosanto. Para la Iglesia moderna esto plantea un dilema imposible. Cuanto más se adhiere a sus fundamentos doctrinales más resaltan las contradicciones. Por el otro lado, otras veces intenta reconciliarse con los descubrimientos de la ciencia a través de la reinterpretación y redefinición de sus principios básicos, con lo que automáticamente cede en su posición moral y en su verdadera razón de existencia como árbitro de la verdad.

El hecho es que el Cristianismo, como ideología dominante en Occidente, ha sucumbido. Ha agotado todas sus posibilidades históricas. No puede sostener por más tiempo la fuerza emocional, mítica y polarizadora necesaria para dirigir la vida espiritual de una cultura. Además ha consumido su fuerza cultural y ya no es capaz de adaptarse con éxito a las nuevas realidades orgánicas.

Todo esto puede ser observado enseguida en el vacío y esterilidad de la expresión cultural moderna —que refleja la ausencia de todo valor realmente espiritual— igual que la secularización de la idea cristiana en democracia liberal y marxismo. Esto se puede ver especialmente en el proceso de auto-devaluación a través del ecumenismo y del diálogo interconfesional e interideológico, lo que constituye la más clara confesión del Cristianismo de que ha fracasado y ya no tiene nada vital que ofrecer. Si la Iglesia misma admite que su doctrina es igual que la de los no creyentes ¿qué razón hay para ser creyente?

No deja de tener importancia que mientras la influencia del Cristianismo está decreciendo en Occidente, está —a través de la creciente fuerza de presión demográfica— ganando almas y extendiéndose entre los no-blancos. Y no se produce este fenómeno sólo en América Latina, también en Africa y —con menor intensidad— incluso en Asia. Este fenómeno no ha dejado indiferente a la Iglesia, que —con su complaciente postura interracial y sus intentos de divorciarse incluso de sus orígenes históricos occidentales— ha preferido redirigir el mensaje cristiano hacia el mundo de color como área principal de sus intereses. Al abandonar su papel occidental, el Cristianismo ha anunciado su conclusión como fuerza cultural. Y así, cuanto pudo representar tradicionalmente para las pasadas generaciones de europeos y americanos ya no puede conservarlo por más tiempo.

Por consiguiente, sería un error creer que la idea judeocristiana tiene hoy algo que ofrecer a los pueblos blancos en su lucha por la supervivencia, ya que no puede encararse a las necesidades vitales de la amenazada vida de los arios en este planeta. Lo que ahora existe bajo el nombre de Cristianismo —aparte de ciertos intentos nostálgicos y retrógrados de resucitar un cadáver histórico en un mundo de incertidumbre e inseguridad— sólo es formalismo fosilizado y estéril nominalismo sin genuina vitalidad y sustancia, reflejadora de la relevancia marginal de esta particular ideología en la sociedad de hoy. Frente a las realidades modernas, la visión del mundo cristiana simplemente no tiene nada más que decir. Ha cumplido su misión histórica; está moribunda. En el mejor de los casos, es irrelevante. En el peor, es un enemigo público, una amenaza mortal para la raza aria y su supervivencia.

Se nos puede replicar que las consecuencias de este error ideológico y espiritual eran mucho menos notables antes de la Segunda Guerra Mundial. ¿Puede sostenerse el mismo razonamiento hoy, cuando los efectos finales de ese error pueden verse fácilmente? Desde hace un milenio el Cristianismo ha tenido el monopolio y se ha autoproclamado el custodio del bienestar espiritual y moral de un orden cultural entero, por lo que debe asumir lo que aceptó como responsabilidad. ¿Cuáles entonces, son los frutos de su régimen espiritual? Lo podemos ver alrededor nuestro. Son los síntomas de una civilización enferma: decadencia, degeneración, depravación, corrupción, egoísmo, hedonismo, materialismo, marxismo y —por último— ateísmo, Sí, ATEISMO. A través de la destrucción del impulso natural existente en los corazones de nuestro pueblo y sustituyéndolo por mitos alógenos y supersticiones, tiene ahora la plena responsabilidad de la limitada capacidad para creencias espirituales entre nosotros.

Se nos objetará quizá que la Iglesia misma se opone a las lacras que hemos enumerado. Lo siento, la responsabilidad de lo que se ha reclamado como carga divina no se puede rehuir tan fácilmente. En definitiva, estas resultan ser las consecuencias actuales de su reinado terrestre.

