La decadencia de Occidente

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La decadencia de Occidente (en alemán: Der Untergang des Abendlandes. Umrisse einer Morphologie der Weltgeschichte) es una obra en dos volúmenes escrita por Oswald Spengler. Fue publicada entre 1918 y 1923. La idea fundamental y los componentes principales de La Decadencia de Occidente no son difíciles de comprender ni de explicar. Dicho sea de paso: la básica sencillez de la obra es precisamente una de las cosas que siempre exasperó a los críticos profesionales.

Por de pronto, para entender adecuadamente a Spengler, lo primero que hay que hacer es tomar conciencia del enfoque especial con el cual considera a la Historia. Él mismo lo califica de “fisiomático”, vale decir: observando las cosas directamente, sin aditamientos cientificistas. En otros autores, demasiadas veces el verdadero significado de las cosas termina oscurecido por toda una maraña de “hechos” mecánico-científicos – que son precisamente los únicos considerados por los “historiadores científicos” carentes de imaginación y renuentes a considerar cualquier cosa que esté más allá de lo evidentemente visible.

Utilizando este enfoque Spengler confiaba en que se podría descifrar el enigma de la Historia y más aún: hasta predeterminar esa Historia. Sus tesis básicas son las siguientes:

Visión cíclica

La visión “lineal” de la Historia debe ser abandonada a favor de una visión cíclica. Hasta ahora la Historia, y en especial la de Occidente, ha sido considerada como una progresión lineal de lo bajo hacia lo alto, a modo de peldaños de una escalera, llevando hacia un progreso ilimitado. De este modo, la Historia de Occidente termina siendo considerada como un desarrollo progresivo: tenemos Historia griega, romana, medieval y moderna; o bien antigua, medieval y contemporánea. Este concepto, insistía Spengler, es tan sólo el producto del ego occidental – como si todo en el pasado apuntase a él, como si todo lo que sucedió sirvió tan sólo para posibilitar que él apareciese como el heredero más perfeccionado de la cadena evolutiva. Frente a esta visión simplista y secuencial, Spengler propone la noción de una Historia que se mueve por ciclos definidos, observables y – al menos básicamente – independientes.

Símbolos máximos

Los movimientos cíclicos de la Historia no son los que corresponden a las meras naciones, Estados, razas o acontecimientos. Son los relacionados con las Altas Culturas. La Historia consignada de la humanidad nos ofrece ocho de ellas: la índica, la babilónica, la egipcia, la china, la mejicana (maya y azteca), la árabe (o “mágica”), la clásica (Grecia y Roma) y la europeo-occidental.

Cada cultura tiene un carácter distintivo, un “símbolo máximo”. Para la cultura egipcia, por ejemplo, este símbolo fue el “camino” o “sendero” que puede descubrirse en la preocupación de los antiguos egipcios – tanto en religión como en el arte y la arquitectura – por las etapas secuenciales transitadas por el alma. El símbolo magno de la cultura clásica fue su preocupación por el “punto presente”, esto es: la fascinación con lo cercano, lo pequeño, con el “espacio” de la visibilidad inmediata y lógica. A esto se refiere la geometría euclidiana, el estilo bidimensional de la pintura clásica y el de la escultura de los relieves. Jamás se verá en ellas un punto de fuga en el fondo – en la medida en que haya un fondo en absoluto. También con esto se relaciona la inexpresividad facial de las esculturas griegas, haciendo patente que el artista no considera nada que se halle más allá de lo externo.

El símbolo máximo de la cultura occidental es el “alma fáustica” (de la leyenda del Doctor Fausto), que expresa la tendencia a ascender y a tratar de alcanzar nada menos que el “infinito”. Sucede que este símbolo es trágico, porque expresa el intento de alcanzar lo que el mismo interesado sabe que es inalcanzable. Se ejemplifica en la arquitectura gótica; muy en especial en el interior de las catedrales góticas con sus líneas verticales y su aparente ausencia de “techo”.

