Las consagraciones de los Obispos por Mons. Lefebvre

De Metapedia
Saltar a: navegación, buscar
Letra E.png
Este artículo o sección necesita ser editado ya que posee errores ortográficos, tiene partes editadas en otro idioma, o no posee un lenguaje o estilo adecuado de presentación según el proyecto de Metapedia. Puedes colaborar ayudando a corregir el artículo, editándolo.

Preámbulo

Estas notas no interesan a aquellos que niegan la existencia de una crisis eclesiástica de ex­­cepcional gravedad, ya sea porque no tienen ojos para verla o porque tienen interés en negarlo; estas notas son para aquellos que, aun ad­­mitiendo la existencia de una crisis ex­traor­di­­naria, no saben cómo justificar, basán­do­se en la doctrina cristiana, el gesto extraor­di­nario llevado a cabo por Mons. Le­feb­vre el 30.6.88, cuando, aun a pesar del “no” del Pa­pa, transmitió el poder de orden epis­­co­pal a cuatro miembros de la Hermandad de San Pío X, que él había fundado.

Como sabemos, Mons. Lefebvre justificó su acto apelando al estado de necesidad. La fuer­za de esta “causa excusante” no fue sub­es­­timada por las autoridades vaticanas, quienes no la contestaron en el plano doctrinal, si­no que respondieron con un argumento de he­­cho: a saber, que no existía ese esta­do de ne­­cesidad (1), a sabiendas de que, si hubiese exis­tido, el acto de Mons. Lefebvre habría es­tado plenamente justificado inclusi­ve con el “no” del Papa, por la doctrina católi­ca so­­bre los estados de necesidad. La fuerza de la justificación adoptada por Mons. Lefebvre escapa, sin embargo, a la ma­­yoría, por el simple hecho de que la doctri­na católica sobre el estado de necesidad, con­cer­niente a los casos extraordinarios, a los cua­­­les se aplican principios extraordinarios, es generalmente poco conocida. Nos propo­ne­mos pues explicarla –brevemente– con el fin de que en un tema tan grave procedamos con una conciencia bien informada y conse­cuen­­temente tranquila. Los principios que re­cor­­­daremos aquí se encuentran en muchos tra­ta­­­dos: De caritate erga proximum, De poe­ni­­­tentia (iurisdictio in specialibus adiunctis [ju­­risdicción en circunstancias extraordinarias]), De Legibus (particularmente, De ce­ssa­­tione legis ab intrinseco y De epiqueya si­­ne recursu ad principem [epiqueya –en el sen­tido propio– sin recurrir al Superior]), así co­­­mo en los diversos diccionarios de teología y de derecho canónico en las voces: caridad, equidad, epiqueya, causas excusantes de la obligación legal, imposibilidad, necesidad, obe­diencia, resistencia al poder injusto, ce­sa­ción de la obligación de la ley, etc.

Antes de recordar los principios fundamen­ta­­­les sobre el estado de necesidad y de apli­car­­los al caso en cuestión, es importante sub­ra­­­yar que existe un contrasentido al admitir una crisis extraordinaria en la Iglesia, y al mismo tiempo pretender medir esto que ha sido he­­­cho en tales circunstancias extraordinarias con el metro de las normas válidas en las cir­cuns­­­tancias ordinarias. Esto es contrario a la ló­­­gica y a la doctrina misma de la Iglesia. La ley, de hecho, “debe fundamentarse en las con­­di­­ciones más normales de la vida social, y en consecuencia hace abstracción necesaria­men­­te de aquellas que raramente se presentan” (2). Y Santo Tomás: “Las leyes universa­les… han sido establecida para el bien de la ma­yoría. Luego, al instituirlas, el legislador tiene en cuenta aquello que sucede ordinaria­men­­te y en la mayor parte de los casos” (Su­mma Theol. II-II q. 147 a. 4). Entonces, dice tam­bién Santo Tomás, en los casos “que rara­men­te ocurren” y en los que “ocurre… tener que actuar fuera de las leyes ordinarias”, “es ne­­cesario juzgar sobre la base de principios más elevados que las leyes ordi­na­rias” (Su­m­ma Theol. II-II q.51 a. 4). Estos “principios más elevados” son los “principios ge­ne­ra­les del derecho divino y también humano” (Suá­rez, De Legibus, VI, VI, 5), que suplen el silencio de la ley positiva. La Iglesia autoriza a aplicar estos principios siempre que, para los casos no previstos por la ley, ella misma nos remita a los prin­ci­­pios generales del derecho y al juicio común y constante de los Doctores. Dicho juicio, justamente porque es común y constante, debe ser considerado como canonizado por la Iglesia (3). Siendo así, proponemos, para comodidad de los lectores, un esquema de los argumentos que vamos a tratar.


Esquema 1. Deberes y poderes de un obispo en es­ta­do de necesidad. 1.1. El estado de necesidad y sus diversos grados. 1.2. Estado actual de grave necesidad es­pi­ritual general o pública o de grave necesidad de numerosas almas. 1º principio: La grave necesidad de muchos equivale a la necesidad extrema de un in­dividuo. 2º principio: La grave necesidad general o pú­blica sin esperanza de socorro por par­­te de los pastores legítimos impone, por derecho natural y divino, un deber de socorro sub gra­vi que, para un sacerdote y especialmente para un obispo, es intrínseco a su estado. 1.3. Estado actual de grave necesidad sin es­peranza de socorro por parte de los pasto­res legítimos. 1.4. Deber de suplencia de los obispos. 3º principio: En caso de grave necesidad pú­­blica, el deber de socorro se extiende al po­­der de orden (y no de jurisdicción), y el po­der de jurisdicción deriva de la petición de los fieles, y no de la concesión del superior je­rárquico (Ecclesia supplet iurisdictio­nem). 1.5. La doctrina sobre la “jurisdicción su­ple­toria” se aplica también en el caso de un obis­po que, ante una necesidad extraordinaria, consagra a otro obispo y no pone en dis­cu­sión el primado de jurisdicción del Papa. Con­firmación histórica. 1.6. Refutación de algunas objeciones erró­neas. 2. Solución al problema ocasionado por el “no” del Papa. 2.1. El “no” del Papa. 4º principio: En la necesidad el deber de so­corro es independiente de la causa de la ne­cesidad, luego obliga en el caso de que sea el superior mismo quien ponga a las almas en es­tado de necesidad. 5º principio: Es propio de la necesidad que des­aparezca en el superior la potestad de obli­gar, y si de hecho obliga, su orden no es vin­cu­lante (inefficax). 6º principio: Es propio de la necesidad po­ner al súbdito en la imposibilidad, física o moral, de obedecer. 7º principio: Aquel que, obligado por la ne­ce­si­dad, no obedece, no pone en tela de jui­cio la Autoridad en su ejercicio legítimo. 2.2. Unas palabras sobre la epiqueya sine re­cursu ad Principem (o epiqueya “necesaria”). 2.3. Refutación de otras objeciones erróneas. 3. Conclusión.