El espíritu prometeico del hombre ario busca ahora en otras direcciones.

El ocaso de Occidente

Como hemos visto, la causa última de la decadencia de Occidente reside en el fracaso de la ideología polar, o MYTHOS, en la que se basó su fundación. Una vez fueron puestos en cuestión y discutidos los dogmas de la fe dominante —cuestionados por las afirmaciones irracionales de la doctrina cristiana por un lado y la naturaleza investigadora de la verdad del hombre ario por otro— era sólo cuestión de tiempo el que se pusiera en la picota a todo un orden cultural.

Con la pérdida de confianza en su ideología rectora —esto es, con el Cristianismo moribundo— Occidente perdió la fe en sí mismo, y su muerte fue inevitable. La visión cristiana del mundo era el verdadero corazón y alma de Occidente, permitiendo su arte y su cultura. No era accidental, por lo demás, que en tiempos pasados el término "cristiandad" fuese sinónimo de Occidente.

Las culturas viven y mueren con sus dioses. Que el Dios de Occidente moriría estaba predestinado desde el principio, y es en este sentido como debe ser comprendido el célebre leif motiv de Nietzsche. ¿Por cuánto tiempo puede satisfacer plenamente las necesidades espirituales reales del año una importación del Medio Oriente? Yahweh-Jehová puede matar a Zeus y a Júpiter, a Odín y a Thor. Pero ¿cuánto tiempo puede mantener la ficción de que es el padre real de los arios?

Si desdeñamos todo renacimiento efímero, se puede comprender fácilmente que la cultura occidental ha alcanzado ahora el punto de plena incertidumbre y ateísmo, un hecho que se refleja en cada campo de las actividades culturales modernas. Atonalidad e irrupción de ritmos alógenos en música, abstracción y locura en pintura y artes plásticas, chapuzas y vulgaridad en literatura y sobre el escenario, insipidez y deformidad grotesca de líneas en arquitectura. Todas estas muestras son testimonio de un vacío y esterilidad espirituales, de desorientación y falta de dirección, de una ausencia de valores y de modelos y de un ETHOS que informe la expresión artística.

Pero es la tecnología moderna, sin embargo, la que —al asumir una función utilitaria en una sociedad de producción-consumo, materialista, sin alma, antes que servir a una alta meta cultural—ofrece la conclusión definitiva de que la cultura occidental ya no tiene nada que decir. Occidente, como cultura, está exhausto de toda posibilidad histórica; carece de toda nueva dirección en la que encaminarse. Esto no significa que el ario ya no posea la capacidad creadora. Sino que su genio busca ahora en un contexto POST-occidental. La civilización occidental, por sí misma, no puede experimentar un renacimiento. Ha explotado y agotado su potencial y destruido su única esperanza de resurgimiento, y ahora sólo puede revolcarse en su propia decadencia y muerte. El Antiguo Orden está sentenciado. No sólo es inevitable el colapso de Occidente, también es históricamente imperativo el nacimiento de un Nuevo Orden. Solamente una nueva formación posibilitará la salvación racial del ario.

Verdaderamente, esta civilización DEBE morir, así como debe erigirse sobre sus ruinas una cultura nueva y más grande. Este es el significado y el mensaje de los acontecimientos contemporáneos. Esta es la voluntad de hierro de la historia.

La tragedia de 1945

La caída de Berlín ante las hordas del Este en 1945 representa un punto decisivo y crucial en la historia del mundo. Muy pocos hasta ahora han comprendido su importancia real, aunque algunos se han referido a las hipotéticas posibilidades de un desenlace diferente en ese conflicto. Desgraciadamente, el desenlace estaba prefijado y comprendía elementos que una dirección sobrehumana tampoco podría vencer.

Los acontecimientos de 1945 fueron, de hecho, la escena final de un gran drama trágico que comenzó el 20 de abril de 1889, cuando una extraordinaria figura apareció en este mundo para iniciar la salida de la segunda mitad de la historia humana. Pero aunque el nacimiento de esta personalidad fuera de serie señala el inicio de una edad nueva, su trabajo terrenal fue constreñido por las exigencias del Viejo Orden. Y aquí es donde se introduce el elemento de tragedia. Para el que viene al mundo durante un giro histórico —en el período en el cual un sistema está desapareciendo y otro está surgiendo— se anulan los más agudos esfuerzos y se impide la posibilidad de realización de su Idea durante su periodo de vida.