El “símbolo máximo” lo impregna todo en la cultura y se manifiesta en el arte, en la ciencia, en la tecnología y en la política. Cada espíritu cultural se expresa especialmente en su arte y cada cultura tiene la forma de arte que mejor representa su propio símbolo. La cultura clásica se expresó principalmente en la escultura y en el drama. En la cultura occidental – después de la arquitectura de la época gótica – la gran forma representativa fue la música que es, de hecho, la expresión más perfecta del alma fáustica ya que trasciende los límites de lo visible para incursionar en el “ilimitado” mundo del sonido.

Desarrollo orgánico

Las Altas Culturas son organismos “vivientes”. Siendo orgánicas por naturaleza, deben pasar por los estadios de nacimiento, desarrollo, plenitud, decadencia y muerte. Esta es la “morfología” de la Historia. Todas las culturas anteriores han pasado por estas diferentes etapas y la Cultura Occidental simplemente no puede ser una excepción. Más aún: hasta es posible detectar en cual de esos estadios orgánicos se ubica actualmente.

El punto más alto de una cultura es su fase de plenitud, que es la “fase cultural” por antonomasia. El comienzo de la declinación y el decaimiento de una cultura está constituido por el punto de transición entre su fase “cultural” y su fase de “civilización” que le sigue de modo inevitable.

La fase de “civilización” se caracteriza por drásticos conflictos sociales, movimientos de masas, continuas guerras y constantes crisis. Todo ello conjuntamente con el crecimiento de grandes “megalópolis”, vale decir: enormes centros urbanos y suburbanos que absorben la vitalidad, el intelecto, la fuerza y el espíritu de la periferia circundante. Los habitantes de estas aglomeraciones urbanas – comprendiendo al grueso de la población – se convierten en una masa desarraigada, desalmada, descreída y materialista, sin más apetitos que el pan y el circo instrumentados para mantenerla medianamente conforme. De esta masa provienen luego los felahs subhumanos, típicos representantes de una cultura moribunda.

Con la fase de la civilización viene el gobierno del dinero y sus herramientas gemelas: la democracia y la prensa. El dinero gobierna al caos y sólo el dinero saca provecho del mismo. Pero los verdaderos portadores de la cultura – las personas cuyo espíritu todavía se identifica con el alma de la cultura – sienten repugnancia ante este poder plutocrático y sus fieles servidores. Consecuentemente, se movilizan para quebrar este poder y tarde o temprano tienen éxito en su empresa pero dentro del marco de una sociedad ya masificada. La dictadura del dinero desaparece pero la fase de la civilización termina dando lugar a la siguiente, que es la del cesarismo, en dónde grandes hombres se hacen de un gran poder, ayudados en esto por el caos emergente del último período de los tiempos plutocráticos. El surgimiento de los césares marca el regreso de la autoridad y del deber, del honor y de la estirpe de “sangre”, y el fin de la democracia.

Con esto llegamos a la fase “imperialista” de la civilización, en la cual los césares con sus bandas de seguidores combaten entre si por el control de la tierra. Las grandes masas o bien no entienden lo que sucede, o bien no les importa. Las megalópolis se deshabitan lentamente y las masas poco a poco “regresan a la tierra” para dedicarse a las mismas tareas agrarias que ocuparon a sus antepasados varios siglos atrás. El frenesí de los acontecimientos pasa por sobre ellos. Y en ese momento, en medio de todo ese caos, surge una “segunda religiosidad”; un anhelo a regresar a los antiguos símbolos de la fe de esa cultura. Las masas, fortificadas de ese modo, adquieren una especie de resignación fatalista y entierran sus esfuerzos en el suelo del cual emergieron sus antepasados. Contra este telón de fondo, la cultura y la civilización creada por ella, se desvanecen.

