Matt Koehl

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Matt Koehl, con la Esvástica de fondo.

Matt Koehl (22 de enero de 1935, Milwaukee, Wisconsin, Estados Unidos - fallecido en 9 de octubre de 2014) fue un periodista estadounidense, líder del American Nazi Party en los años 60s. Sucedió a George Lincoln Rockwell, asesinado el 25 de agosto de 1967. Su ideología estuvo fuertemente influenciada por la filósofa Savitri Devi. Creía que Hitler había sido enviado por la providencia para salvar a la raza blanca de su extinción.

Breve biografía de Matt Koehl

Al acabar el bachillerato estudia en la Universidad de Milwaukee que deja en seguida para consagrarse en todo su tiempo al movimiento nacionalsocialista.

Se interesa vivamente ya en el colegio, y en 1960 se adhiere, al "American Nationalsocialist Party" nuevamente creado por George Lincoln Rockwell.

En 1961 Koehl es nombrado jefe de la nueva sección de Chicago, que llegará, bajo su impulso, a ser una de las principales.

Después del asesinato de Rockwell, el 25 de agosto de 1967, se hace cargo de la jefatura del Partido y de la WVNS (Unión Mundial de nacionalsocialistas).

Ante los restos mortales de su ex Comandante, Camarada George Lincoln Rockwell, Koehl dijo:

Camaradas Nacionalsocialistas, Camaradas Americanos Blancos ! Hoy es nuestro deber sepultar los restos mortales de nuestro querido Comandante George Lincoln Rockwell, muerto por la bala de un cobarde asesino. Para los que trabajamos con él a diario, para los Camaradas de toda América, para los esforzados Nacionalsocialistas de todo el mundo, la paralizante pérdida impuesta con su muerte será sentida en toda su intensidad, en los años de lucha que nos aguardan.
Su inspiración, su voluntad, la profundidad de su sabiduría y el heroísmo de su espíritu, son los días que nos dieron la motivación y el derrotero que tan arduamente necesitábamos para mantenernos en la lucha durante muchos días aciagos de los últimos años. La insensibilizante rapidez de su desaparición, el narcotizante torrente de los sucesos de los últimos días, nos han imposibilitado de apreciar la magnitud de nuestra pérdida. Pero aun más cruel para soportar ha sido quizás, el vergonzoso tratamiento que le dispensó el gobierno de una Nación a la que sirvió tan fielmente durante los años de su vida.
George Lincoln Rockwell dio su vida a la lucha contra el bolcheviquismo, en un tiempo en que millares de americanos caen víctimas del mismo. Aun así, el gobierno americano ha negado su pedido de descansar en el lugar de su elección. George L. Rockwell sirvio a su país durante más de veinte años y a través de dos guerras, arriesgando su vida una y otra vez en defensa de la Tierra y del Pueblo que él tanto amo. Él no era un soldado de escritorio, pero eligió de su propia voluntad la carrera de las armas, exigiéndose el más alto grado de coraje y arte. Su aplicación al deber, su arrojo y su eficiencia, lo condujeron desde simple marino a Comandante, le dio el mando de tres grupos de interceptores y le fueron otorgadas nueve condecoraciones. Pero el gobierno no le consideró apto para ser enterrado entre sus Camaradas de armas.

Soldado

George Lincoln Rockwell ha sacrificado y peleado más rudamente por las cosas que consideró justas: su Tierra, su Pueblo y sobre todo su Raza, que cualquier otro hombre en su vida. El vio su deber y lo cumplió aun cuando el cumplimiento de ese deber lo puso en oposición con casi todos lo que le rodeaban. El vio más allá que otros hombres y peleo más duramente. Hizo suya esta frase del gran Líder cuya filosofía moldeo su pensamiento: "Aquellos que quieren vivir, deberán pelear. Aquellos que no quieren pelear en este mundo de eternas luchas, no merecen vivir." (Adolf Hitler)
Él luchó y murió, pero George L. Rockwell no está verdaderamente muerto, porque construyó un movimiento, diseminó una idea y este movimiento no fue destruido, ni la idea silenciada por la bala que lo derribó. Y mientras el movimiento sobreviva y la idea continue llenando corazones y mentes de hombres, el espíritu de Rockwell vivirá.