Es quizá la mayor de las ironías históricas el que fuera Adolf Hitler, el padre de la edad nueva, el que ofreciese a Occidente la última oportunidad de rehabilitación y renovación. Al introducir un nuevo espíritu en la vieja civilización y defender sus mejores formas institucionales —como proponía el Líder— es concebible que el Viejo Orden pudiera prolongar su vida histórica, tal vez por otro milenio. Pero no pudo ser. La decadencia estaba demasiado avanzada. En su estado enfermo y delirante, Occidente rechazó la única mano que podría rescatarlo de su muerte irremisible.

Más allá de eso, la contradicción entre los valores de lo Viejo y lo Nuevo eran simplemente demasiado grandes. En último análisis, eran mutuamente excluyentes. Por tanto, la Segunda Guerra Mundial fue también, de hecho, una "guerra contra Occidente", como acusaron los críticos del Nacional Socialismo. Aquella representó una lucha titánica entre lo Viejo y lo Nuevo. Desgraciadamente, las atrincheradas fuerzas de lo Viejo —aun en su estado moribundo y decadente— resultaron ser momentáneamente demasiado formidables para el incipiente Nuevo Orden.

Debe ser destacado aquí —y no deja de tener importancia— que el Tercer Reich, el estado provisional del Nuevo Orden, estaba él mismo pesada y FATALMENTE infectado por ideas y elementos traídos del Viejo Orden. Lo Nuevo no prevaleció completamente sobre lo Viejo. Por eso fue solamente un comienzo. La verdadera naturaleza de su introducción, que fue dictada por las realidades políticas y sociales de la Alemania de entonces, incluía una transición gradual y evolutiva de lo Viejo a lo nuevo, antes que un levantamiento violento que no hubiera sido factible ni justificable en aquellas circunstancias históricas. En consecuencia, por tanto, descubrimos que hasta el estallido de la guerra en 1939, el viejo modo de pensar, las viejas actitudes, los viejos hábitos y los viejos intereses persistían en muchos sectores de la sociedad alemana. Los nuevos modos eran aún demasiado tenues. Ni siquiera el espacio de una generación hubiera permitido la introducción de un cambio necesario y radical.

Así, el resultado de este trágico drama no podía ser distinto de como fue. El destino escogió el tiempo y el lugar y fijó el desenlace, y los acontecimientos ocurrieron en la manera prevista. De este modo, esta tragedia monumental —con la inmolación de su genial protagonista y su pueblo mártir— fue históricamente necesaria por dos motivos. Primero, porque resultó un golpe decisivo para el Viejo Orden, un golpe mortal del que nunca podrá recobrarse y que le asegura su desaparición de esta etapa de la historia mundial. En segundo lugar, porque al aclarar las cosas, sirvió para liberar al nuevo Movimiento de los lazos, inhibiciones o servidumbres con respecto a lo Viejo, facilitando así la necesaria libertad para la realización de su misión revolucionaria. Considerar esto es particularmente importante, ya que en 1945 no fue solamente un hito en la larga historia del mundo; fue una línea divisoria en el desarrollo del Movimiento. De una fase que fue esencialmente política y militar se llega ahora a una espiritual e incluso RELIGIOSA.

Militar y políticamente, el Nacionalsocialismo fue derrotado completamente en 1945. Si representara una estructura política y militar meramente, no habría sobrevivido al colapso. La Idea de Adolf Hitler, sin embargo, trascendió al simple aspecto político o militar. Era por encima de todo ESPIRITUAL, y las ideas espirituales no pueden ser destruidas únicamente a través de la fuerza bruta o medios militares.

