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Baltasar Gracián
Baltasar Gracián y Morales fue un filosofo, escritor y religioso español, nacido en Belmonte (una aldea perteneciente a la comarca de la población zaragozana de Calatayud, actualmente conocida como Belmonte de Gracián) a comienzos de enero de 1601 (tal vez ese mismo día 8 en que está fechada su partida de bautismo), y fallecido en Tarazona (Zaragoza) el 6 de diciembre de 1658. Poseedor de una amplísima formación humanística, una excepcional capacidad para el análisis y la reflexión, y un asombroso virtuosismo en el manejo del lenguaje literario y sus más variados procedimientos retóricos, dejó impreso un deslumbrante legado artístico e intelectual que, en el plano formal, le convierte en uno de los mejores exponentes de ese conceptismo barroco que alcanzó su máximo esplendor en las letras hispánicas durante la primera mitad del siglo XVII, mientras que, por el alcance de sus contenidos, le sitúa a la cabeza del pensamiento filosófico español de la época Moderna. Gracián influyó en La Rochefoucauld y más tarde en Arthur Schopenhauer y Friedrich Nietzsche.
Sumario
Vida
Nacido en el seno de una familia que hoy quedaría encuadrada en la clase media (era hijo de Ángela Morales y del licenciado en Medicina Francisco Gracián, que ocupaba un puesto acomodado dentro la Administración estatal), tuvo acceso a una esmerada formación religiosa e intelectual merced a su tío Antonio, residente en Toledo, a donde se trasladó el joven Baltasar en 1617 para ingresar en un Colegio de la Compañía de Jesús. Al parecer, había tenido desde niño fuertes roces con su madre, lo que, según algunos estudiosos de su vida y obra, habría de inclinarle a muy temprana edad hacia esa acendrada misoginia que exhibió luego en todos sus escritos.
En el colegio toledano, el adolescente Baltasar Gracián comenzó a descubrir un universo humanista que le dejó fascinado, y al que decidió pertenecer desde una inquieta e insaciable voluntad de saber que, a la postre, acabaría convirtiéndose en la principal seña de identidad no sólo de su obra, sino de su propia actitud ante la vida (dicho con una de sus célebres máximas, "tanto se vive cuanto se sabe"). En efecto, aquellos estudios de Filosofía y Letras que emprendió a los dieciséis años en Toledo -y, en concreto por aquella fase de su aprendizaje, la lectura de la archifamosa Historia de España del jesuita talaverano Juan de Mariana (1535-1624), que habría de convertirse en una de las fuentes inagotables de la obra graciana- le marcaron profundamente, tanto como le impresionó, en dicho período crucial en la forja de su personalidad, el ejemplo moral y la consagración al estudio de los jesuitas.
Así las cosas, ya de regreso a su Aragón natal pidió sus primeras pruebas de limpieza de sangre y, el 30 de mayo de 1619, ingresó en el noviciado que la Compañía de Jesús tenía entonces en Tarragona, donde al cabo de dos años (concretamente, el último día de mayo de 1621) realizó sus primeros votos perpetuos. A continuación se trasladó al Colegio de Calatayud, donde, bajo el fecundo magisterio del jesuita gerundense Jaime Albert -a quien Gracián recordó siempre como uno de sus más queridos y respetados maestros-, cursó con singular aprovechamiento estudios de Arte y Filosofía. Aprendió, además, los principales procedimientos retóricos y oratorios de que se servían los padres jesuitas -especialmente, el susodicho Albert, reputado a la sazón como uno de los más afamados predicadores aragoneses- en la elaboración de sus sermones. Este aprendizaje de las técnicas de escritura también habría de ser decisivo en la forja de su estilo literario.
En 1623, Baltasar Gracián marchó a Zaragoza para emprender estudios de Teología, y, al cabo de cuatro años, tras haber superado con brillantez el examen ad gradum en dicha materia, recibió por fin las órdenes sacerdotales y pasó de ser "hermano" a ser "padre jesuita". De acuerdo con las estrictas reglas establecidas por el propio San Ignacio de Loyola, hubo de hacer entonces su segundo noviciado, lo que le condujo hasta la casa que poseía la Compañía de Jesús en Valencia, donde en 1630 realizó su tercera probación. Pasó, entonces, a enseñar Teología Moral en Lérida (1631), y de allí a impartir clases de Filosofía en el colegio jesuita de Gandía (1633), considerado ya por aquel tiempo como uno de los intelectuales más eminentes de su congregación. Finalmente, el 25 de julio de 1635 se halló en condiciones de hacer profesión de los cuatro votos solemnes que culminaban el largo proceso de formación impuesto por el fundador de la orden, que había añadido a los tres obligatorios para todo sacerdote (obediencia, pobreza y castidad), un cuarto voto especial de obediencia al Papa en el cumplimiento de cualquier misión apostólica.