Rendirle honores

Las cenizas del mártir yacen frente a nosotros y no podemos evitar un sentimiento de tragedia, pero no estamos aquí para llorarlo, sino para rendirle honores y para empecinarnos más en la gran causa a la que él sirvió. En el futuro, deberemos redoblar esfuerzos para que él no haya muerto en vano, deberemos inspirarnos en este gran sacrificio y en nuestra lucha hasta la Victoria de nuestro Pueblo y de nuestra Gran Raza Blanca, sobre las enfermedades que los afligen y los enemigos que los oprimen. En este momento debemos recordar ese antiguo dicho que el Comandante recogió para nosotros: "Las piedras y argamaza de nuestro Movimiento son la fuerza y la sangre de sus mártires." Este es el aspecto de la muerte que él quería que recordáramos, olvidar nuestro dolor y encendernos de orgullo al saber que seguiremos a tan Gran Líder, porque fue él quien levantó nuevamente la antorcha que se cayó a tierra veinte años atrás. Adolf Hitler fundo nuestro Movimiento y por siempre ocupara una posición única en los anales de nuestra Raza, pero de no ser por Rockwell, la hercúlea tarea de Adolf Hitler hubiera sido en vano. Fue Rockwell quien nuevamente nos encaminó en la ruta ascendente en momento de crisis. Fue ese un ejemplo que nos obliga a cumplir con nuestro deber y no limitarnos a hacer lo más fácil. Fue su mano la que nos arrancó de la derrota y nos condujo a lo más alto y su voz nos recordó una y otra vez que debíamos continuar la lucha por el futuro de la Raza.
En el momento de sepultar los restos de George L. Rockwell es apropiado leer una vez más ese párrafo del libro del Líder que él tanto amo. Leeré el capítulo 12 de la copia personal del Comandante Rockwell del libro Mein Kampf: "Cuando el corazón humano se rompe y el alma desespera, los grandes batalladores de conflictos, vergüenza y miseria de la libertad intelectual las contemplan desde la noche del pasado y sostienen con sus manos los corazones cansados de los mortales. Infeliz el Pueblo que se averguenza de aferrarse a ellos."
Heil Hitler ! Viva Rockwell !

"Aquellos que quieren vivir, deberan pelear. Aquellos que no quieren pelear en este mundo de eternas luchas, no merecen vivir." Adolf Hitler

Artículo de opinión

La Naturaleza Revolucionaria del Nacional-Socialismo, por Matt Koehl


Nota de New Order: Este ensayo del Comandante de New Order Matt Koehl apareció primeramente en la edición del verano de 1980 de The National Socialist, un periódico anterior de la World Union of National Socialists. Escrito antes del colapso de la Unión Soviética, fue reimpreso en marzo de 1981 en forma de folleto. Una traducción alemana fue publicada en 1986 bajo el título de Die revolutionäre Charakter des Nationalsozialismus. En 1999 fue prohibido por el régimen alemán de entonces y colocado en su oficial Índice de Publicaciones Prohibidas como "peligroso para la gente joven", por causa de su anti-sionismo militante y porque "parece glorificar al Nacionalsocialismo en un grado sumo".


El verdadero significado del Nacionalsocialismo como una idea revolucionaria y como un fenómeno histórico de importancia fundamental, ha sido demasiado a menudo pasado por alto u olvidado por sus adherentes. En ocasiones, su perspectiva y objetivos han sido confundidos con los de la Derecha reaccionaria, mientras que otras veces ellos han sido confundidos con los de la Izquierda marxista.

Para disipar tales erróneas interpretaciones, es útil no sólo reexaminar el papel del Nacionalsocialismo contra un telón de fondo de condiciones históricas, sino también reevaluar sus valores subyacentes únicos. Sólo cuando las implicaciones de aquel rol y de aquellos valores son más claramente entendidas y apreciadas, puede cada adherente individual conseguir aquel nivel de compromiso necesario para permitir al movimiento nacionalsocialista cumplir su misión histórica.

Cuando Oswald Spengler habló de la "decadencia de Occidente", él estaba describiendo un impresionante proceso histórico que hoy ha alcanzado sus etapas finales. Y aún a estas alturas son muy pocos los que poseen la fortaleza moral e intelectual para reconocer el grado pleno de aquella decadencia. Lo que estamos enfrentando no es simplemente una estructura política que se ha hecho decadente y corrupta. Cada faceta de la civilización como la conocemos hoy —un sistema cultural entero— ha degenerado. La decadencia ha infectado cada institución de la sociedad: social, económica, religiosa, moral y cultural, así como la institución política.