Pero la fuerza militar y la coacción física eran los únicos recursos de que disponía el Viejo Orden; moral y espiritualmente estaba en bancarrota. Por lo que la aparente derrota del Nacionalsocialismo probó ser completamente diferente. A pesar de la contienda, la Nueva Idea no perdió nada de su integridad —de su sustancia profunda— sino que permaneció espiritualmente INVICTA, esperando el momento propicio para hacer su reaparición. Verdaderamente, fue en esta área vital donde probó ser más fuerte que nunca. Intacta a pesar de persecuciones y calumnias de todo tipo, está ahora completamente libre y sin trabas para proseguir hacia su alto destino. El Movimiento ha crecido, en el crisol del más espantoso sufrimiento y penalidad, interiormente purgado, acabado en su fe, fortificado, endurecido e infinitamente más consciente de su santa misión en esta tierra. Marchando hacia el futuro, comenzamos a percibir el tímido esbozo de un gran designio: ADOLF HITLER Y SU PUEBLO SE SACRIFICARON PARA QUE SU MARAVILLOSA NUEVA IDEA PUDIERA UN DIA RENACER DE FORMA GRANDIOSA EN TODAS PARTES COMO EL GUÌA Y SIMBOLO DE LA HUMANIDAD ARIA MILITANTE. Este fue el propósito y la esencia de su heroica lucha, Y es ahora sobre este sagrado fundamento —forjado y consagrado en las llamas de una tragedia gigantesca— donde un Movimiento regenerado debe luchar recordando eternamente el sacrificio de la sangre de aquellos millones de mártires, representantes de una alta humanidad, que cayeron con la fe de una nueva época en sus corazones.

Visión del mundo de una época nueva

Hoy presenciamos la agonía mortal de una civilización. Una sociedad entera está en colapso. Lo Viejo no puede ser restaurado. Está acabado.

La confusión e incertidumbre que vemos son el preludio del caos y agonía totales que nos aguardan. Cuando la brillante estrella de la civilización se apaga, se crea un "agujero negro" espiritual, que actúa de manera inversa a su antagonista. Toda realidad espiritual es afectada por un vacío ANTI-ESPIRITUAL No subsisten el carácter, ni la voluntad, ni valores, ni ideales, ni principios ni raíces, ni dirección, ni verdad, ni honor, ni belleza, ni bondad ni orden, ni dioses. NADA. Sólo aquel que esté preparado para distanciarse del viejo mundo y alejarse de su terrible fuerza de gravedad puede escapar al omnipotente torbellino del colapso.

En esta última categoría reuniremos a todos los ahora espiritualmente alienados, que de algún modo intentan buscar su camino hacia un mundo nuevo. Hoy existe una creciente sensación de desesperación —una desesperación reflexiva más que una mera falta de fe en un régimen de gobierno o sistema social— pero que toca a cada aspecto de la vida. Muchos hombres buscan desesperadamente el creer en algo, algo que guíe y de sentido a sus vidas. Los cerebros más sensibles están buscando un objetivo, un nuevo foco de fe que reemplace al que, sin esperanzas e irremisiblemente, se está hundiendo. ¿Pero dónde está esta idea, esta fe?

Como se ha remarcado, el ario ha padecido miles de años una tensión espiritual causada por la intrusión de una ideología alógena en su natural visión del mundo —proceso que distorsionó la cultura occidental desde sus comienzos e impidió la realización de su alta misión. No sólo se infiltró esta increíble cosmología en un ario asqueado por el nuevo credo, sino que fue obligado a aceptar una declaración de principios teológica que suponía una declaración de guerra contra el orden natural y sus leyes eternas. Se divorció a Dios de su creación; la naturaleza misma llegó a ser "sospechosa"; el espíritu se enemistó con la carne; el hombre fue declarado forzosamente un malvado sin esperanza; Dios se convirtió en un objeto extraño —una figura remota, arbitraria y despótica— a quien el hombre tendría miedo y ante el cual debería humillarse e inclinarse. Así, la conducta responsable y justa fue menoscabada en favor del perdón a través de la gracia divina.

La preocupación de la religión occidental durante un milenio por la salvación del "alma" individual, sin consideración para cuestiones raciales más amplias, tuvo las más desastrosas consecuencias. No sólo se promocionaron las más groseras formas de mezquindad y egoísmo, sino que además tuvo efectos aún más perjudiciales. Al asignar una importancia cardinal a la salvación individual se minusvaloró el bien de la propia especie —el propio pueblo y raza— como de menor importancia. La comunidad de creyentes —amarillos, negros, blancos— era más preciosa en opinión de los padres de la Iglesia que la verdadera comunidad de la carne y la sangre, cuyo culto y defensa fue considerado como una especie de "idolatría". Con lo cual la esencia espiritual del ario se modificó para convertirse en un mejunje moral de mansedumbre, mojigatería, no-resistencia y amor al enemigo.