Enviado, en el verano de 1636, como predicador y confesor al colegio de Huesca, por su vasta cultura humanística y su acusada sensibilidad literaria entró pronto en contacto con el círculo del erudito, anticuario y escritor oscense Vincente Juan de Lastanosa (1606-1685), quien aglutinaba a su alrededor a un notable grupo de creadores e intelectuales, como el cronista del Reino de Aragón Juan Francisco Andrés de Ustarroz (1606-1653), o -unos años después- la poetisa, novelista y religiosa Ana Francisca Abarca de Bolea (1623-1696). Al amparo de tan egregio mecenas, Baltasar Gracián dio rienda suelta a su vocación literaria y se enfrascó en la redacción de sus dos primeras obras, El Héroe y El Político, que habrían de ver la luz poco después bajo el pseudónimo de Lorenzo Gracián, en un intento de evitar la férrea censura que la Compañía de Jesús aplicaba a los textos originales de sus propios miembros. En efecto, en 1637 hubo una primera edición de El Héroe -hoy enteramente perdida- dedicada al citado Lastanosa y al mismísimo rey Felipe IV, edición que provocó la indignación del prepósito general de la Compañía, quien se quejó ante el provincial de Aragón de que Gracián hubiera dado a la imprenta una obra sin respetar la estricta reglamentación interna de la orden.
Lejos de amilanarse ante el celo gazmoño de sus superiores, el escritor bilbilitano dio a los tórculos en 1638 una segunda edición de El Héroe, ahora animada por un mayor propósito divulgativo, pues apareció simultáneamente en Huesca y en Madrid, bajo distintos sellos impresores (se trata de una doble edición de la que sí se conservan ejemplares). Poco después, fue destinado al colegio de la Compañía de Jesús en Zaragoza, donde volvió a entablar valiosas amistades. En su nuevo círculo se hallaba el duque de Nochera, virrey de Navarra y Aragón, a cuyo séquito se incorporó Gracián en calidad de confesor, con el consentimiento expreso de Viteleschi, el prepósito general de la orden que tan molesto se había sentido por la independencia de autor de uno de sus sacerdotes. Antes de dirigirse a Navarra, acompañó al duque de Nochera hasta Madrid, donde el virrey había de ser investido como Grande de España. Desde la Corte, Gracián escribió a Lastanosa un 14 de abril de 1640 para confesarle, no sin cierta amargura teñida de un autocomplacido orgullo provinciano, que en Madrid sólo había descubierto "embeleco, mentiras [y] gente vana". Este desprecio hacia los naturales de otra tierra que no fuera la suya se fue incrementando y generalizando en Gracián a medida que conocía nuevos lugares, como quedó bien patente en su inmediata visita a Pamplona en compañía del duque de Nochera (verano de 1640), de donde partió con una pésima impresión de los jesuitas navarros.
De nuevo en Zaragoza, en noviembre de 1640 tuvo en sus manos la primera edición de El Político, también firmada por Lorenzo Gracián y dedicada, ahora, al duque de Nochera, quien se empezaba ya a significar por su abierta oposición a la política interna del conde-duque de Olivares (1587-1645) y, de forma muy señalada, a las disposiciones que éste había tomado respecto a la sublevación de Cataluña. El propio Baltasar Gracián mostró públicamente su desaprobación a las medidas de Olivares y, siempre en apoyo de su protector, marchó por segunda vez a la Corte para estar más cerca de un Nochera que había sido encarcelado por sus enfrentamientos con el conde-duque. Al parecer, ahora no encontró Gracián en Madrid tanta "gente vana" como había descubierto allí sólo un año antes, tal vez debido a que fue recibido y elogiado por los madrileños como uno de los mayores predicadores del Reino, y a que contó con el apoyo de los intelectuales de la Corte para imprimir, con "Privilegio Real", la primera versión de su Arte de ingenio (1641), de nuevo atribuida en portada a ese Lorenzo Gracián que escapaba así, por vía del pseudónimo, a la feroz censura jesuítica.