1. Deberes y poderes de un Obispo en estado de necesidad.

1.1. El estado de necesidad y sus diversos grados. El estado de necesidad consiste en “una ame­­naza a los bienes espirituales, a la vida, a la libertad o a otros bienes terrenales” (4). Si la amenaza concierne a los bienes terre­na­­­les tenemos la necesidad material; si con­cier­­ne a los bienes espirituales tenemos la ne­ce­­sidad espiritual, necesidad “mucho más apre­miante que la necesidad material”, pues los bienes espirituales son mucho más impor­tan­­tes que los bienes materiales (5). De hecho puede haber diversos grados de ne­­cesidad espiritual, pero comúnmente los teó­­logos distinguen cinco: 1) Necesidad espiritual ordinaria (o común): es en la que cae cualquier pecador en cir­­cunstancias ordinarias. 2) Necesidad espiritual grave: es en la que cae un alma amenazada en sus bienes espiri­tua­­les de gran importancia, como la fe y las bue­­nas costumbres. 3) Necesidad espiritual casi extrema: es en la que se encuentra un alma que, sin el so­­co­­rro de otro, podría muy difícilmente salvar­se. 4) Necesidad espiritual extrema: es en la que se encuentra un alma que, sin el socorro de otro, no podría salvarse o bien podría tan di­­fícilmente que su salvación podría conside­rar­­se como moralmente imposible. 5) Necesidad espiritual grave general o pú­­­blica: es en la que se encuentran muchas al­­­mas amenazadas en sus bienes espirituales de gran importancia como la fe y las buenas cos­­tumbres. Los canonistas y los teólogos dan co­­­rrientemente como ejemplo de grave nece­si­­dad espiritual general o pública, las epidemias y la difusión pública de una herejía (6).

1.2. Estado actual de grave necesidad es­pi­ritual general o pública o de grave nece­si­dad de numerosas almas. Hoy existe un estado de grave necesidad es­­piritual general (o pública), porque la fe y las buenas costumbres de mucho católicos se ven amenazadas por la difusión pública e indis­cu­­tible del neomodernismo o de la supuesta “nue­va teología”, ya condenada por Pío XII como un enjambre de errores que “amenazan la subsistencia de los fundamentos de la fe católica” (7), reviviscencia de ese moder­nis­mo ya condenado por San Pío X como “sín­tesis de todas las herejías” (8). Esta difusión pública de errores y herejías fue dramáticamente denunciada por el mismo Pablo VI, que vino a hablar de “auto­de­mo­­lición” de la Iglesia (9) y de “humo de Satán en el templo de Dios” (10). Esto fue también admitido por Juan Pablo II al principio de su pontificado, con ocasión de un congreso para las misiones al pueblo: “Hay que ad­mi­­tir con realismo y con sensibilidad profunda y desgarradora que los cristianos hoy se sien­­ten en gran parte perdidos, confundidos, per­­plejos y decepcionados; se han extendido a manos llenas las ideas que se oponen a la Verdad revelada y enseñada desde siempre; verdaderas herejías son propagadas, en los campos de la dogmática y la moral, creando dudas, confusiones, rebeliones; la liturgia ha sido alterada; inmersos en el ‘relativismo’ in­­telectual y moral, y por tanto en el ‘positivis­mo’, los cristianos son tentados por el ateísmo, el agnosticismo, el iluminismo vaga­men­te mo­ralista, por un cristianismo sociológico, sin dog­mas definidos y sin moral objetiva” (11). Estado, así pues, de grave necesidad pú­bli­­ca o general: grave, porque son la fe y la mo­­ral las que están amenazadas; pública o ge­­neral, porque estos bienes espirituales, in­dis­­pensables para la salvación, están amena­za­­dos en una “gran parte” del pueblo cristiano. Hoy, después de veinte años de pontifica­do, no sólo no ha cambiado, si no que podemos decir que se ha agravado notablemente. “Creíamos –reconoció Pablo VI– que después del Concilio vendría un día de Sol para la historia de la Iglesia. Ha sido, al contrario, un día nuboso, de tempestad, de dudas”. En es­ta tempestad, en medio de estas “dudas”, las almas deben sin embargo dirigirse hacia el puer­to de la salvación eterna en el breve tiempo que les ha sido concedido. ¿Quién puede ne­gar que, generalmente, hoy, muchas almas se encuentran en un estado de “grave necesidad espiritual”?

1º principio: La grave necesidad de muchos equivale a la necesidad extrema de un individuo. Es una doctrina común de los teólogos y de los canonistas que la grave necesidad de mu­­chos (o general, o pública) equivale a la ne­­cesidad extrema de un individuo: “Gravis ne­­cessitas communis extremae equi­pa­ra­tur” (Palazzini, Diction. mor. et can. I, p. 571). Es éste un principio fundamental, porque es­to viene a decir que en la grave necesidad de muchos está permitido aquello que se per­mi­te en caso de necesidad extrema de un indi­vi­duo. Y esto –explican los teólogos– por varias razones: 1) porque entre numerosas personas en es­­tado de grave necesidad no faltarán almas en estado de necesidad extrema: en una epi­de­mia, por ejemplo, habrá almas incapaces de un acto de contrición perfecto y que de es­­te modo, para salvarse, tengan necesidad de la absolución sacramental; así mismo, si una herejía se expande, habrá almas incapaces de defenderse de los sofismas de los here­jes y en peligro de perder la fe (12); 2) porque la grave necesidad espiritual de mu­chos es también una amenaza para el bien co­­mún de la sociedad cristiana: no sólo cuando hay necesidad espiritual de muchos –escri­be Suárez– se vuelve extrema para las perso­nas a título individual, sino que además “en tal género de necesidad la misma religión cris­tia­­na y su honor están casi siempre en grave pe­ligro” (13). Debe señalarse que el bien común debe ser considerado en peligro no sólo cuando mu­­chos sufren un daño (en nuestro caso: pier­den la fe), sino también cuando pueden su­frirlo (en nuestro caso: se puede perder la fe) por el mero hecho de que subsista una cau­sa objetiva que haga posible ese peligro (14). Para juzgar hoy el bien común en peligro, es sufi­cien­te la difusión de errores y de he­rejías ya con­denadas por la Iglesia, que ex­ponen a las ge­neraciones actuales a la pérdida de la fe y pri­van a las nuevas generaciones de la transmi­sión íntegra de la doctrina, des­po­jando a todo el mundo –viejos y jóvenes– de los bienes que les debe la jerarquía en los tér­­mi­nos del derecho eclesiástico (can. 682 del código “pío-benedictino”, y can. 213 del Nuevo Código): doctrina y sacramentos, cuyos ritos hoy son dejados a merced de la “crea­­tividad” y además se confían a ese “arbi­trio de las personas privadas, aunque sean miem­­bros del clero”, ya condenado por Pío XII en Mediator Dei. Esto es suficiente para de­cir que hoy no solamente muchas almas se en­­cuentran en estado de grave necesidad, sino que también está comprometido el “objetivo que la Iglesia persigue: el bien de la comunidad religiosa y la salvación eterna [de las almas]” (15), y por tanto está en juego –es el comentario de Pío XII al canon 682 mencionado anteriormente– “el sentido y el objetivo mismo de toda la vida de la Iglesia” (16), así como el bien común.