Nuestra visión del mundo diferirá radicalmente de la perspectiva judeocristiana. Obrará desde una perspectiva totalmente diferente de la condición humana y de su objetivo.

Se basará, en primer lugar, en un profundo respeto y obediencia por la naturaleza, a la que concibe como un orden intemporal sin principio ni fin, pero en constante cambio y en renovación cíclica, y que en última esencia es consustancial con lo divino, al que trata como un SUJETO antes que un objeto.

Considera al hombre como una parte de la naturaleza y propone restaurar las leyes naturales como orden rector de los asuntos humanos —volviendo así a atar el lazo entre hombre y naturaleza, lazo que fue roto por la ideología semítica. Al mismo tiempo, declara que para el ario consciente no hay separación de lo divino; que su dios no está en otro mundo, sino que reside entre los límites de su propia tierra; y que la actitud religiosa recta es la de la veneración, antes que la del temor. Así levanta la carga del pecado original y pone fin al rebajamiento ante el Omnipotente, proclamando en su lugar la propia nobleza del alma. Restaura la integridad esencial del hombre, pues según su creencia no puede haber separación entre cuerpo y alma. Representa, finalmente, una AFIRMACION —no una negación— de la vida y enseña que el heroísmo y el valor desafiante y viril pueden vencer cualquier cosa.

Así la nueva Idea —al retomar a los valores tradicionales de la religiosidad aria— libera al ario de esa tensión interna que caracterizó su vida espiritual en Occidente durante el último milenio, y le armoniza con las leyes de la naturaleza y consigo mismo. En una palabra, la perspectiva del futuro restablece en el ario su condición profunda y natural, concediéndole de nuevo la libre expresión de su espiritualidad original, así como liberándole para el cumplimiento de una gran misión. De este modo, llama de nuevo a la fe de nuestros antepasados, que vivieron en comunión con la naturaleza y disfrutaron de una vida religiosa plenamente desarrollada, que estableció los patrones éticos y morales de una sociedad y fijaron el carácter espiritual de su destino.

Lo más importante, apoyándose en la fuente primigenia de la vida misma, es que la nueva Idea está decidida a restablecer la primacía de la Raza como la premisa sagrada para una más alta existencia en esta tierra. Estableciendo el concepto de raza como un inviolable principio religioso —realmente un IMPERATIVO MORAL— está preparada para hablar de la solución suprema de los tiempos modernos, la definitiva solución biológico-ambiental o sea, la supervivencia del ario como la más avanzada forma de vida en este planeta. Por tanto, su empresa vital no es la salvación del individuo aislado, sino el de una raza entera. En contraste, todo sistema religioso o filosófico contemporáneo es irrelevante, absurdo e inútil —cuando no francamente nocivo— para la causa de nuestra existencia, pues impide plantear esta cuestión fundamental de una manera franca y positiva.

Debe ser destacado aquí que la amenaza para nuestra supervivencia racial comienza por causas espirituales consecuentemente, sólo puede ser salvaguardada por una solución de carácter espiritual. No padecemos tanto por una falta de alternativas políticas o estrategias intelectuales sino por la escasez de voluntad, valor, determinación, dedicación, entrega e integridad. Cualesquiera peligros externos derivan, en último análisis, de este problema interno.

Por ello, la cuestión de la supervivencia racial debe ser vista no sólo como relacionada con la actividad política y propagandística, sino, en primer lugar, comprendiendo una movilización espiritual y moral. Sin una regla moral todos los esfuerzos —aun nobles y valientes— necesariamente serán inútiles. Los efectos de décadas y centurias de decadencia cultural están simplemente demasiado avanzados y extendidos como para ser vencidos sólo a través de la lucha política. La función correcta de la política es emplear al pueblo —a las masas— COMO SON, y utilizarlas para lograr una gran meta. La condición espiritual de las masas occidentales es tal que la excluyen como fuerza útil para toda actividad política revolucionaria hoy día. Consecuentemente, la primera tarea del Movimiento contemporáneo debe ser establecer una base firme de carácter espiritual y moral —un patrón moral absolutamente fijo— capaz de atraer a todos aquellos jóvenes idealistas de nuestra raza que, marginados, buscan respuestas en un mundo confuso y decadente y una base que dé sentido a sus vidas y les transforme en partidarios entregados a la más santa de las causas. Es justamente un fundamento espiritual fuerte el que sostendrá toda acción política efectiva en el futuro.