Consagrado, pues, como uno de los mejores exponentes de la oratoria sagrada de mediados del siglo XVII, regresó a su provincia natal a comienzos de 1642 y siguió desde allí mostrando su desacuerdo con la política del conde-duque de Olivares en la guerra de Cataluña, poco antes de ser nombrado vicerrector de la casa de probación de la Compañía de Jesús en Tarragona. Pero apenas pasó unos meses al frente de dicho Centro (de agosto a noviembre de 1642), ya que a finales de aquel mismo año volvía a estar afincado en Zaragoza, donde siguió compaginando sus obligaciones de confesor y predicador con el cultivo de la creación literaria. Tras haber superado graves problemas de salud, en 1644 fue destinado como predicador a Valencia, donde nuevamente mostró su antipatía hacia los jesuitas locales, lo que tampoco fue óbice para que fuera aclamado por los fieles levantinos como uno de los grandes artífices de la oratoria sacra que habían pasado por aquellas tierras, sobre todo después de que pronunciara (al parecer, el día 8 de diciembre de aquel año de 1644), su celebérrimo "Sermón del infierno". Presa, entretanto, de una febril actividad creativa, durante dicho período trabajó con ahínco en la redacción de El Discreto, amplió el Arte de ingenio y empezó a escribir los primeros borradores de los Avisos al varón atento y El Galante, obras -estas últimas- que fueron embriones de lo que a la postre saldría de los tórculos bajo el título definitivo de Oráculo manual (1647).
Su prestigio literario comenzó a propagarse por el extranjero en 1645, a raíz de una primera traducción al francés de El Héroe (L'Héros), realizada por "le Sr. Gervaise", uno de los médicos habituales del rey de Francia. Ya bien avanzado dicho año consiguió la autorización de sus superiores para abandonar esas tierras mediterráneas que no eran de su agrado y regresar al Colegio de Huesca, donde logró al fin dar cumplido remate a El Discreto, que vio la luz durante el verano de 1646, todavía bajo la falsa responsabilidad de autor de Lorenzo Gracián, y dedicado al malogrado príncipe Baltasar Carlos, que perdió la vida a las pocas semanas de la aparición de esta obra.
Siempre atento a las novedades políticas y militares de su tiempo, a finales de aquel año de 1646 Baltasar Gracián se desplazó hasta la ciudad de Lérida entre las tropas del marqués de Leganés, quien le había requerido a su lado en calidad de capellán militar. Mientras adquiría esta experiencia bélica, su prestigio literario e intelectual se incrementaba y difundía por todos los rincones del Reino, con sucesivas reediciones de sus obras (una nueva edición de El Político apareció por aquellos días en Huesca, a la par que El Héroe veía la luz en Lisboa). Finalizada la campaña militar, regresó de nuevo a la capital oscense y volvió a centrarse en sus afanes espirituales y creativos, con singular dedicación a la escritura de los primeros párrafos de la que habría de convertirse en su obra maestra.
En efecto, desde finales de 1646 hasta comienzos de la siguiente década Baltasar Gracián se afanó en la redacción de la Primera Parte de El Criticón (1651), sin descuidar por ello otras labores de ampliación y reedición de obras anteriores. Hacia la primavera de 1647 dio a la imprenta por fin la versión definitiva del Oráculo manual, con dedicatoria a don Luis Méndez de Haro (1598-1661), marqués de Carpio y duque de Montoro, y a la sazón sucesor, en la privanza del rey Felipe IV, del defenestrado conde-duque de Olivares. A comienzos del verano de aquel mismo año recibió la preceptiva aprobación una nueva edición de El Discreto; y en el mes de septiembre de aquella fructífera temporada fue aprobada, a su vez, la primera versión de la Agudeza y arte de ingenio, que salió por fin de los tórculos en Huesca en enero de 1648, dedicada al conde de Aranda. El éxito de esta obra fue inmediato, lo que propició su pronta reedición en Madrid (1649).