2º principio: La grave necesidad general o pública sin esperanza de socorro por parte de los pastores legítimos impone, por derecho natural y divino, un deber de socorro “sub gravi” que, para un sacerdote y especialmente para un obispo, es intrínseco a su estado. ¿A quién corresponde socorrer a las almas en estado de necesidad? En justicia (ex officio) esto corresponde a los Pastores legí­ti­mos, pero si, por cualquier motivo, el socorro viene a faltar, a título de caridad (ex ca­ri­ta­­te) este deber recae en toda persona que ten­ga la posibilidad de prestar socorro. San Al­fonso y Suárez observan que el poder de or­­den añade al deber de caridad un deber de es­­tado: el deber del estado sacerdotal, institui­do por Jesús Nuestro Señor para satisfacer las necesidades espirituales de las almas (17). Debe señalarse que el deber de caridad im­puesto por la necesidad de las almas es un de­­ber sub gravi, es decir, bajo pena de peca­do mor­tal; en efecto, el mandato más grande es el de la caridad, que obliga a socorrer al pró­­jimo en la ne­cesidad, sobre todo espiritual, y obliga bajo pe­na de pecado mortal en ca­­so de necesidad ex­trema o casi extrema del individuo y en la ne­cesidad grave de muchos, que se asemeja a la primera (18). Por ello Genicot escribe que “puede ser grave (has­­ta el punto de pecar mortalmente si se omi­­te) la obligación de so­correr a la gente que, si no, por los esfuerzos de los herejes y de los incrédulos, perderían la fe, sobre todo por­­que a veces es mo­ral­mente imposible para los más simples reco­no­cer los sofismas, y mu­chos caerían probab­lemente en una extrema ne­cesidad” (19). Este deber de caridad, en algunos casos, pue­­de llegar a obligar hasta el punto de arriesgar su propia vida, su reputación y sus bienes. San Alfonso dice que así obliga la grave ne­­cesi­dad espiritual pública o general, y que así “se atiende, aún arriesgando su vida, a ad­mi­­­nistrar los Sacramentos al pueblo que, de otra manera, estaría en peligro de perder la fe” (20). Suárez da el mismo aviso: “si conoz­co la propagación de una herejía en el pueblo por los heréticos, tendré que oponerme a ellos, in­­cluso poniéndome en peligro” (21). Asimismo Billuart escribe: “si un herético pervierte con una falsa doctrina a una comunidad entera, el particular (es decir, el fiel o el sacerdote que no está oficialmente investido del cuidado de las almas), si se entera y puede, debe im­pedirlo aún a riesgo de su vida. De hecho se debe de ayudar, aún arriesgando la propia vi­da, al bien común temporal y con mayor ra­zón al bien espiritual. Más aún cuando en este caso muchos individuos se encontrarían en una necesidad extrema” (22).

1.3. Estado actual de grave necesidad sin esperanza de socorro por parte de los pastores legítimos. La necesidad actual, grave y general, de las almas, carece de esperanza por parte de los pastores legítimos, ya que estos son gene­ral­­mente arrastrados o paralizados por el curso eclesial neomodernista. Es innegable, en efecto, que “las ideas que se oponen a la Verdad revelada y enseñada des­­de siempre”, las “verdaderas herejías (…) pro­­pagadas, en los campos de la dogmática y la moral”, por las que “los cristianos hoy se sien­­­ten en gran parte perdidos, confundidos, per­­­plejos y decepcionados” (Juan Pablo II cit.), o bien son direc­ta­mente propagadas por los miembros de la jerarquía (obispos y auto­ri­­dades romanas), o bien estas “ideas” y “he­re­jías” les convierten en cómplices o mudos. “La Iglesia –admitió (¡hace ya más de trein­ta años!) Pablo VI– se encuentra en una ho­­ra de inquietud, de autocrítica, diríamos de au­­­todemolición… Es como si la Iglesia quisie­ra gol­­pearse a sí misma”; lo que, en forma teo­ló­gicamente exacta, viene a decir que hoy la Iglesia y las almas son agredidas por los propios ministros de la Iglesia, como en la época del arrianismo, cuando “los sacerdotes de Cris­­to luchaban contra Cristo” (23). Es un hecho que, en Iota Unum, Romano Ame­rio ha podido documentar las desviaciones doctrinales postconciliares únicamente con “textos conciliares, actas de la Santa Se­de, alocuciones papales, declaraciones de car­de­­nales y obispos, pronunciamientos de Con­fe­­rencias Episcopales, y artículos del Osser­va­­­tore Romano”, en definitiva con “manifes­ta­­ciones oficiales u oficiosas del pensamiento de la Iglesia jerárquica” (24), llegando a la con­­clusión de que “la corrupción doctrinal ha de­­jado de ser un fenómeno de pequeños cír­cu­­los esotéricos” y “se ha convertido en una ac­­ción pública en el cuerpo eclesial en ho­mi­lías y libros, en la escuela y en la catequesis” (25). Siguiendo con Iota Unum, Romano Ame­­rio enseña lo que el llama la “desistencia” de la Autoridad, es decir, la renuncia por parte de la Autoridad Suprema a ejercer el poder re­­cibido de Nuestro Señor Jesucristo para con­­denar el error y apartar a los que mienten (26). “Muchos esperan del Papa –declara Pa­blo VI– gestos reticentes, intervenciones enér­gi­­cas y decisivas. El Papa no cree tener que se­­guir otra línea que no sea la de la confianza en Jesucristo, que defiende Su Iglesia contra cual­­quier cosa. Es Él el que amainará la tem­pes­­tad” (loc. cit.). Esto es efectivamente de fe, pero que no exonera a Pedro del deber de ocupar el lugar de Cristo en el gobierno de la Iglesia , recuperar el cetro y enderezarla. Para ilustrar el pontificado de Juan Pablo II, la declaración siguiente del Prefecto de la Con­­­gregación para la Doctrina de la Fe, el Card. Ratzinger, ante la conferencia episcopal chi­­lena, nos bastará: “El mito de la dureza del Va­­ticano frente a la desviaciones progre­sis­tas se revela como una vana elucubración. Has­­ta el momento solamente se han pronun­cia­­do admoniciones, y en ningún caso penas ca­­nónicas en sentido propio” (27). La “desistencia” de la Autoridad Suprema ante el error y sus propagadores conlleva la misma renuncia de cualquier autoridad dentro de la Iglesia. Es el Card. Ratzinger mis­mo quien reconoce en este mismo dis­curso al episcopado chileno: “El mismo obispo que, an­tes del Concilio, había expulsa­do a un pro­fe­sor irreprochable por causa de su forma de hablar un poco rústica, no ha sido ca­paz, después del Concilio, de echar a un profesor que ne­gó abiertamente algunas verdades fundamentales de la Fe”. Ahora bien, en cualquier parte donde las al­­mas no puedan esperar el socorro de los pas­­tores legítimos, se impone a cualquiera que ten­­ga la posibilidad, el deber sub gravi de pres­­tar socorro a los católicos “en gran parte” tentados por el ateísmo, por el agnosticismo… “por un cristianismo sociológico, sin dogmas definidos y sin moral objetiva” (Juan Pablo II, loc. cit.), y este deber recae ante todo so­­bre los obispos y acto seguido sobre los sa­­cerdotes, porque no socorrer a las almas en estado de necesidad espiritual no es sólo con­trario al precepto de la caridad, sino que tam­bién es una cosa “directe pugnans cum statu episcopali et sacerdotali [en desacuerdo directo con el estado episcopal y sacerdotal]” (Suárez).