Ciclos vitales predecibles

El lapso de vida de toda cultura puede establecerse en alrededor de mil años. La cultura clásica existió desde el 900 AC hasta el 100 DC. La árabe (hebrea, semítica y cristiano-islámica) desde 100 AC hasta 900 DC. La occidental desde 1000 DC hasta 2000 DC. No obstante este lapso no es más que un promedio estadístico, en el mismo sentido en que la vida promedio de una persona puede fijarse aproximadamente en 70 años. El caso concreto puede ser que nunca llegue a dicha edad y puede también ser que la sobrepase por unos cuantos años. De hecho, la muerte de una cultura puede prolongarse por algunos siglos y también puede producirse de forma súbita debido a factores externos, como ocurrió con las culturas precolombinas.

Por el otro lado, a pesar de que cada cultura tiene un alma propia y constituye esencialmente una entidad por si misma, el desarrollo del ciclo de vida es paralelo en todas las culturas. Para cada fase del ciclo en una cultura determinada, y para todos los acontecimientos que afectan su curso, existe una contrapartida en la Historia de cada una de las demás culturas. De este modo, Napoleón, que inició la fase de la civilización en la cultura occidental, tiene su contraparte en Alejandro Magno que inició el mismo proceso en la cultura clásica. De allí la “contemporaneidad” de todas las Altas Culturas.

En resumen, lo que Spengler propone es considerar a la Historia de los seres humanos como el registro de los ciclos que marcan el surgimiento y la caída de grandes culturas concebidas como formas vivientes suprahumanas, orgánicas por naturaleza, que deben necesariamente pasar por las etapas naturales de todo organismo: nacimiento, vida y muerte. Aun cuando constituyan entidades separadas, todas presentan un desarrollo paralelo con lo que los acontecimientos y las fases de una de ellas hallan sus correspondientes acontecimientos y fases en las demás. En consecuencia, desde la perspectiva de nuestro siglo es posible comprender la historia cíclica de las culturas anteriores a la nuestra y, de este modo, predecir la decadencia y caída de la Cultura Occidental.

La polémica

No hace falta decir que una teoría como la brevemente esquematizada, sacudió los cimientos del mundo intelectual (y semi-intelectual) de su época. Aún cuando pueden citarse como antecedentes a Giambattista Vico, a Nikolai Danilevsky y hasta a Nietzsche mismo, la tesis resultó ser por demás provocativa – aunque cabe indicar, para ser totalmente justos, que además de lo brillante de su exposición, Spengler contó a su favor con un momento excepcionalmente favorable como lo fue el fin de la Primera Guerra Mundial.

Es cierto que hay obras más fáciles de leer que La Decadencia de Occidente; como que también los hay más complejos. En parte, la razón de su gran éxito al momento de su aparición es, curiosamente, también el punto probablemente más criticado por sus adversarios: su estilo. Burlándose del “academicismo” que exigía afirmaciones prudentes y condicionales – apoyadas a cada paso con prolijas notas al pié y referencias bibliográficas – Spengler sencillamente le dio rienda suelta a sus opiniones y juicios. Muchos pasajes tienen un estilo marcadamente polémico, poco orientado hacia posibles desacuerdos.

Los dos tomos de la obra, haciendo abstracción ahora del estilo y de su metodología no convencional, constituyen en esencia una amplia justificación de las ideas presentadas, tomada de la Historia de las diferentes grandes culturas. Spengler utilizó el método comparativo que, de hecho, resulta ser el adecuado una vez que se admite como cierto que todas las fases de una Alta Cultura se corresponden con las de cualquier otra. Por otra parte, probablemente no hay ser humano en el mundo capaz de retener en su cerebro la totalidad de la Historia de la totalidad de las culturas, por lo que tampoco se le puede echar en cara a Spengler el que haya tratado algo superficialmente a las culturas de Méjico, la India, Egipto, Babilonia y China, concentrándose con mayor detalle en las culturas árabe, clásica y occidental. La parte más valiosa de su trabajo – y esto es algo reconocido hasta por sus críticos – es el paralelo efectuado entre la cultura clásica y la occidental.