Ni desde los declinantes días de Roma la Tierra ha sido testigo de un fenómeno similar. Aquí encontramos al hombre de negocios, cuyo dios es la Ganancia; al político, que se prostituye él mismo en burdeles parlamentarios; al predicador, que sermonea a su rebaño para que adore a los judíos, mientras proclama los males del racismo; al profesor, que aboga por el feminismo y la homosexualidad como un estilo de vida "alternativo"; al oficial militar, que está más preocupado por sus promociones y beneficios de retiro que de su honor como soldado, así como al ciudadano corriente que, saciado por la cerveza y la televisión, acepta todo esto con apenas un atisbo de protesta. Todos éstos son síntomas de una enfermedad, un cáncer, una enfermedad terminal, que ha condenado a la civilización existente a la muerte.

La condición es terminal. De acuerdo a la gran ley cíclica que gobierna la progresión de las culturas, la civilización occidental, como una entidad orgánica, se ha acabado. Ninguna recuperación es posible. No hay ninguna esperanza de salvarla, ni debería uno intentar hacer aquello. Lo que se ha hecho decadente no debería ser conservado artificialmente; debería ser eliminado.

La moderna civilización occidental constituye una parodia grotesca de la verdadera cultura. Representa un Viejo Orden, cuyos valores son falsos, ajenos, antinaturales, anti-vida y anti-raza. Lo que estamos presenciando ahora es la fase final de un deterioro orgánico, que seguirá su curso, culminando en la muerte y el caos. Nada puede detener este proceso.

Enfrentados con esta sombría perspectiva, ¿cómo responde uno?. ¿Cómo habría que afrontar la muerte inminente de una civilización, de una cultura entera de la cual uno ha sido parte integrante?; ¿cómo puede uno hacer frente al trauma de aquella experiencia?. ¿Recurre uno a la auto-indulgencia y al exceso hedonista, o al nihilismo autodestructivo?; ¿renuncia uno a su racionalidad y abraza las promesas ultramundanas de cualquier chamán o culto religioso?, ¿o uno simplemente ignora la realidad completamente e insiste nostálgicamente en la restauración de lo que que está irreparablemente perdido?.

Pero debemos plantear una cuestión primordial: La muerte de una cultura, ¿significa el final de todo?; ¿significa aquello que ya no hay un objetivo para la existencia?.

Para los nacionalsocialistas, sólo puede haber un curso: la acción basada sobre una percepción clara de la realidad, una acción valiente, resuelta, para traer el orden una vez más a partir del caos.

Y aquí, la primera consideración importante es que la cosmovisión nacionalsocialista nunca ha considerado la cultura como determinante. Más bien, sostiene la primacía de la Raza, y reconoce en el principio racial el potencial para toda cultura superior. El corolario inmediato de esta perspectiva, por supuesto, es que la muerte de una civilización no es del mismo orden que la muerte de una raza.

En su libro, Adolf Hitler una vez declaró:

«Cada derrota puede convertirse en el padre de una posterior victoria; cada guerra perdida, en la causa de un posterior resurgimiento; cada dificultad, en la fertilización de la energía humana, y de cada opresión pueden surgir las fuerzas para un nuevo renacimiento espiritual —mientras la sangre sea mantenida pura».

Lo que se aplica a las tragedias menores es del mayor significado en este caso. Aquí, la cuestión de la preservación de un núcleo racial asume una importancia suprema. ¿Quién sobrevivirá al próximo colapso?. ¿Qué surgirá en lugar de la cultura occidental? Éstas son preguntas fundamentales. Ellas no están planteadas de manera ligera.

Una desconexión de nuestra raza de la decadencia general de la civilización occidental está llena de peligros. Durante más de un milenio, el destino del hombre ario ha estado unido inseparablemente a la historia de Occidente. Si él puede sobrevivir al choque de la desconexión cultural, es dudoso. Sin embargo, debe ser intentada la gran tarea, ya que no hay ningún otro camino.

A menos que nuestra raza —o al menos un segmento viable de ella— pueda lograr, mediante un esfuerzo consciente, separarse de la masa cultural que se desintegra, será irremediablemente sumergida; porque sólo en la creación de un Nuevo Orden, con sus propios distintivos valores e ideas, y surgiendo desafiante de las ruinas del Viejo Orden, puede haber algún futuro digno de ese nombre para el hombre ario.