1.4. Deber de suplencia de los obispos. Este deber de socorro se impone ante todo a los obispos, de una forma muy especial. El Pa­­pado y el episcopado –escribe el cardenal Jour­net– “son dos formas, la una independien­te…, la otra subordinada, a un mismo poder que viene de Cristo y que está dedicado a la sal­vación eterna de las almas” (28). Concretamente, el Papa y los obispos están en la Iglesia, por derecho divino positivo, co­­­mo el marido y la mujer están en la familia por derecho divino natural; el obispo esta su­bor­­dinado al Papa, lo mismo que la mujer de­be estarlo al marido, pero los dos (obispo y Pa­pa) están ordenados para el mismo fin: el bien de la Iglesia y la salvación de las almas. Y lo mismo que el deber de suplencia se impo­ne ante todo a la mujer, en la medida de sus po­­­sibilidades, en caso de que el marido –con culpa o sin ella– venga a faltar a su de­­ber, así un deber de suplencia se impone an­te todo a los obispos, en la medida de sus po­sibilidades, en el caso de que el Papa –con culpa o sin ella– no atienda a la necesidad de las almas. 3º principio: En caso de grave ne­ce­sidad pública, el deber de socorro se extiende al poder de orden (y no de jurisdicción) y el poder de jurisdicción deriva de la petición de los fieles, y no de la concesión del superior jerárquico [Eccle­sia supplet iurisdictionem]. Llegado el caso debemos prestar socorro, dentro de los límites de nuestras posibili­da­des; es decir, para un sacerdote y un obispo, viene a decir en los límites de su poder de or­­den. Esto es, en caso de necesidad ex­tre­ma de un individuo o de grave necesidad de un gran número de personas, cualquier sa­cer­­dote está obligado sub gravi a dar la ab­so­­lución sacramental, aunque esté privado de ju­­risdicción. San Alfonso escribe que “el ex­co­­mulgado vitando, si puede administrar vá­li­­­da­mente los sacramentos, está obligado a ad­­ministrarlos in articulo mortis [necesidad extrema de uno, equivalente a la necesidad gra­ve de muchos] por precepto divino y natu­ral, al cual no podrá oponerse el precepto hu­mano de la Iglesia” (29). Abreviando: si la necesidad extrema de un in­­dividuo o la necesidad grave de muchos lo pi­de, podemos hacer lícitamente, más bien de­bemos hacer bajo pena de pecado mortal, to­do lo que puede hacerse válidamente en virtud del poder de orden. La jurisdicción nece­sa­­ria se adquiere, cada vez, como respuesta a la petición de las almas: véase el canon 2261.2 y 3 del código pío-benedictino, donde dice que los fieles pueden “ex qualibet iusta causa” pedir los sacramentos al sacerdote excomulgado (a quien la Iglesia ha privado de jurisdicción) y “el excomulgado así requerido puede administrarlos” [“et tunc ex­communi­ca­­tus requisitus potest eadem ministrare”]. “Su petición [de los fieles] otorga al sacerdote excomulgado el poder de administrar los sacramentos”: éste es el comentario del padre Hugueny O.P. (30). Esto significa que, en la necesidad, el ejercicio del poder de orden en toda la amplitud necesaria, es llamado al acto, no por la voluntad del superior jerárqui­co, sino directamente por el estado de necesi­dad: “la acción que en otras circunstancias es­­taría prohibida… es lícita y permitida por el es­­tado de necesidad” (cf. Enciclopedia Ca­tto­­lica, voz Necesidad, estado de). En tales circunstancias extraordinarias se di­ce que la Iglesia “suple” la falta de jurisdicción. El Concilio de Trento (ses. 14, c. 7) nos ase­gura, en efecto, que va contra el pensa­mien­to de la Iglesia que las almas se pierdan a causa de reservas o de limitaciones jurisdic­cio­nales: “Muy piadosamente, sin embargo, a fin de que nadie perezca por esta ocasión, se guardó siempre en la Iglesia de Dios que ninguna reserva [jurisdiccional] subsista en peligro de muerte [necesidad extrema del individuo, equivalente a la necesidad grave de muchos]” (Denz. 903) (31). Inocencio XI, ata­jando toda controversia sobre la cuestión, es­tablece definitivamente que, en la necesidad, la Iglesia suple la jurisdicción que le falta a los sacerdotes heréticos, degradados y excomulgados vitandos (32). El pensamiento y el uso de la Iglesia están ba­sados en el principio de que en la necesidad se impone, por derecho natural y positivo, un grave deber de caridad, y que contra el derecho divino y natural, la Iglesia no tiene ningún poder. Hemos citado ya a San Alfonso: al “precepto divino y natural… no podrá opo­nerse el precepto humano de la Iglesia”. Suárez escribe: “La justicia o la caridad mandan evitar… el daño del prójimo, y a este mandato [divino] no puede oponerse razonable­men­te la ley humana” (33). Santo Tomás, por úl­timo, recuerda que “las disposiciones del de­re­cho humano no pueden jamás contravenir al derecho natural ni a la ley de Dios” (Summa Theol. II-II q. 66 a 7). Esto es válido ante to­do para el derecho humano eclesiástico, que debería facilitar, y no entorpecer, el ejerci­cio de la caridad. Es por esto que el P. Cap­pe­llo escribe que es cierto que la Iglesia suple la jurisdicción para ocuparse o bien de la ne­cesidad extrema de un individuo o bien “de la necesidad pública o general de los fieles” (34). “ La razón de esto –explica San Alfonso– es que de otra manera muchas almas se per­derían, luego entonces se supone que la Iglesia suple la jurisdicción” (35). En otros términos, así como en la necesidad ma­terial las cosas vuelven a su destino ini­cial, que es la utilidad de todos los hombres en ge­neral, así en la necesidad espiritual el poder de orden vuelve a su destino inicial, que es atender la necesidad de todas las almas en ge­neral, y cae la limitación (o privación total) de la jurisdicción que se deriva de las leyes eclesiásticas (36) : “Todo sacerdote –explica Santo Tomás–, en virtud de su poder de orden, tiene un poder igual sobre todos [los hombres] y para todos los pecados; el hecho de que no pueda absolver a todos [los hombres] de todos los pecados depende de la jurisdicción impuesta por la ley eclesiástica. Pero como «la necesidad no obedece a la ley» (cf. Consilium de observ. Ieiun., De Reg. Iur., V Decretal., c. 4), en caso de necesidad, él [cualquier sacerdote] no está impedido por la disposición de la Iglesia de poder absolver sacramentalmente, ya que lo tiene dado por el poder de orden “ (Summa Theol., Suppl. q. 8 a. 6). 