Seguía, por aquel tiempo, ejerciendo como predicador y confesor en el Colegio de la Compañía de Jesús en Huesca, cargos que le permitían dedicar muchas horas a la redacción de sus propias obras -recuérdese que andaba enfrascado en la primera parte de El Criticón- y a la lectura, corrección y edición de escritos ajenos (como la Predicación fructuosa, del padre Jerónimo Continente, cuya licencia de publicación fue solicitada por el propio Gracián, en calidad de editor, en 1651). Por fin, poco antes de la llegada del estío de 1651, vio la luz dicha primera entrega de El Criticón, dedicada a don Pablo de Parada y atribuida ahora por Gracián a un tal "licenciado García de Marlones". Tras recibir, en Huesca, los parabienes de todo el círculo de Lastanosa durante aquel verano, en otoño hubo de desplazarse nuevamente hasta Zaragoza para asumir, en el colegio que allí regentaban los jesuitas, las funciones de maestro de Sagrada Escritura, cargo de escasa relevancia intelectual para quien ya se había situado a la cabeza del pensamiento español de aquel siglo. Pronto habría de advertir el propio escritor que, a raíz del extraordinario recibimiento dispensado a sus obras en los sectores más cultos del Reino, había crecido entre sus hermanos de congregación el número de enemigos que, envidiosos de su fama, movían todos los hilos que tenían a su alcance para procurar el oscurecimiento del gran pensador bilbilitano.
En efecto, en 1652 Gracián se vio envuelto en una ruidosa polémica intelectual sostenida contra el canónigo Salinas a causa de unas correcciones con las que el autor de El Criticón había enmendado una traducción de un poema latino realizada por su rival. Pero este enfrentamiento apenas pasó de la categoría de anécdota al lado del violento choque que se produjo poco después entre las inquietudes literarias y filosóficas de Gracián y la inquina -sin duda alimentada por la envidia- que mostró hacia el autor aragonés el nuevo prepósito de la Compañía, el padre Nickel, quien llegó a dirigirse por escrito al provincial de Aragón para reprocharle su tolerancia hacia aquellos jesuitas que, por dedicarse a la creación literaria, "desdicen mucho de nuestra profesión". Instado por esta reprimenda de sus superiores, el provincial de Aragón debió de recomendar a Gracián que observase un prudente período de silencio editorial, como quedó bien patente en las palabras que, por vía epistolar, dirigió el jesuita bilbilitano a su amigo y protector Lastanosa: "me impiden que imprima y no me faltan envidiosos".
Paradójicamente, mientras en España se pretendía relegarle al ostracismo por parte de sus propios hermanos de congregación, en las naciones más destacadas de Europa seguía difundiéndose con auténtico éxito la que por aquel entonces era su obra más célebre, El Héroe, que durante aquel año de 1652 fue objeto de una nueva traducción, ahora a la lengua inglesa, a cargo de Skeffington (The Heroe). Pero, incapaz de resignarse a esa obediencia ágrafa y pastueña que le imponían sus superiores, Baltasar Gracián se movió con soltura y eficacia entre las autoridades civiles y eclesiásticas hasta obtener, al año siguiente, las licencias y aprobaciones pertinentes para estampar la segunda parte de El Criticón, que vio la luz en Huesca, nuevamente firmada por Lorenzo Gracián, y dedicada a don Juan José de Austria (1629-1679), hijo bastardo de Felipe IV y la cómica María Calderón ("La Calderona"). Ante el reconocimiento otorgado por doquier a los escritos de Gracián (refrendado, en septiembre de aquel mismo año de 1653, con la segunda edición, en Madrid, del Oráculo manual), el prepósito Nickel no tuvo más remedio que otorgar la licencia preceptiva para la publicación del único texto que el autor aragonés publicó bajo su auténtico nombre, El Comulgatorio, que pudo salir a la luz sin pseudónimo alguno debido a su temática religiosa.
Una nueva aprobación de esta obra llegó en 1654, coincidiendo poco más o menos con una epístola del marqués de San Felices por vía de la cual los estudiosos de la obra graciana infieren la intervención del jesuita bilbilitano en la célebre y difundida muestra antológica recopilada por José Alfay bajo el título de Poesías varias de grandes ingenios españoles (Zaragoza: Ibar, 1654). A comienzos de 1655 salió, por fin, de la imprenta El Comulgatorio, cuya naturaleza de obra espiritual permitió por vez primera a Gracián exhibir su orgullo de autor, bien manifiesto en la mención del autor de la portada ("por el P. Baltasar Gracián, de la Compañía de Jesús, Lector de Escritura"). En permanente contacto, como siempre, con Lastanosa y los artistas e intelectuales que rodeaban al mecenas oscense, Gracián sometió poco después al buen juicio literario de todos ellos algunos fragmentos de esa tercera parte de El Criticón que todos aguardaban con ansiedad, y que cada vez se veía más amenazada por la animadversión del padre Nickel. Pero, a pesar de esta hostilidad -y tras las apariciones en Portugal de la primera parte de El Criticón y de El Discreto en 1656-, bien entrado ya el año de 1657 vio la luz finalmente la tercera y última entrega de la obra maestra de Gracián, firmada nuevamente por ese "Lorenzo" al que el autor aragonés había atribuido casi todas sus obras ajenas a la materia religiosa.