Lo que es crucial no es si sobrevive una civilización decadente, sino más bien una raza capaz de cultura. Porque lo que está en juego no es la vida de una cultura o de una civilización como tal, sino la vida eterna de una raza capaz de la más alta cultura. Ésa es la verdadera cuestión de nuestro tiempo.

Mientras exista el hombre ario, él llevará dentro suyo la chispa prometeica, y dicha catastrófica tragedia sólo puede servir para reavivar una brillante nueva llama de expresión creativa. Y tal como la cultura occidental adaptó libremente elementos del período clásico precedente en su tejido histórico, así ocurrirá con la cultura post-occidental del Nuevo Orden, cuando se apropie, como de un legado eterno, de aquellas características de Occidente que han permanecido dignas e impolutas.

Una adecuada apreciación del Nacionalsocialismo como un fenómeno revolucionario presupone una definición exacta de términos, así como de una comprensión de su papel dentro de un contexto histórico más grande. Considerar la revolución como sinónimo de nihilismo o bolchevismo es pueril. La verdadera revolución es difícilmente lo mismo que el nihilismo, el cual no implica nada más que destrucción por el gusto de la destrucción, sin un conjunto acompañante de valores. No es bolchevismo; en una época de degeneración, defender la decencia se convierte en un acto revolucionario. Es más que retórica; cualquier estafador u oportunista puede pronunciar palabras. Es más que la acción violenta, aunque tal proceso pueda ayudar al proceso revolucionario. Es más que un mero cambio de régimen político por medios inconstitucionales. Todo eso es superficial.

Por el término "revolucionario" entendemos un compromiso con un cambio radical que implica la introducción de un conjunto fundamentalmente diferente de valores.

Durante el curso de la historia occidental, han ocurrido diversos acontecimientos notables que han sido descritos como revoluciones. Inglaterra experimentó un violento cambio de regímenes en 1649, cuando Cromwell y sus "Cabezas Redondas" tuvieron éxito en derrocar a Carlos I y en establecer un Estado Puritano, del cual la herencia primordial ha sido una tradición de hipocresía moralista en los asuntos políticos anglosajones.

La siguiente gran agitación europea ocurrió en Francia en 1789 bajo la bandera jacobina de "Liberté, Égalité, Fraternité", un acontecimiento que señaló el triunfo de la muchedumbre y de la mediocridad.

Desde muchos puntos de vista similar a la llamada Revolución francesa fue el estallido bolchevique en Rusia en 1917, la culminación monstruosa de un proceso de nivelación ya manifestado en las dos insurrecciones anteriores.

Aparte de un patrón común de regicidio y salvajismo general, todas estas "revoluciones" europeas fueron similares unas a otras en cuanto a que surgieron del mismo subsuelo espiritual y compartían los mismos valores materiales ya presentes en algún grado en la involución occidental en curso: preocupación por los números, las masas y la riqueza material, la comodidad de las criaturas, la felicidad, la libertad sin normas, los privilegios y los derechos, ¡todo ello un consentimiento del egoísmo humano! Uno podría decir, en efecto, que cada revolución exitosa fue sólo una manifestación más pronunciada de un progresivo deterioro.

La Revolución estadounidense de 1776, asumiendo algunas de las características de una rebelión nacional genuina, se vio lamentablemente infectada por el racionalismo materialista del siglo XVIII. Después de que la Guerra Civil hubo destruído cualquier posibilidad existente para que Estados Unidos desarrollara un verdadero carácter de nación, lo que quedó fueron solamente las semillas del igualitarismo más venenoso y del bolchevismo espiritual, la flor plena de lo que estamos presenciando hoy. El Sueño Estadounidense de "vida, libertad y búsqueda de la felicidad", sea lo que haya significado originalmente, se ha convertido en un pretexto barato para el más vulgar engrandecimiento y egoísmo, en cuanto lo que es conocido como el "norteamericanismo" ha llegado a ser un símbolo universal para la decadencia más espantosa y la carencia de cultura.