1.5. La doctrina sobre la “jurisdicción su­ple­toria” se aplica también en el caso de un obispo que, ante una necesidad extra­or­dinaria, consagra a otro obispo y no po­ne en discusión el primado de jurisdicción del Papa. Confirmación histórica. La doctrina sobre la jurisdicción supletoria es­tá tratada ordinariamente a propósito del sa­cramento de la penitencia, porque la falta de jurisdicción convierte la confesión no sólo en ilícita, sino también en inválida. Esta doctri­na, sin embargo, puede ser aplicada por ana­lo­gía también en otros dominios (37). Así que, lo mismo que un sacerdote, en caso de nece­si­dad extrema de un individuo o de grave ne­ce­sidad pública sin esperanza de socorro por par­te de los pastores legítimos, no sólo puede, si no que debe absolver sacramentalmente “da­do que tiene el poder de orden” (Santo To­más cit.), así, si una necesidad grave y ge­ne­ral de las almas –sin esperanza de so­co­rro por parte de los pastores legítimos– lo exige, un obispo puede transmitir el episcopado, o más bien tiene el deber de hacerlo, “da­do que tie­ne el poder de orden”. El P. Cappello, S.I., dice que es cierto que la Iglesia suple la jurisdicción para atender la “ne­cesidad pública o general de los fieles” en to­dos los casos “en los que ha manifestado, o expresa o tácitamente, querer suplirla” (38). La historia muestra que la Iglesia ha manifesta­do, al menos tácitamente, la voluntad de suplir la jurisdicción para la consagración de otros obispos en caso de grave necesidad es­pi­ritual general o pública: en la historia más pró­xima, más allá del “telón de acero” los obispos “clandestinos” han sido consagrados sin autorización pontificia para atender las gra­ves necesidades generales de las almas; y en la historia más remota, durante la crisis arriana, al­gunos obispos, entre los que estaba San Eu­se­bio de Samosato, sin mandato pontificio, no sólo consagraron, sino que también esta­ble­cieron las sedes episcopales de otros obispos (39), y la Iglesia no vaciló en proclamar su santidad. El Card. Billot escribe que Jesús Nuestro Se­ñor instituyó el Primado, pero dejó en cierto modo indefinidos los límites del poder epis­co­pal, ya que “no habría sido adecuado que el derecho divino determinase inmutablemente lo que tendría que quedar a veces sujeto a cam­bios en función de la variedad de las cir­cuns­tancias y de los tiempos, de la facilidad más o menos grande de recurrir a la Sede Apos­tólica, y de otras cosas parecidas (De Ec­clesia Christi, q. XV, 2, p. 713). De hecho, la historia confirma que el estado de necesidad ha dilatado, junto con los de­beres de los obispos, igualmente su poder de jurisdicción. Dom A. Grea, de cuya adhesión al Primado no se puede dudar, en su li­bro De la Iglesia y de su divina constitución, dedica un capítulo entero a La acción extraordinaria del episcopado (vol. I, p. 218). No solamente al inicio del cristianismo –dice– las “necesidades de la Iglesia y del cris­tianismo” exigieron que el poder de orden episcopal se ejerciera en toda su extensión, sin limitaciones jurisdiccionales (p. 214), sino que, en las épocas siguientes, las circuns­tan­cias extraordinarias requirieron “de mani­fes­taciones más raras y extraordinarias todavía” del poder episcopal (p. 218), para “llevar remedio a las necesidades más urgentes del pueblo cristiano” (ibid.), para las que no había esperanza de socorro por parte de los pas­tores legítimos y del Papa. En tales circuns­tan­cias, en las que está también en juego el bien común de la Iglesia, las limitaciones juris­dic­cionales desaparecen y “prima la universa­li­dad” del poder episcopal –dice Dom Grea– “para ir directamente al socorro de las almas” (p. 218). “Así, en el siglo IV vemos a San Eu­sebio de Samosate recorrer las Iglesias orien­tales devastadas por los arrianos y con­sa­grar en ellas a los obispos católicos sin tener sobre ellas [estas Iglesias] ninguna jurisdic­ción especial (op. cit., p. 218). Palazzini recuerda que “hoy la jurisdicción [so­bre una diócesis] es otorgada [a los obispos] directa y expresamente por el Papa (…); en la Antigüedad, sin embargo, dependía más in­di­rectamente del Vicario de Cristo; casi por sí misma (quasi ex sese) salía del Papa a sus obispos, que permanecían en unión y paz con la Iglesia Romana, madre y cabeza de todas las Iglesias” (40). Y “casi por sí misma”, la jurisdicción parece haber fluido del Papa en la historia de la Iglesia cada vez que lo ha exi­gido una grave necesidad de la Iglesia y de las almas. En estas circunstancias extraordinarias –dice Dom Grea– el episcopado actúa “amparado por el consentimiento tácito de su Cabeza, y legitimado por la necesidad” (op. cit., vol. I, p. 220). Debe resaltarse que Dom Grea no dice que el consentimiento del Pa­­pa asegure a los obispos la existencia de la ne­­cesidad, sino que, al contrario, es la necesi­dad la que les garantiza el consentimiento del Papa. ¿Y por qué la necesidad hace cierto “el con­sentimiento” de su Cabeza, consentimiento que en realidad sus obispos ignorarían? Evi­den­temente, porque en la necesidad el parecer positivo de Pedro es obligado: si Pedro, en virtud del Primado, tiene el poder –recibido de Cristo– de ampliar o restringir el ejercicio del poder de orden episcopal, tiene también, de parte de Cristo, el deber de extenderlo o restringirlo según la necesidad de la Iglesia y de las almas. En el ejercicio del poder de las Llaves, en efecto, Cristo es siempre el “agente principal” (“llave de excelencia”) y “ningún otro hombre puede ejercer [el poder de las llaves] como agente principal” (Summa Theol., Supl q. 19 a. 4), sino solamente “como instrumento y ministro de Cristo” (“llave del Ministerio”) (Summa Theol., Supl. q. 18 a. 4). También las Llaves de Pedro son “las llaves del Ministerio”, y por esto Pedro no puede usar de forma arbitraria el poder de las Llaves, sino que debe atenerse al orden divino. Y el orden divino es que la jurisdicción fluya hacia los otros por medio de Pedro, de tal manera que se provea “sufi­cien­temente a la salvación de los fieles” (Sum­ma Contra Gentiles, c. 72). Así, si Pedro im­pidiese que fuesen atendidas las necesi­da­des de las almas, actuaría contra el orden divi­no e incurriría en una falta muy grave (v. Sum­ma Theol. Supl. q. 8, a. 4 a 9 y sq.). El Primado no es otra cosa que la plenitud de posesión de ese “poder público de go­ber­nar a los fieles con el fin de que alcancen la vida eterna” (41); es la plenitud de ese poder de jurisdicción que es “concedido no para el provecho del depositario, sino para el bien del pueblo y para el honor de Dios” (Summa Theol., Supl. q.8 a. 5 ad. 1), y “ninguna razón de derecho ni de sentido de equidad puede sostener que esto que ha sido salvífi­ca­men­te instituido para el provecho de los hombres se con­vier­ta en su detrimento” (Digesto, cit. en Summa Theol. I-II q. 96 a. 6 y II-II q. 60 a. 5 ad 2). Por esto escribe Dom Grea que las manifes­ta­ciones extraor­di­narias del po­der episcopal no cuestionan la doctrina sobre el Primado, por­que la necesidad sin espe­ran­za de socorro por parte de los pastores le­gítimos re­con­duce la “acción extraordinaria” del episcopado “a las leyes esenciales de la jerarquía”, que no se restringen a las leyes ju­risdiccionales ordinarias. Santo Tomás, ilustrando la constitución je­rár­quica de la Iglesia, escribió: “el que tiene un poder universal [el Papa] puede ejercer so­bre todos el poder de las llaves: los que sin em­bargo han recibido un poder concreto [los obispos] no pueden utilizar el poder de las llaves sobre cualquiera, sino solamente sobre los que han recibido en herencia; excepto en caso de necesidad” (Summa Theol., Supl., q. 20, a. 1). Lo que quiere decir que la cons­ti­tución jerárquica de la Iglesia, y por ende su Primado, no se cuestiona por “la acción nor­mal­­mente prohibida, que viene a ser lícita y permiti­da en el estado de necesidad” (42).