La salida a la calle de esta tercera parte de El Criticón (dedicada "a don Lorenzo Francés de Urritigoyti, Dignísimo Deán de la Santa Iglesia de Sigüenza") colmó la paciencia del prepósito general de la Compañía de Jesús, quien debió de sentirse no sólo desobedecido, sino también desafiado en cierto modo por un subordinado suyo que, lejos de pedir disculpas por haberse ocupado en sus escritos de asuntos profanos, parecía crecerse ante las reprimendas y volvía de nuevo a provocar las iras de sus superiores con un volumen del todo ajeno a esos temas religiosos de obligado tratamiento en la obra de cualquier jesuita. Así las cosas, desatada ya toda la ira del padre Nickel contra Baltasar Gracián, fue el propio prepósito general de la Compañía quien orquestó una feroz campaña de acoso y derribo que no se contentaba ya con acallar la voz literaria del escritor aragonés, sino que perseguía el hundimiento de Gracián en todas las facetas de su vida, empezando por su brillante carrera docente y vocacional. Así, tras protestar airadamente ante el provincial de Aragón por el escaso fruto que, a su juicio, habían dado entre el alumnado del Colegio de Zaragoza las enseñanzas de Sagrada Escritura impartidas por el autor de El Criticón, el padre Nickel promovió y consiguió que el jesuita bilbilitano fuera destituido de sus cargos y sometido a una severa reprensión pública en la que, entre otros castigos físicos y oprobios morales, se le condenó a un período de ayuno obligatorio a base de pan y agua, y a un obligado retiro a la pequeña localidad oscense de Graus, en donde el pesar y la melancolía provocados por este injusto ostracismo debieron de afectar gravemente su nunca demasiado buena salud. Y, aunque al año siguiente llegó a saborear las mieles de su rehabilitación y su inmediato envío al Colegio de Tarazona, nunca logró recuperarse satisfactoriamente de ese virulento ataque dirigido contra su persona por parte de sus propios superiores, malestar que contribuyó a precipitar su muerte cuando entraba el invierno de 1658.
Obra
En líneas generales, puede afirmarse sin temor a incurrir en exageración alguna que toda la producción literaria de Baltasar Gracián posee una finalidad didáctico moral que, aunque no demasiado bien asimilada en España por sus contemporáneos (que prefirieron la inflamada facundia del Gracián orador a la depurada significación de sus conceptos impresos), causó gran admiración en la mayor parte de Europa, donde fue reputado como uno de los grandes pensadores del siglo XVII. No es de extrañar, por ende, que todavía en vida del autor bilbilitano salieran ediciones suyas en francés, inglés, italiano y sueco; ni que, en el transcurso del Siglo de las Luces, algunas de sus obras fueran vertidas al alemán, al ruso, al holandés, al polaco, al rumano y al húngaro. En Francia, donde su lúcida concepción pesimista del ser humano prendió con inusitado vigor ya en algunos contemporáneos suyos como Pierre Corneille (1606-1684) y François de la Rochefoucauld (1613-1680), su pensamiento pronto se propagó por otros grandes autores de la segunda mitad del siglo XVII -entre ellos, Jean de la Bruyère (1645-1696)- y alcanzó a algunos de los que se adentraron en la centuria siguiente -como François de Fénelon (1651-1715)-, para acabar deslumbrando a uno de los escritores y filósofos más representativos de la Ilustración francesa, Voltaire (1694-1778) que, no en vano, se había formado en su adolescencia en el colegio jesuita "Louis Le Grand". A raíz de los elogios de éste y del resto de los pensadores de la Francia dieciochesca -que aplaudieron la confianza de Gracián, a pesar de su hondo pesimismo, en la capacidad de mejora y superación que parece atesorar el hombre-, el jesuita aragonés se convirtió en uno de los filósofos "de moda" en la Europa de finales del XVIII y comienzos del XIX, con especial difusión entre los románticos alemanes. Y así, atendiendo a una sugerencia de Goethe (1749-1832), el desgarrado y vitalista Schopenhauer (1788-1860) vertió al alemán el Oráculo manual, atrajo la atención de todos los filósofos europeos hacia el pensamiento del autor aragonés, y llegó a afirmar por escrito algo tan tajante como "mi escritor preferido es el filósofo Gracián", sentencia en la que se han apoyado siempre los estudiosos de la obra del jesuita que defienden la naturaleza filosófica de sus textos y anteponen los méritos de su rigor metafísico al no menos evidente valor literario que, además, advierten en sus escritos. Dado el influjo que tuvo el pensamiento de Schopenhauer en los filósofos alemanes de todo el siglo XIX, a nadie pudo extrañar que el genial Nietzsche (1844-1900) llegara a sostener, por su parte, que "Europa no ha producido nada más fino ni complicado de sutileza moral" que el Oráculo graciano, máxima que elevó definitivamente al jesuita bilbilitano a los "altares" de la Filosofía universal.