En contraste con las "revoluciones" anteriores, la Revolución alemana de 1933 representa un fenómeno totalmente nuevo. No sólo fue prácticamente sin derramamiento de sangre, sino que, más importante aún, significó una poderosa transformación espiritual. Surgida de una tradición teutónico-prusiana distintiva de deber, servicio y disciplina, e inspirada por el singular liderazgo de Adolf Hitler, reflejó la madurez política del pueblo alemán como la primera nación aria en elevarse conscientemente contra la decadencia de Occidente. Ella puso en juego un completo nuevo sistema de valores fundamentalmente opuesto al del Viejo Orden.

Quizá no deja de ser significativo que hayan sido precisamente aquellas otras naciones, cuya experiencia histórica implicó un compromiso con la decadencia humana, las que se encontraron en oposición mortal a la Alemania Nacionalsocialista durante la Segunda Guerra Mundial. Y aunque esta creación única fuera trágicamente efímera en sentido estricto, en un sentido más amplio debe ser vista no sólo como el primer verdadero surgimiento del hombre ario como una entidad racial consciente, sino también como la primera revolución verdadera en dos mil años. Mientras que todas las insurrecciones anteriores fueron parte, en mayor o menor grado, de un proceso de disolución bajo un sistema existente, la revolución nacionalsocialista en Alemania representó una rebelión radical contra aquel sistema mismo, dando origen a la introducción de un conjunto completamente nuevo de valores.

Lo que es notable acerca del sistema de valores nacionalsocialista es que, en contraste con el anti-naturalismo del Viejo Orden, procuró conscientemente aplicar las leyes inmutables de la Naturaleza a los asuntos humanos. Procedente de un abierto reconocimiento del principio de desigualdad universal, postuló los valores de la Sangre y la Raza como la piedra angular de su ideología y de toda su aplicación. Para el nacionalsocialismo, el concepto de igualdad nunca podría ser un fin en sí mismo, sino siempre simplemente un medio de permitir el mejoramiento del genio humano. Contra la maligna enfermedad de nuestro tiempo, significó la salud. Contra la decadencia, propuso la regeneración. Contra la debilidad, la fuerza. Contra la falsedad, la verdad. Contra la muerte, la vida.

Es en este sentido que la Revolución alemana debe ser entendida como la única verdadera revolución de los dos milenios pasados, un acontecimiento singular de importancia trascendental para el hombre ario. Y entonces es hacia esta poderosa fuente de inspiración que nosotros los nacionalsocialistas nos volvemos ahora, y es mediante sus valores que procedemos a reivindicar nuestro derecho como verdaderos revolucionarios de esta época.

Desde que la propaganda marxista inventó la noción de que el Nacionalsocialismo (como alguna forma indefinida de "fascismo") no representa sino el "último y agonizante jadeo del sistema capitalista", ha existido una cierta cantidad de confusión acerca de nuestro credo y su apropiada posición entre las ideologías del mundo. Este absurdo evidente no sólo ha sido generalmente aceptado por la Izquierda política, sino que también ha sido creído por algunos elementos marginales de la Derecha.

La verdad es que el Nacionalsocialismo no es ni capitalista ni comunista. No es ni de Derecha ni de Izquierda. No es parte de la interacción de fuerzas bajo el orden existente. La percepción nacionalsocialista de la realidad política y social rechaza como carente de sentido una tal dicotomía, a la que ve simplemente como una consecuencia artificial de las contradicciones de clase que han surgido de la Revolución Industrial durante los pasados dos siglos. No es de ninguna importancia para las exigencias raciales modernas.

A pesar de sus diferencias superficiales, el capitalismo y el comunismo —Derecha e Izquierda— no representan nada más que los dos aspectos seculares del Viejo Orden. Ellos son genéricamente similares, con una cosmovisión común basada en el materialismo económico, según el cual ambos ven el mundo en términos de dinero y masas. Como bandas rivales, su pelea no es acerca de valores básicos sino acerca de la aplicación de aquellos valores, a saber, la distribución de la riqueza y las consideraciones políticas concomitantes. Que la vida en esta Tierra pudiera involucrar un propósito es un concepto extraño a ambos.

En contraste con las ideologías materialistas del Viejo Orden, la nacionalsocialista postula una filosofía de idealismo racial, implicando el sacrificio individual y el servicio en beneficio del todo orgánico, al que ve no sólo como la premisa para toda verdadera cultura, sino también como la base para una existencia significativa para el individuo también.