1.6. Refutación de algunas objeciones erró­neas. En el caso de Mons. Lefebvre, sin embargo, algunos, preocupados por salvar el Prima­do pontificio (el cual, tratándose de estado de necesidad, no se estaba cuestionando), han pretendido encerrar el poder de socorro de los obispos en los límites del poder jurisdiccio­nal. Por ejemplo, según los autores de un opúsculo (43), el problema sentado por las con­sa­gra­ciones episcopales de Mons. Le­febv­re de­be afrontarse no sólo en la vertiente del poder de orden, sino también del poder de juris­dic­­ción; y puesto que está en “el orden de las co­­sas deseadas por el mismo Cristo” el que co­rresponda siempre y solamente al soberano Pontífice “elevar al inferior (…) al nivel de su­cesor de los Apóstoles, confirién­do­le una ju­risdicción determinada [lo que pre­ci­­samente Mons. Lefebvre no hizo, pues trans­mitió sólo el poder de orden]” (p. 15), “en ningún caso”, ni siquiera en caso de nece­si­dad, puede un obispo consagrar a otro obispo sin mandato del Papa. Y la exclusión es tan rigurosa que los autores del opúsculo llegan a examinar el ejem­plo de los sacramentos: “así –escriben–quien no tiene agua para bau­tizar no puede bautizar con limonada a su hijo moribundo”, y “quien no es sacerdote no pue­de dar la ab­so­lución a un moribundo, aunque le hiciera fal­ta” (p. 57). Mala teología y muy mala lógica. Dejemos la respuesta a Santo Tomás: “El bautismo debe su eficacia a la consagración de la ma­­teria sacramental [luego nadie podrá bautizar con limonada]… Sin embargo, la eficacia del sacramento de la penitencia [así como el sacramento del orden sacerdotal] deriva de la consagración del ministro” (Summa Theol., Supl. q. 8 a. 6 ad 3). Luego quien no es sacerdote no puede ab­sol­ver, ni siquiera en caso de necesidad, pues no tiene el poder de orden; si lo hiciera, actua­ría de forma inválida, luego no teniendo poder no tiene tampoco el deber. Por el contrario, quien tiene el poder de orden actúa válida­men­te; y en caso de necesidad puede (más bien debe) hacer lícitamente todo lo que puede hacer válidamente: un sacerdote, absolver; un obispo, consagrar otro obispo, “pues tie­ne el poder para hacerlo”. Las leyes que li­mitan el poder de orden episcopal no son le­­yes inhabilitantes, es decir, que convierten el acto en nulo o convierten al sujeto en incapaz de hacerlo válidamente (como lo son las le­yes divinas sobre la materia y sobre el minis­tro de los sacramentos), sino leyes ju­risdic­cio­nales, y por consiguiente eclesiásti­cas. San Alfonso escribe: “en lo que concierne a la materia o a la forma de los sacramentos” la Iglesia no tiene el poder [nil potest Eccle­sia], “pero en lo referente a la jurisdicción la Iglesia puede suplir, y se presume que suple por el bien de las almas” (44). De hecho, en toda la historia de la Iglesia no se encuentra ningún cristiano bautizado con limonada, pero sí se encuentran sin embar­go obispos nombrados, ordenados e instituidos inconsulto Petro [sin consultar al Papa], in­clusive en período de Sede vacante (45). Esto no hubiera sido posible si fuera “el orden de las cosas deseadas por el mismo Cristo”, el que corresponda siempre y solamente a Pedro el poder de nombrar e instituir a los obispos, y “en ningún caso” a otro obispo. Si hubiera sido verdaderamente así, “el or­den de las cosas deseadas por el mismo Cristo” habría sido repetidamente violado durante siglos por la Iglesia, lo que es insostenible. Los autores del opúsculo, situados ante el ar­­gumento histórico (pp. 63 y ss.), escriben que esto demuestra que “la Iglesia sabe ser rea­­lista”, y que el Concilio de Nicea (325), de­sig­nando a los metropolitanos como com­pe­­tentes en el nombramiento y la institución de los obispos, habla “explícitamente de difi­cul­­tades de orden geográfico” (p. 64, n. A). Decididamente, los autores del opúsculo no se dan cuenta de su contradicción: como de­­muestra el ejemplo de los sacramentos por ellos adoptado, cuando se trata “del orden de las cosas queridas por el mismo Cristo”, la Iglesia no puede ser “realista”, y no hay mo­­tivos de orden geográfico que valgan. Así por ejemplo, no le está permitido a la Iglesia ser “realista” para el ministro o para la materia de las sacramentos, y desde luego nunca pue­­de permitir por “motivos geográficos” que un sacerdote consagre a un obispo (46), ni que en los países donde no se cultiva la uva se ce­lebre la Santa Misa con otra cosa que no sea vino de viña (pensemos en las dificulta­des del Card. Massaia en Abisinia). Si la Iglesia, para el nombramiento y la institución de los obispos, ha podido ser “realista” y tener en cuenta las “dificultades geográficas”, es se­ñal de que no está en “el orden de las cosas que­­ridas por el mismo Cristo”que el nombra­mien­­to de un obispo sea solamente competen­cia del Pontífice Romano, y de que desde luego no es en absoluto verdad que “en ningún ca­so”, ni siquiera en caso de necesidad, un obis­po pueda nombrar e instituir otro. Y de hecho en el pasado, por ejemplo cuan­do la herejía arriana amenazaba a toda la Iglesia, lo mismo que en nuestros días más allá del Telón de Acero, exigiéndolo la grave ne­­cesidad sin esperanza de socorro de las almas y de la Iglesia, los obispos han consagra­do no solo válidamente, sino también lícita­men­­te, a otros obispos sin haber recibido el man­­dato del Papa, y a su vez los obispos con­sa­grados sin mandato del Papa, han ejercido no sólo válidamente, sino también lícitamente, su poder episcopal, porque la necesidad de la Iglesia y de las almas lo pedían. Hasta el pun­to que ciertos teólogos, hechas las debidas precisiones, sostienen la hipótesis de que la Iglesia concede también tácitamente la juris­dic­ción a los obispos ortodoxos cismáticos con el fin de que, con la consagración de otros obispos, así como con la ordenación de otros sa­cerdotes, se atienda la necesidad de nume­ro­sas almas (47). Luego el problema de las consagraciones epis­copales de Mons. Lefebvre debe cierta­men­te ser afron­tado no sólo desde el punto de vista del po­der de orden, sino también desde el poder de jurisdicción, pero sin excluir la doctrina ca­tó­lica sobre la “jurisdicción su­plida” in specialibus adiunctis [en circuns­tan­cias extraordinarias], porque estamos dentro del dominio de la jurisdicción y en la Iglesia la jurisdicción es para las almas, y no las almas para la jurisdicción.