Hay una consideración subsidiaria. Debe reconocerse que la actual situación se desenvuelve desde hace un largo período de tiempo y no puede ser eliminada por una panacea instantánea, sino sólo a través de un proceso de LUCHA PROLONGADA que comprenda décadas y generaciones. La integridad de esta lucha sólo puede ser sostenida por convicción y entrega espirituales e incluso RELIGIOSAS, ya que el Movimiento solamente depende de sus recursos morales para su continuidad y supervivencia. Por ello, el desarrollo de esos recursos como una necesidad crítica debe tener la más alta prioridad sobre toda otra consideración.

Si la nueva Idea representara meramente una instauración de los valores tradicionales arios del espíritu y la visión del mundo natural de los tiempos precristianos, junto con una llamada a la preservación racial, ciertamente tendría relevancia, significación y utilidad, sin embargo quedaría incompleta y no mantendría su calidad dinámica e histórica. Pero toda gran idea histórica incorpora además una misión especial, así como una búsqueda de un nuevo tipo de hombre. Lo extraordinario de la Idea del futuro es que se propone transformar la condición humana realzándola. Proclama el más alto destino para el ario, y le convoca hacia la plena realización de su potencial físico, espiritual y moral (incluso hacia la divinidad), empresa tan trágicamente fracasada hasta ahora por las retorcidas doctrinas de un credo alógeno. No obstante, es precisamente la posibilidad de esa evolución ascendente hacia una raza mejor en el sentido nietzscheano lo que da a la nueva Idea su más alto objetivo y significado y le otorga su extraordinario carácter revolucionario.

Si examinamos todas las tendencias ideológicas y espirituales de los últimos cien años, así como las del presente, se hace inmediatamente evidente que SOLO HAY UNA IDEA QUE PUEDA SERVIR IDONEAMENTE COMO PRINCIPIO FORJADOR DE UN MUNDO POST-OCCIDENTAL, POST-CRISTIANO.

La citada excepción no comprende a las autoproclamadas "alternativas" que son meras consecuencias secularizadas de la misma idea fundamental, que a su vez es la causa de nuestra situación actual. Y aquí debe subrayarse que en las venideras convulsiones revolucionarias la ideología neo-semítica de Karl Marx no tendrá otra significación que le de un vomitivo cultural. El momentáneo poder y éxito de que disfruta es efímero dentro de un amplio contexto histórico, al igual que los nuevos y exóticos cultos de gurus y fakires, originarios del Este en estos últimos días de una civilización en ruinas.

En el mundo contemporáneo, una idea o concepción puede ser reconocida ya como reaccionaria —y por lo tanto transitoria— ya como revolucionaria y duradera. Todo lo que tiende a perpetuar el Viejo Orden es reaccionario. Todo lo que continúe operando hacia la reconstrucción del pasado es reaccionario. Todo lo que tienda a fomentar la decadencia es reaccionario. Toda falsedad, hipocresía y oportunismo son reaccionarios. Como tales, son transitorios y no subsistirán. Todo lo que comprenda la penosa realidad y la verdad difícil podrá tomar parte de algo nuevo y revolucionario. Sólo eso puede ser llamado verdaderamente revolucionario, porque durará siempre. Sólo él establecerá los fundamentos espirituales —el núcleo radiante— de una nueva época.

Hoy sólo existe una Idea que pueda ser reconocida como la semilla de un Nuevo Orden revolucionario; sólo una Idea que sirva corno patrón espiritual para el hombre post-occidental; sólo una Idea que empuñe la llave del futuro. Es la grandiosa Idea de Adolf Hitler.

La fe de Adolf Hitler

Más allá de su aspecto puramente intelectual, la revolucionaria Idea de Adolf Hitler contiene una dimensión más, a la que uno debe dirigirse para descubrir la fuente de su atracción ineluctable y su empuje mágico. Es de su contenido EMOCIONAL de donde uno debe extraer el secreto de su extraordinaria mística, y es aquí donde se puede percibir su núcleo potencial como el MYTHOS de una nueva era. No es por la lógica y por la razón por lo que los grandes movimientos transformadores del mundo fueron impulsados, sino por la insondable fuerza de la fe suprarracional que se percibe en los miembros de estos movimientos. En el escenario de los grandes acontecimientos mundiales siempre la más racional de las ideas debe tomar el carácter de una fe subjetiva o permanecer condenada al dominio de las abstracciones sin vida. Se debe, en otras palabras, obrar más allá de la comprensión del cerebro para la comprensión del mundo. Sólo así se adquiere esta cualidad misteriosa e inexplicable que garantiza el éxito.