Adolf Hitler describió la actitud idealista de esta manera:

«Pero, puesto que el idealismo verdadero es solamente la subordinación de los intereses y la vida del individuo a la comunidad, y esto a su vez es la condición previa para la creación de formas organizativas de toda clase, corresponde en sus profundidades más íntimas a la voluntad última de la Naturaleza. Únicamente esto conduce a los hombres a un reconocimiento voluntario del privilegio del dinamismo y la fuerza, y así los convierte en partículas de aquel orden que forma y conforma el universo entero».

Explicando el significado de tal idealismo, él continúa:

«Cuán necesario es seguir comprendiendo que el idealismo no representa una expresión superflua de la emoción, sino que en verdad ha sido, es, y será siempre la premisa para lo que designamos como la cultura humana, sí, ¡que sólo ella creó el concepto de "hombre"! Es a esta actitud interior que el ario debe su posición en el mundo, y a ella el mundo debe el hombre; porque sólo ella formó del espíritu puro la fuerza creativa que, mediante un singular emparejamiento del puño brutal y el genio intelectual, creó los monumentos de la cultura humana».

A la luz de este contraste materialista/idealista, se hace evidente que el verdadero alineamiento de sistemas no es entre el Nacionalsocialismo y una Derecha reaccionaria, por una parte, y una supuesta Izquierda revolucionaria, por otra, sino más bien entre la Derecha y la Izquierda del Viejo Orden contra un naciente Nuevo Orden, políticamente representado por el Nacionalsocialismo.

La dicotomía básica de sistemas de valores fue dramáticamente demostrada durante la Segunda Guerra Mundial, cuando las fuerzas supuestamente contradictorias del capitalismo de la finanza internacional y del comunismo internacional se unieron en una lucha incondicional contra la única fuerza que fue percibida como una amenaza mortal por ambos. Cuando las legiones nacionalsocialistas estaban sitiando la ciudadela del marxismo, el mundo fue el testigo de todos los tiempos del espectáculo de los comunistas aceptando ávidamente a sus contrapartes capitalistas en una cruzada desesperada para derrotar a un enemigo común y preservar el Viejo Orden.

Habiendo examinado la condición histórica de Occidente y considerado una resolución de la crisis planteada por la decadencia por medio de una revolución basada en los valores radicales del Nacionalsocialismo, examinemos ahora la relación del nacionalsocialista individual con este proceso histórico, con aquellas responsabilidades morales asociadas con su participación práctica, así como con ciertas realidades objetivas, cuyas implicaciones deben gobernar su actitud interna y sus lealtades personales.

La primera obligación de un revolucionario es establecer su posición sobre un fundamento sólido de integridad filosófica y moral. Esto significa, sobre todo, que él debe estar dispuesto a aceptar y sostener la verdad —la verdad radical, la verdad impopular, la verdad difícil—, de acuerdo al adagio eterno de Adolf Hitler: "El requisito previo para la acción es la voluntad y el coraje para ser verídico".

Para el activista político, es siempre más fácil conformarse a las preferencias y prejuicios públicos corrientes que asumir una posición impopular. El Führer reconoció esta tendencia cuando él advirtió al movimiento nacionalsocialista como sigue:

«Nosotros los nacionalsocialistas sabemos que con esta concepción quedamos como revolucionarios en el mundo de hoy, y también somos etiquetados como tales. Pero nuestros pensamientos y acciones no deben estar de ninguna manera determinados por la aprobación o desaprobación de nuestra época, sino por la vinculante obligación a una verdad que hemos reconocido».

Un verdadero revolucionario nunca puede comprometer sus objetivos últimos. De otro modo, él deja de ser un revolucionario y se convierte en cambio sólo en otro oportunista político. Con estas palabras queda expresada claramente la actitud intransigente de Adolf Hitler hacia tal oportunismo, tal como en el siguiente pasaje de su obra:

«Un movimiento que quiera renovar el mundo debe servir no al momento sino al futuro».

Una vez que su premisa moral es firmemente establecida, la siguiente obligación de un revolucionario es conseguir segregarse interiormente de la decadencia del orden actual, y reexaminar sus lealtades básicas con respecto a las diversas instituciones de la sociedad así como a la estructura estatal como tal, porque no puede haber tal cosa como la lealtad nacionalsocialista a alguna formación estatal que procure debilitar o destruír la integridad racial de un pueblo. Tales monstruosidades existen sólo para ser derrocadas.