  • * *

Dentro del camino erróneo de los autores del opúsculo, llegan a sostener que “la cuestión de las consagraciones es un asunto funda­men­­talmente dogmático, y consecuentemente in­mutable en su solución, cualesquiera sean las circunstancias”, por tanto “los atrevidos lex positiva non obligat [cum tanto in­com­mo­do] parecen demasiado ex­pe­di­tivos” (p. 7). Dejando de lado que en el caso de Mons. Le­­febvre no se trata de “grave incomodidad”, si­no, como veremos más adelante, de la impo­si­bilidad moral absoluta de obedecer tanto a la ley como al legislador, aquí lo único “dema­sia­do expeditivo” es el “consecuentemente” de la afirmación: “es un asunto funda­men­tal­men­­te dogmático, y consecuentemente in­mu­ta­­ble en su solución”. Una ley disciplinaria, de hecho (y así son las leyes jurisdiccionales que disciplinan el ejer­­cicio del poder de orden), aunque sea fun­da­­mentalmente dogmática, no pierde por ello su naturaleza de ley disciplinar, y no se con­vier­te por tanto en cuestión dogmática y “con­se­cuentemente in­mu­ta­ble en su solución”. En el Código de Derecho Canónico existe un derecho “propuesto” por la Iglesia (y son las normas de derecho divino natural y po­sitivo, entre las que está el canon sobre el Primado) y un derecho “constituido” de la Iglesia (al cual pertenecen las normas que recogen el ejercicio del poder de orden episcopal, co­mo la reserva papal sobre las consagraciones episcopales) (48). El derecho constitui­do por la Iglesia es “fundamentalmente dog­má­tico”, porque “el dogma… es la condición y la guía de la norma canónica” (49), pero la nor­ma canónica se distingue y es bien dis­tin­gui­ble de su fundamento dogmático. La distin­ción se hace ratione Legislatoris immediati, es decir, considerando al Legislador inmediato de la norma (50). Parece evidente que el primado es de de­re­cho divino, porque lo instituyó directamente Nuestro Señor Jesucristo, pero la reserva pa­pal sobre las ordenaciones episcopales es de derecho eclesiástico, porque está instituida directamente por el Papa. Esto es lo que ha hecho posible la variación en materia de dis­­ciplina eclesiástica a través de los siglos: “a partir del siglo XI (…), a causa de los abusos que surgieron a veces por parte de los me­­tropolitanos, la consagración de los obispos comienza gradualmente a estar reservada en algunos lugares al Soberano Pontífice, y a partir del siglo XV la reserva ya es universal [y sólo dentro de la Iglesia latina]” (51). Reserva, entonces, introducida bastante tarde en la Iglesia y motivada por los abusos que habían surgido y no por derecho divino. Sin duda alguna, el Papa ha instituido esta reserva vi primatus [en virtud de su Primado], y el primado es el fundamento dogmático de es­ta norma canónica, pero no está permitido por ello identificar la norma canónica con su fun­damento dogmático y afirmar así que la nor­ma es tan “inmutable” como su fundamento dog­mático. Esto significa la anulación de toda dis­tinción entre derecho divino y derecho ecle­siás­tico humano, entre leyes dogmáticas y leyes jurisdiccionales. Declarar una norma canónica “inmutable cualesquiera sean las circunstancias” sólo porque tiene un “fundamento dogmático” significa darle el concepto de inmutable a todo o ca­si todo el Código de Derecho Canónico, y anular sic et simpliciter la doctrina católica so­bre las causas excusantes de la obligación de la ley. Cosa evidentemente absurda. En conclusión: puesto que Nuestro Señor Je­sucristo ha instituido el Primado, pero no ha determinado directamente los límites de la ju­risdicción episcopal (v. Billot cit.), y ha deja­do al Pontífice Romano determinar vi pri­ma­tus esos límites, queda claro que la reserva del Papa sobre las ordenaciones episcopales no es de derecho divino, sino eclesiástico, y por tanto no es “inmutable cualesquiera sean las circunstancias”, sino al contrario: como en todo derecho constituido por la Iglesia, se sobreentiende siempre la cláusula “salvo el bien común y la salus animarum en un caso parti­cu­lar y extraordinario examinado prudente­men­te”, cláusula que, “siendo universal y derivando racionalmente de la naturaleza de las co­sas, la omite el derecho en las leyes particu­la­res, sin que sin embargo deje de limitar ver­da­­deramente la materia y la obligación de­ter­mi­­nadas por toda ley humana” (52).