Al margen de la mayor o menor afinidad de ideas, pudo ser el estilo literario de Gracián uno de los aspectos formales de su obra que mayor fascinación causaron a Nietzsche, sobre todo en lo tocante a esa tendencia a la frase breve, densa y preñada de significados que utiliza constantemente Gracián, y que convierte algunas de sus obras en una apretada sucesión de brillantes aforismos o máximas filosóficas (vehículo expresivo de enorme rendimiento en la obra del pensador alemán). Esta trabada concentración de significantes y significados, quintaesencia -como ya se ha indicado al comienzo de este artículo- de la más pura estética conceptista del barroco español, cumple, por un lado, con la función de causar extrañeza y, por lo tanto, requerir la atención del lector; y, por otra lado, con la finalidad de grabar en su mente una serie de sentencias que, formuladas con la escueta y directa sencillez de la tradición paremiológica hispana, gozaron de tal fortuna que, en algunas ocasiones, quedaron definitivamente acuñadas como refranes en el acervo popular (v. gr., el celebérrimo aserto graciano "lo bueno, si breve, dos veces bueno"). Paradójicamente, el autor aragonés censuró el empleo abundante e indiscriminado de refranes, y buscó siempre un lenguaje brillante, complejo y singular en el que las elisiones, los sobreentendidos, las bruscas yuxtaposiciones, la acumulación de estructuras sintácticas bimembres y, en general, todo la densa pirotecnia barroca de correspondencias y simetrías, ponen de manifiesto -como atinadamente señaló el filólogo José Manuel Blecua- una notoria "necesidad de abstracción, de intelectualismo, de esencialidad". En palabras de una editora moderna de su obra, Raquel Asun, "Gracián encontró además el estilo adecuado para su propósito equiparando lo que Klauss Herger denominó 'estilo de vida y estilo lingüístico' como acaso nadie haya logrado en la literatura española. El autor [...] se instala en las pautas de una creación con una clara decisión de oscuridad, de dificultad por la que los significados y usos normales de la lengua acogerán segundas connotaciones que los transforman e intensifican".
El Héroe (1637)
El Héroe (Huesca: Imprenta de Juan Nogués, 1637) es un breve opúsculo dividido en veinte apartados a los que Gracián -como haría luego en otras obras suyas, siguiendo una pauta habitual en su tiempo- no se refirió con el vocablo esperado de capítulos, sino con una etiqueta siempre novedosa y sorprendente (en este caso, "primores"). Presentado como uno de tantos speculum principium (o manual de educación para el hombre destinado a grandes misiones) que venían circulando profusamente desde finales del Medievo y, sobre todo, desde la época renacentista, este primer libro de Baltasar Gracián se configura como un catálogo de las destrezas, cualidades y méritos que han de adornar a un gobernante o a cualquiera que aspire a triunfar y a ocupar un puesto preeminente en su ámbito de actuación. Abre así Gracián, con esta primera entrega, su particular propuesta de modelos de conducta y pautas de comportamiento necesarios para alcanzar la excelencia, propuesta que, a la postre, habría de convertirse en el eje temático central de toda su obra y en el hilo conductor en el que quedarían ensartados sus restantes argumentos literarios. Y, al hilo de esta permanente búsqueda de ese ideal de excelencia o perfección, Gracián muestra también en El Héroe (bien es verdad que con menor desarrollo del que luego alcanzará en obras posteriores) su tendencia a la sátira moral, como instrumento imprescindible para diseccionar las flaquezas humanas y poner de relieve todos los obstáculos que impiden al hombre alcanzar esa ansiada excelencia.