«Si, por medio del instrumento del poder gubernamental, un pueblo está siendo conducido hacia su destrucción, entonces la rebelión no es sólo el derecho de cada miembro de tal pueblo, sino que es su deber».

Así hablaba Adolf Hitler acerca de la legitimidad de la autoridad estatal, señalando que:

«El Estado es un medio para conseguir un fin. Su fin consiste en la preservación y el progreso de una comunidad de criaturas física y espiritualmente homogéneas».

Quizás en ninguna parte la desintegración general de la civilización occidental es más evidente que en Norteamérica, donde se presenta el problema especial del carácter no formado de la nación. Mientras que en Europa las configuraciones estatales respectivas han tendido en su mayor parte —al menos hasta muy recientemente— a conformarse a tipos étnicos distintos, en Estados Unidos no existe ningún verdadero Volk. Aquí, la supuesta nacionalidad no representa nada más que una etiqueta conveniente para todos aquellos que resultan compartir el destino común de vivir en el mismo pedazo de territorio de Igualdad de Oportunidades, difícilmente una base apropiada para una genuina nación. Quizá como resultado, uno encuentra la peculiar propensión estadounidense a considerar como equivalentes al país y al gobierno, en una patética parodia del verdadero patriotismo.

Cualquier cosa que Estados Unidos pudiera haber sido en algún tiempo, hoy no representa nada más que una mezcolanza sin raíces y multirracial sin ningún verdadero carácter o propósito común. Como tal, sólo puede ser mantenido unido a largo plazo por la prevalencia de la prosperidad universal y/o por la fuerza. En ausencia de estos dos factores, la estructura entera sólo puede hacerse muy tenue, ya que diversas fuerzas centrífugas —sociales, regionales, étnicas, pero especialmente raciales— están puestas en movimiento, algo que debe ocurrir inevitablemente bajo la tensión de las condiciones modernas.

Bajo tales circunstancias, no sólo es absurdo sino se hace completamente desastroso para los nacionalsocialistas identificarse con las tradicionales apelaciones al patriotismo. "Es mi país, bien o mal". Pero ¿y si uno ya no tiene más un país?. ¿Se puede decir honestamente que el ario de Norteamérica posee una tierra sobre la cual él ejerce un control y una jurisdicción soberanos?. ¿O no sería más exacto decir que el hombre Blanco estadounidense vive en una colonia, cuyo centro administrativo está en Washington pero cuya verdadera capital es Jerusalén?.

Y cuando se permite que millones de hombres no-Blancos se derramen —legal o ilegalmente— en Estados Unidos, donde ellos pueden convertirse al instante e igualar a los miembros de una gran y enorme Konsumgesellschaft [sociedad de consumo], entonces ya no es posible considerar sus fronteras como algo sagrado, o el estatus de ser un estadounidense como poseedor de alguna cualidad especial digna de ser mencionada. De esta manera, todo lo que se habla acerca de tener una Constitución, un Gobierno o una sociedad libre se vuelve extremadamente absurdo y obsceno, porque entonces esos no son nada más que meros slogans para nuestra esclavización y extinción. Entonces, el régimen existente debe ser visto no como algo a lo cual se le debe lealtad y fidelidad, sino como un instrumento de tiranía y opresión —un enemigo— a ser completa y totalmente destruído. Entonces, el "orden público" debe ser visto como la peor catástrofe posible para nuestra raza, y la acción centrífuga de las contradicciones internas como la mayor bendición para la disolución de los vínculos de una unión antinatural e impía. Para los nacionalsocialistas, intentar una necesaria lucha de liberación con cualquier otra actitud sería equivalente a perder de antemano toda posibilidad de éxito.

Fue precisamente esta actitud de línea dura y revolucionaria la que tomó Adolf Hitler, cuando él rechazó jurar fidelidad al viejo y moribundo Estado de los Habsburgo, cuya desaparición él previó claramente, debido a su carencia de cohesión étnica. El notable paralelo entre aquella obsoleta estructura antes de su colapso y la condición del actual Estado multirracial en Norteamérica es algo en lo que debe reflexionar todo nacionalsocialista. Sobre todo, uno haría bien en recordar la advertencia del Mein Kampf: "Los nacionalsocialistas no deben nunca, bajo ninguna circunstancia, participar en el habitual patriotismo vocinglero de nuestro actual mundo burgués".