Si se examinan los caracteres aislados de la idea Nacional Socialista —sus ideas sobre los conceptos fundamentales de Raza, Personalidad, Estado, Trabajo, Lucha y Naturaleza, por ejemplo— descubrimos que, aun considerándolas a la vez, no bastan para explicar la curiosa fascinación que rodea su aparición. Para ello debemos volvernos a la personalidad de su autor. En la persona de Adolf Hitler, La Idea se sublima en un todo trascendente más grande que la suma de sus partes. Sólo mediante la apreciación subjetiva de este fenómeno y lo que representa la Idea llega a ser comprensible.

¿Quién era, entonces, Adolf Hitler? ¿QUÉ era? Ciertamente, tenía los atributos de todo hombre, tenía dos padres. Estaba hecho de carne y sangre. Comía y dormía. Creció, fue al colegio y trabajó para vivir. Tuvo amistades, gustos y aversiones personales, era irritable, pero también tenía un vivo sentido del humor. Experimentó alegría y tristeza, placer y dolor. En otras palabras, vivió todas las experiencias y emociones humanas normales. Era, de hecho, completamente humano.

Históricamente, además, Adolf Hitler fue mucho más. Fue un gran líder y estadista nacional. ¿Dónde encontramos un modelo comparable de un hombre humilde salido del pueblo —gracias a su voluntad, determinación y genio frente a todos los obstáculos concebibles— para dirigir una gran nación, liberarla de la dominación extranjera, purgarla de su decadencia moral y racial y construir un régimen de unidad nacional y justicia social? ¿Dónde hubo otro estadista que, sin ayuda de nadie, estuvo dispuesto a parar el avance aparentemente inevitable del comunismo a través de un continente? ¿Dónde hubo otro líder capaz de levantar su país —un país derrotado en la guerra y agobiado con incontables penalidades— sobre la miseria social y económica y restablecerlo en una posición de prosperidad, dignidad y orgullo, mientras que otras naciones se consumían en la pesadilla de la Gran Depresión? ¿Dónde en toda la historia encontramos un dirigente que gozase de mayor apoyo popular? Aun así, es más allá de su papel de líder y estadista nacional prominente, como de su manifiesta grandeza, donde debemos mirar para descubrir la esencia personal de Adolf Hitler.

Específicamente, es en el dominio de lo EXTRAHISTORICO —en esa área fuera del proceso histórico normal— donde debemos fijarnos para encontrar la verdadera identidad de la figura que permanece en el candelero desde hace varias generaciones. Aunque el trabajo de su vida cambió el mundo, su significación real no puede ser revelada a través de las usuales investigaciones de la historiografía.

Más de un observador ha comentado sobre una cierta extraña y potente cualidad que parecía emanar de la persona de Adolf Hitler. Kubizek (Ver A. Kubizek, "Hitler, mi amigo de juventud", Ed. AHR), por ejemplo, describió el notable incidente del Freinberg. Otros han contado experiencias similares, aunque menos dramáticas, sobre sus encuentros personales con Hitler. Pero no sólo se manifestaba esta cualidad en entrevistas con partidarios, también ante audiencias más amplias. Incluso personas que no eran ni alemanas ni nacionalsocialistas han testificado sobre la singular habilidad de Hitler para articular las sensaciones y aspiraciones inexpresadas de sus oyentes.

Pero lo que aun es más extraordinario y asombroso es la habilidad de Adolf Hitler para ejercer un efecto carismático sobre la generación que aun no había nacido durante su periodo vital. Parece expresar nuestros más profundos sentimientos y anhelos como arios. Hitler parece tocar la cuerda más honda de nuestro más profundo interior. Cuando habla parece que estemos escuchando el sonido de NUESTRA PROPIA VOZ INTERIOR. Tan perfecta es su relación con nuestra psique racial que se ha identificado con ésta. Tenemos la impresión de que es la expresión consumada del inconsciente colectivo de nuestra raza.