El Político (1640)
El Político don Fernando el Cathólico (Zaragoza: Dormer, 1640) -título original de la primera edición- anuncia bien a las claras desde su portada la intención de Gracián de analizar con mayor detenimiento las cualidades que perfilan el arquetipo ideal de un buen gobernante. Para el jesuita aragonés, estas virtudes paradigmáticas del verdadero político pueden extraerse de la figura histórica del rey don Fernando el Católico (1452-1516), a quien ya había descrito elogiosamente en el último "primor" de El Héroe -junto a su esposa Isabel de Castilla (1451-1504)- como "el non plus ultra" y una de las "columnas de la fe". En realidad, Gracián ensayó con este escrito una arriesgada combinación del género histórico y el comentario ensayístico, todo ello vertido en el molde más adecuado para la configuración de un discurso concebido para ser leído en una tertulia o academia literaria (probablemente, en cualquiera de los frecuentes cenáculos que organizaba el susodicho Lastanosa entre los escritores, los artistas y la intelectualidad oscense). Su originalidad radica, con todo, en el notorio enfoque doctrinal que Gracián quiso darle definitivamente, partiendo de una lectura e interpretación del pasado histórico que, en último término, se presentaba como un riguroso y actualizado modelo de comportamiento para los monarcas presentes y venideros.
El Discreto (1646)
Es difícil hallar, en la historia de la literatura universal, una mejor simbiosis entre humildad y ambición que la plasmada por Baltasar Gracián en las páginas de El Discreto (Huesca: Imprenta de Juan Nogués, 1646), obra editada por el propio Lastanosa y concebida por su autor como un manual práctico a cuyas enseñanzas debía atenerse todo aquel que quisiera sentar plaza de discreto (hoy diríamos "inteligente") en la España del siglo XVII. Dividida esta vez en veinticinco realces (es decir, virtudes que realzan la sabiduría, la elegancia, la cultura, la buena educación y el comportamiento siempre adecuado del hombre discreto), esta tercera obra de Gracián propone -entre otros requisitos para alcanzar la plena discreción- ejercitar siempre "el genio y el ingenio", "no ser desigual", "no estar siempre de burlas", "no rendirse al humor", etc.
Oráculo manual y arte de prudencia (1647)
Como bien anuncia su largo título (Oráculo manual y arte de prudencia. Sacada de los aforismos que se discurren en las obras de Lorenço Gracián [Huesca: Juan Nogués, 1647]), este cuarto libro de Baltasar Gracián parte de ideas y conceptos ya expresados en las tres obras que, hasta entonces, había dado a la imprenta el autor bilbilitano, ahora transformados en máximas o sentencias que, en la línea de sus escritos anteriores, se postulan como modelos de comportamiento para quien aspire a alcanzar la perfección, tanto en su vida privada como en su faceta social. Son, en total, trescientos aforismos que, seguidos de una densa paráfrasis en la que el propio Gracián glosa el alcance de cada uno de ellos, postulan la necesidad de "templar la imaginación", no mostrarse "en nada vulgar", "nunca exagerar", "permitirse algún venial desliz", "obrar siempre sin escrúpulo", "no afectar [es decir, "no hacer ostentación de"] la fortuna", "saber estimar", "no ser malo de puro bueno"..., entre otras pautas de conducta que ponen de manifiesto la sabiduría y la prudencia del hombre discreto. La admiración que Arthur Schopenhauer mostró por esta obra, le llevó a traducirla al alemán y su versión fue la más difundida del Oráculo en esta lengua. Esta versión fue conocida por Nietzsche, que dijo en una de sus cartas: «Europa no ha producido nada más fino ni más complicado en materia de sutileza moral».
Agudeza y arte de ingenio (1648)
En Agudeza y arte de ingenio (Huesca: Imprenta de Juan Nogués, 1648), Gracián recuperó buena parte de sus teorías sobre la discreción en general y las aplicó a la parcela concreta de la creación literaria, para ofrecer, en suma, a los lectores, un brillante compendio de artificios estilísticos que, ilustrado por abundantes y clarificadores ejemplos, constituye uno de los más completos y variados catálogos de la estética conceptista. Obra escrita seis años antes de su definitiva publicación, y minuciosamente revisada y ampliada poco antes de ser llevada a los tórculos, la Agudeza y arte de ingenio no sólo ofrece al estudioso de la literatura barroca un surtido repertorio de las claves imprescindibles para seguir el proceso creativo de algunos de los más destacados autores de las letras hispánicas, sino que muestra también al erudito y al lector curioso, a través de los textos de que se sirve Gracián para ilustrar las distintas clases de "agudezas" que comenta, el alcance, la difusión y la recepción de las obras de otros autores contemporáneos.