Es típico de los reaccionarios burgueses preferir luchar contra objetivos a una distancia segura desde sus fronteras antes que embarcarse en la empresa más difícil y arriesgada de derrocar a un enemigo que está más cercano a casa. No es casualidad que los conservadores estadounidenses, por ejemplo, hayan estado siempre en la vanguardia de aquéllos, incitando aventuras militares en el extranjero —desde Pearl Harbor y Suez a Vietnam e Irán— mientras han permanecido todo el tiempo notoriamente indiferentes acerca del control sionista de Estados Unidos mismo.

Uno sólo puede sonreír ante el espectáculo hipotético de un V. I. Lenin comportándose en una similar manera reaccionaria y burguesa. Suponga, por ejemplo, que después del inicio de las hostilidades en 1914, él hubiera anunciado que aunque tenía realmente ciertas diferencias con el Zar, él sin embargo reconocía que su deber patriótico lo obligaba a defender a la Madre Rusia en su momento de crisis, mientras al mismo tiempo suspendía la oposición a "su" gobierno en tanto durara el conflicto.

Cualquier persona racional, comunista o no-comunista, tendría que considerar tal comportamiento como estúpido e ingenuo en extremo, si no completamente demente. En cualquier caso, así nunca Lenin hubiera conseguido el éxito político, ni su causa hubiera representado hoy la amenaza mundial que es. Pero hay camaradas que no logran entender los verdaderos motivos del éxito marxista y que tienen que resolver todavía la cuestión de la lealtad estatal tan inequívocamente como lo hizo William Joyce en 1939 cuando, como nacionalsocialista, él tomó la decisión consciente de dejar una Inglaterra dominada por los judíos, a fin de luchar en defensa de la revolución aria en Alemania, porque él reconoció que la ciudadanía de sangre era más importante que la mera ciudadanía estatal.

Hoy hay dos fuerzas ideológicas igualmente peligrosas desenfrenadas en el mundo. Una está representada por la doctrina de nivelación del marxismo-leninismo, o comunismo. La otra es el sionismo internacional, la insidiosa doctrina de la supremacía judía sobre todos los no-judíos. Mientras que en el Este el comunismo es la realidad dominante, en Occidente es el sionismo —alineado con el capital monopólico y políticamente representado por el liberalismo/conservadurismo—, que ejerce el control efectivo y el predominio. Por consiguiente, la desestabilización y demolición de la estructura de poder sionista debe ser la preocupación primaria de los nacionalsocialistas en los países occidentales. Sólo después de que aquella abominación haya sido eliminada puede el Movimiento comenzar a poner su atención efectivamente en otras tareas.

Como nacionalsocialistas y revolucionarios, nuestra primera tarea, por lo tanto, es desafiar el statu quo inmediato. Si somos incapaces o reacios a reconocer al enemigo que está en medio nuestro como el primer enemigo a ser combatido y derrotado, entonces no somos revolucionarios o verdaderos nacionalsocialistas, y nunca seremos capaces de derrotar a ningún otro enemigo.

Bajo ninguna circunstancia deben los nacionalsocialistas permitir que ellos sean colocados en una posición de defender el Sistema existente o de ayudar a resolver cualquiera de sus dilemas, ya sea en el campo de la política exterior o en el frente interno. Cualquiera de tales actos va en contra del proceso revolucionario y sólo puede servir para perpetuar la actual condición. En vez de eso, debemos estar listos para dar la bienvenida a cada situación, cada acontecimiento y cada acción que tienda a desestabilizar y disolver el orden existente.

A estas alturas, nada puede ser restaurado. Por lo tanto, nuestra tarea no consiste en volver a algo ni en traer de regreso otra época. No consiste en revivir una civilización decadente y agonizante, o en la preservación de un sistema corrupto, o en cambiarlo o modificarlo. Todo eso es irrelevante ahora.

Nuestra tarea histórica como nacionalsocialistas es, muy simplemente, comenzar todo de nuevo —tabula rasa— con una nueva visión, con una nueva perspectiva y una nueva voluntad, para crear sobre esta Tierra un nuevo orden y una nueva cultura, como un maravilloso nuevo testimonio del inmortal genio ario. Ésa es nuestra misión, y nada más.–

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