Pero, aparte de ello, Spengler contaba con algo que, por lo general, brilla por su ausencia en las obras de los historiadores profesionales: un vasto y profundo conocimiento de las artes en general. Esto le permitió enfatizar su importancia en la interpretación del simbolismo y del sentido intrínseco de cada cultura. Además, incluso en el árido terreno de las matemáticas nos ofrece un pensamiento inquietante. Cuando analiza el significado de los números nos muestra que la matemática – casi unánimemente aceptada por el mundo académico como el “conocimiento universal” por excelencia – tiene significados diferentes en distintas culturas. Por más que parezca una paradoja, los números significan algo distinto según las personas que los utilizan.

La era de los Césares

Pero, por supuesto, el colocar al Occidente actual dentro del esquema histórico cíclico, fue lo que levantó la mayor cantidad de polémicas. Tal como lo indica el mismo título del libro, Spengler consideró que Occidente estaba condenado a tener el mismo destino esencial que habían tenido todas las culturas anteriores; es decir: decaer y, finalmente, perecer. Según su visión, Occidente se hallaba en la mitad de su fase de “civilización” la que, en términos genéricos, había comenzado con Napoleón. El advenimiento de los Césares (de quienes Napoleón habría sido nada más que un anticipo) se encontraba quizás sólo a un par de décadas. Con todo – y contrariamente a lo que suelen afirmar quienes únicamente lo han leído a medias y quienes jamás lograron entenderlo – Spengler no predicó ningún fatalismo ni predicó tampoco una ciega resignación ante el destino. En un ensayo publicado en 1922 insistió en que los hombres de Occidente tenían que seguir siendo hombres y hacer todo lo que estuviese a su alcance para aprovechar las enormes posibilidades que todavía tenían disponibles. Por sobre todo, debían aceptar un imperativo absoluto: destruir el dinero y la democracia, especialmente en el terreno de la política que es, por antonomasia, el territorio de las empresas de gran envergadura.

El “socialismo prusiano”

Después de la publicación del primer tomo de La Decadencia de Occidente, el pensamiento de Spengler se volcó cada vez más hacia la política cotidiana de Alemania. Después de haber sido testigo de la revolución comunista en Baviera y de la breve república soviética resultante, escribió un breve libro titulado “Prusianismo y Socialismo”. Su tesis principal fue que existía una trágica confusión en los términos. Proponía que conservadores y socialistas, en lugar de masacrarse mutuamente, marcharan juntos bajo la bandera del socialismo. En su opinión, el socialismo no era lo que Marx con su materialismo dialéctico había hecho de él sino esencialmente algo igual al espíritu prusiano: un socialismo de la comunidad alemana basado en su típico concepto ético del trabajo, la disciplina y la jerarquía orgánica como elementos opuestos al “dinero”. A este socialismo “prusiano” lo contrastó fuertemente contra la ética capitalista inglesa por un lado y contra el marxismo por el otro, deduciendo que este último se limitaba a proponer un “capitalismo para el proletariado”.

Su idea de corporaciones que no fuesen propiedad del Estado pero en las cuales éste tuviese un poder de dirección y control, sin llegar a asumir la responsabilidad directa por los distintos segmentos privados de la economía, se emparenta bastante con la posterior visión expuesta por Werner Sombart en su obra “Socialismo Alemán” (Deutscher Sozialismus – 1934).

Sin embargo, ni el “socialismo prusiano” de Spengler encontró un eco favorable en el mundo de su época, ni tampoco Spengler mismo halló la forma de establecer relaciones firmes con los políticos de su tiempo. En 1924 intentó apoyar al general Hans von Seekt pero el proyecto no prosperó. Volvió a sus estudios y trabajos publicando “Hombre y Técnica” en 1931. En él, advierte que el desarrollo de tecnologías avanzadas es algo propio y característico de Occidente y que los europeos no deberían entregarlas en forma indiscriminada a la periferia extra-europea. Previene que, de hacerlo, el hombre europeo algún día se verá amenazado y atacado por las razas de color que destruirán a Occidente utilizando justamente la tecnología occidental.

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