Tanto es así que parece que nos enfrentemos a una figura estremecedora, con un carisma INTEMPORAL. Incluso hay cierta aureola enigmática rodeando la figura de Adolf Hitler que parece trascender todas las barreras de tiempo y espacio. Cuando mencionamos su nombre, sentimos que estamos hablando de algo más que un fenómeno histórico; aludimos a todo aquello que es eterno e infinito. Tenemos la impresión que nos estamos refiriendo no sólo al pasado, sino también al presente y al futuro. Instintivamente, sentimos que se trata de algo más que un hombre corriente, de algo absolutamente extraordinario.

La verdad es que con Adolf Hitler nos enfrentamos a un fenómeno que desafía todo análisis objetivo y explicación racional. Es algo que sólo puede ser comprendido en su aspecto simbólico o representativo, esto es, a través de su interpretación mítica Sólo en el dominio del Mythos —de la épica, la saga y la leyenda— encontramos aquellos elementos adecuados para describir su personalidad insólita. Sólo a través de un proceso de EXALTACION podemos alcanzar la comprensión coherente de la verdadera realidad de esta figura extraordinaria. Sólo entonces las diversas facetas de su vida y de su carrera se someten a una explicación comprensible.

Por consiguiente, reconocemos que este ser completamente fuera de lo común merece aquel status para el cual el término DIVINO es normalmente reservado. Era, en efecto, un dios en forma humana. Y, por ello, se le puede describir como una encarnación de lo Absoluto —de aquella Fuerza grande y misteriosa sin principio ni fin que dirige y domina este universo y determina el destino de los hombres. Hitler era/es la manifestación de la voluntad de lo Eterno IN CORPORE. Era/es, al mismo tiempo, la personificación de nuestra alma racial. Era/es nuestra conciencia. Era/es la representación corporal de lo divino en el hombre ario.

Por ello, rindiendo homenaje a su personalidad extraordinaria, reconocemos al mismo tiempo a nuestra propia alma y a lo divino que reside dentro de nosotros. En relación con él y al servicio de su Causa nuestras vidas adquieren objetivo, sentido, valor, relevancia, dirección, estructura y significación. Sin él, no tenemos valor: no somos nada. Con él tenemos el privilegio de llegar a formar parte de una situación nueva, incluso se nos plantea la posibilidad de superar las limitaciones de nuestra existencia mortal.

Cada organización humana tiene una idea que simboliza su más alta misión. Y por encima de todo, como esto, como símbolo de una nueva era debe ser vista la figura de Adolf Hitler. Podemos declarar que representa el principio interno —la RAZON— de nuestra existencia racial, de nuestra historia, nuestro destino y nuestra vida. Hitler es nuestro símbolo eterno ante el mundo. Como arios, es nuestra ley y nuestro guía para siempre. Es nuestra esperanza, nuestra redención y nuestra promesa de victoria. Así percibimos el esbozo de una nueva realidad en la que la personalidad de Adolf Hitler se une al ario regenerado y al Absoluto en unión mística para forjar el noble MYTHOS de una nueva fe.

Los rudimentos de esta fe, la fe de Hitler —el HITLERISMO— existen ya en forma callada e insinuante en los corazones de un pequeño, aunque creciente, número de personas. Lentamente, casi imperceptiblemente, una gran comitiva está congregándose bajo juramento de lealtad y honor hasta la muerte. Desafiante, alza su bandera. La perspectiva de la batalla agita su sangre. Llama a la lucha, al duro combate. Aguarda el próximo asalto.

Un nuevo fenómeno asoma ahora por el horizonte. De nuevo, se alza una realidad que lo transformará todo. Al igual que la oscuridad de una civilización moribunda extiende sus sombras sobre un mundo confuso y en trance de desaparición, LA FE DEL FUTURO ALUMBRARÁ BRILLANTEMENTE COMO LA UNICA GRAN ESPERANZA, COMO LA ESTRELLA POLAR DE UNA NUEVA ERA Y UN RESPLANDECIENTE NUEVO ORDEN, AL QUE GUIARÁ LA PERSONALIDAD INMORTAL DE LA FIGURA MAS GRANDE QUE HAYA PISADO JAMAS LA FAZ DE LA TIERRA.

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