El Criticón (1651, 1653 y 1657)
Desde comienzos de la década de los cincuenta hasta un año antes de su muerte, Gracián fue publicando en tres entregas su monumental novela alegórica El Criticón, llamada a convertirse en su obra maestra y, sin lugar a dudas, en una de las más señaladas aportaciones de las letras hispánicas a la literatura universal. Concebida como un extenso, exhaustivo y demorado recorrido por el curso de la vida humana y las cuatro edades del hombre (infancia, juventud, madurez y senectud) que Gracián identifica alegóricamente con las cuatro estaciones del año (El Criticón. Primera parte. En la primavera de la niñez y el estío de la juventud. Autor García de Marlones [Zaragoza: Nogués, 1651]; Segunda parte. Juiciosa cortesana filosofía, en el otoño de la varonil edad. Por Lorenzo Gracián [Huesca: Nogués, 1653]; Tercera parte. En el invierno de la vejez. Por Lorenzo Gracián [Madrid: Pablo de Val, 1657]), la primera sorpresa que causó esta obra entre los lectores acostumbrados al estilo didáctico y sentencioso del autor aragonés fue su propia naturaleza genérica, que se escapaba del cauce del aforismo y el tratado ensayístico transitado hasta entonces por Gracián para adentrarse -bien es verdad que muy tímidamente- en los complejos predios de la narrativa de ficción. En efecto, El Criticón -dividido en crisis, es decir, juicios o críticas- presenta desde su primera página una débil trama argumental protagonizada por Critilo y Andrenio, un hombre maduro y un joven -respectivamente- que acaban de conocerse tras el naufragio del primero y su oportuno salvamento por parte del segundo. Critilo, como su propio nombre indica, es el hombre juicioso y reflexivo, mientras que Andrenio -que se ha criado en soledad desde su nacimiento, amamantado por una fiera y ajeno a cualquier contacto humano- simboliza al hombre en su estado natural, libre de cualquier influencia social.
Durante la primera parte, Critilo alecciona a Andrenio sobre los más diversos aspectos y ambos emprenden un largo viaje que les lleva por los principales lugares del mundo (como Madrid y Roma), en el transcurso del cual van observando y censurando todos los vicios y defectos y, al mismo tiempo, celebrando cualquier manifestación de la virtud y la sabiduría, únicas vías -en opinión de Critilo- para alcanzar la felicidad y la inmortalidad. En la parte intermedia, un afortunado encuentro con la ninfa de las artes y las letras permite a Gracián, por boca de silo, enjuiciar las principales obras de la literatura española contemporánea y sentar las bases de su propia poética, dejando claro cuáles son sus particulares gustos literarios. Finalmente, en la tercera parte Gracián aborda con radical modernidad el tema de la senectud, con el propósito de mostrar cómo el hombre que ha vivido juiciosamente su juventud y madurez puede gozar, en el último tramo de su peripecia vital, de "una sazonada vejez sin decrepitud".
El comulgatorio (1655)
Ya se ha indicado en parágrafos anteriores que El comulgatorio (Zaragoza: Ibar, 1655), por tratarse de un libro de contenidos exclusivamente religiosos, fue la única obra que Gracián pudo firmar con su nombre auténtico, sin temor a los ataques de otros miembros de la Compañía de Jesús que veían con malos ojos los afanes literarios de sus compañeros de orden. Obra, pues, de escaso valor para el lector actual -aunque muy interesante para conocer los desvelos espirituales de Gracián y, en cierto modo, la religiosidad de toda su época-, El Comulgatorio se sustenta en un meticuloso esquema expositivo que da pie a que Gracián acuñe cincuenta meditaciones, cada una de las cuales aparece estructurada en cuatro puntos. El primero, dedicado a la preparación del acto de comulgar; el segundo, a la comunión propiamente dicha; el tercero, a entender los beneficios que se derivan de ella; y el cuarto, a dar gracias por este provecho. En un claro alarde de ese esquematismo escolástico tan jesuítico, Gracián divide, además, cada uno de estos cuatro puntos en dos partes, una destinada a la exposición de un ejemplo tomado de la Biblia para ilustrar el asunto comentado, y otra constituida por las reflexiones que este ejemplo suscita en el espíritu ascético del escritor bilbilitano.
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