2. Solución al problema ocasionado por el “no” del Papa. 2.1. El “no” del Papa. Hemos visto que un obispo que –en estado de grave necesidad general de las almas– con­­sagra a otro obispo “dado que tiene el po­­der de orden” (Summa Theol. cit.), no po­ne en tela de juicio el primado de jurisdicción del Papa, a quien él tiene todo el derecho de pre­su­mir favora­ble a un acto requerido por las cir­cuns­­tancias ex­traordinarias “con el fin de que sea atendida ade­cuadamente” (Sum­ma Theol. cit.) la salud de las al­mas y el bien co­­mún: la salud de las almas es, de hecho, la ley su­prema de la Iglesia [salus ani­marum su­prema lex] y es cierto que la Iglesia “suple” la jurisdicción que falta cuando se trata de aten­der la “necesidad pública y general de los fieles” (P. Cappello, S.I., cit.). Esto no en­cuentra objeciones cuando la ape­lación al Pa­pa se hace materialmente im­po­­si­ble por las cir­cunstancias exteriores, co­mo en los casos his­tóricos que hemos recor­da­do. Pero, si el mismo Papa favorece o promue­ve un curso eclesiástico corrompido por el neo­modernismo y que amenaza, en las almas, los bienes fundamentales indispensables para la salvación (fe y buenas maneras); si el mismo Papa es causa directa o concomitante, y de todas formas, dada su más alta autoridad, cau­sa última de la grave y general necesidad es­piritual, sin esperanza de socorro por parte de los Pastores legítimos, ¿qué resultado podría tener en estas circunstancias la apelación al Papa? Éste será quizás materialmente ac­ce­sible, pero moralmente inaccesible; el re­cur­so a él será, sin duda alguna, materialmen­te posible, pero moralmente imposible y, si se realiza, desembocará fácilmente en un “no” al acto que las circunstancias extraordinarias exigen “con el fin de que sean atendidas ade­cua­damente” (Summa Theol. cit.) las graves ne­cesidades generales de las almas. Un com­por­tamiento diferente por parte del Papa pre­su­pone, en efecto, el arrepentimiento y humil­de reconocimiento de sus responsabilidades, da­do que este acto (las consagraciones epis­co­pales) no sería necesario si el mismo Pa­pa no fuese en cierta medida co­rres­pon­sa­ble del es­tado de grave y general necesidad. Nos queda preguntarnos si, en tales cir­cuns­­tancias, el fiel está obligado a obedecer el “no” del Papa, a pesar del daño a las nume­ro­sas almas; dicho de otra manera, si el “no” del Papa exonera de este deber sub gravi que incumbe –como ya hemos visto– por de­re­cho divino a cualquiera con la posibilidad de prestar socorro a las almas en estado de gra­ve necesidad general, sin esperanza de so­co­rro por parte de los pastores legítimos. Ésta es la cuestión a la que debemos responder, cues­tión que –una vez más– encuentra la res­pues­­ta en la doctrina católica sobre el estado de necesidad. Lo vamos a aclarar en los prin­ci­pios cuarto, quinto, sexto y séptimo: 1) es pro­pio de la necesidad obligar a socorrer in­de­pendientemente de la causa de la necesidad; 2) es propio de la necesidad que desapa­rez­ca en el superior el poder de obligar; 3) es pro­pio de la necesidad poner al súbdito en la im­­posibilidad moral de obedecer; 4) quien, obli­gado por la necesidad, no obedece, no nie­ga la Autoridad en su ejercicio legítimo, lue­go no puede ser acusado de desobediencia y menos aún de cisma. 4º principio: En la necesidad el deber de socorro es independiente de la causa de la necesidad, luego obliga en el caso de que sea el su­pe­rior mismo quien ponga a las almas en estado de necesidad. En la necesidad el deber de prestar socorro se impone independientemente de la causa de la necesidad, porque “a la caridad no le importa de dónde viene la necesidad, lo único que le interesa es que hay necesidad” (53). Así, en el ejemplo que hemos puesto en el plano del derecho natural, la mujer debe su­plir al marido incluso cuando sea el marido mis­mo quien ponga a la familia en estado de ne­cesidad. Paralelamente, el deber sub gravi de socorrer a las almas en estado de grave ne­cesidad obliga también si en una diócesis es el obispo el que expande o favorece el mo­der­nismo, o si es el Papa el que lo promueve o favorece en la Iglesia Universal. Como hemos visto ya, es justamente esta circunstancia la que hace nacer un grave deber de caridad, porque la necesidad de las almas existe sin ninguna esperanza de socorro por parte de los que ex officio deberían atender sus ne­cesidades ordinarias y extraordinarias. Luego esta circunstancia tendrá también el efecto de dificultar o llegar a hacer heroico el deber de socorro, a consecuencia de las con­­secuencias fácilmente previsibles: el estado de necesidad será negado y el recurso a un acto de socorro atraerá sobre el salvador aversiones y acusaciones injustas e injustifica­das. Y aquí el súbdito corre todavía “un pe­li­gro mas grave”, porque “podemos recurrir al Papa en caso de abuso de los prelados infe­rio­res” (54), pero contra el Papa no queda otro recurso que Dios (Sta. Catalina de Sie­na). 5º principio: Es propio de la necesi­dad que desaparezca en el superior la potestad de obligar, y si de he­cho obliga, su orden no es vin­cu­lante (inefficax). En el ejemplo que hemos dado en el plano na­tural, sería el caso de un marido que no sólo pusiese en estado de necesidad a sus hijos y no atendiese sus necesidades, sino que además impidiera a su mujer hacerlo en la me­di­da de lo posible. Es evidente que en este ca­­so el poder de mandar des­apa­recería en el ma­­rido y que, si de hecho manda, su orden no obliga a su mujer. El hecho de que en el caso de Mons. Le­fe­bvre el Superior sea el Papa no anula este prin­cipio. El Vicario de Cristo tiene, sobre to­do, el deber de atender la necesidad de las al­mas, y si no la atiende, o peor, es él mismo la causa directa o concomitante de la necesidad espiritual grave y general, no por ello tiene el poder de impedir que otro atienda en la me­dida de sus posibilidades a la necesidad de las almas, sobre todo si ese deber radica en su propio estado sacerdotal, y todavía más si es episcopal. La autoridad del Papa es, en efecto, ilimi­ta­da, pero hacia abajo, no hacia arriba: hacia arriba está limitada por el derecho divino, na­tu­ral y positivo: la autoridad del Papa es “mo­nár­quica (…) y absoluta, pero dentro de los límites del derecho divino, natural y positivo”, luego “ni el mismo Romano Pontífice puede ac­tuar contra el derecho divino o sin tenerlo en cuenta” (55). Ahora bien, en caso de nece­si­dad el derecho divino natural y positivo im­po­ne un deber de caridad, so pena de pecado mortal, a aquellos que tienen la posibilidad de prestar socorro; y en la necesidad espi­ri­tual impone ese deber ante todo a los obispos y a los sacerdotes (además del Papa), luego el Papa, como cualquier otro Superior, no puede oponerse a este deber (Suárez: “deest potestas in legislatore ad obli­gan­dum”, De Legibus VI, VII, 11). Por eso se dice que “la necesidad lleva con­sigo la dispensa, porque la necesidad no es­tá subordinada a la ley” (“ipsa necessitas ha­bet annexam despensationem quia ne­ce­ssitas non subditur legi”, Summa Theol. I-II q. 96 a. 6). No en el sentido de que en la ne­cesidad esté permitido hacer todo lo que que­ramos, sino en el sentido de que “la acción que de otra manera estaría prohibida, re­sulta lícita y permitida por el estado de necesidad” (56) para salvaguardar intereses más im­portantes que la obediencia a la ley o al su­perior. En este caso ningún superior tiene po­­der para exigir el respeto a la ley, porque no le está permitido a ningún su­pe­rior, y toda­vía menos al Papa, ejercer la au­toridad en per­juicio (especialmente si es es­pi­ritual y de nu­merosas almas) del prójimo, y contra los de­beres de estado de los demás, es­pecial­men­­te de los sacerdotes o de los obispos. Ni siquiera Dios, Legislador Supremo, obli­ga en la necesidad. “Por ello –recuerda Noldin– el mismo Cristo excusa a David, que en grave peligro comió los panes de la proposición, prohibidos a los laicos por derecho divino” (57). Según este principio, en la nece­si­dad dejan de obligar, además de las leyes hu­manas, incluso la ley divino-positiva y divino-natural prescriptiva (“Honrarás a tu padre y a tu madre”, “Santificarás las fiestas”); sólo sigue obligando la ley divino-natural ne­ga­tiva (“No matarás”), porque prohibe las ac­cio­nes intrínsecamente malas (y no malas por prohibidas, como son las consagraciones epis­­copales sin consentimiento pontificio). 6º principio: Es propio de la necesi­dad poner al súbdito en la impo­si­bi­lidad, física o moral, de obedecer. Es cierto que, en la necesidad, Dios no obli­ga, pero el Legislador terrenal “puede negar sin razón o contra la ley natural y la ley eterna” (58), luego puede de hecho prohibir la acción requerida por la necesidad. Pero pues­to que el “no” del Papa no tiene el poder de anular la grave necesidad general de las al­mas ni el deber conexo sub gravi de soco­rrer­las, el súbdito, especialmente si es obispo o sacerdote, se encuentra en la imposibilidad mo­ral y absoluta de obedecer, porque no po­dría obedecer sin pecar personalmente y perjudicar al prójimo. Luego es propio de la necesidad “crear una suerte de impotencia o imposibilidad de hacer una cosa ordenada, o no hacer una cosa prohibida” (59). No estamos en el caso de que la autoridad no debería obligar porque su­­mmum ius, summa iniuria, o que da una orden poco opor­­­tuna o imprudente y a la que, de todas for­mas, podríamos estar obligados a obedecer igualmente en pro del bien común. Al contrario, estamos en el caso de que la au­toridad no puede obligar, porque su orden se opone al derecho divino y natural “más elevado e imperioso” (“preceptum gravius et ma­gis obligans”) (60). En este caso obede­cer a la ley y al legislador sería “malum et peccatum” (Suárez, De Legibus VI, VII, 8 ), “malum” (Summa Theol., II-II q. 120 a.1 ), y “vitiosum” (Cayetano, en I-II, q. 96 a. 6), y por tanto no obedecer se convierte en un deber (inoboedientia debita) (61). En realidad, en este caso el sujeto no desobedece, si no que obedece a un precepto más alto e imperioso que emana de la Autori­dad divina, la cual “ordena el respeto de intereses mas importantes” (62). La autoridad terrena “no es la primera ni la única norma de la moralidad”; es norma normata, es de­cir, re­gla dictada por la ley divina, luego cuando la autoridad terrena va “contra la ley natural y la ley eterna”, “desobedecer a los hombres pa­ra obedecer a Dios se convierte en un deber” (63). 7º principio: Aquel que, obligado por la necesidad, no obedece, no po­ne en tela de juicio la Autoridad en su ejercicio legítimo. Para que haya desobediencia, “el mandamiento o la prohibición deben ser legítimos, lo cual sucede cuando el Papa o el ordinario tienen el poder de impartir la orden o la prohibición, y al mismo tiempo los súbditos están obligados a obedecer la orden o la prohi­bi­ción” (64). Pero hemos visto que: 1) es también válido para el Papa el principio según el cual, cuando la aplicación de una ley “fuese contra el bien común o el derecho natural [y, en el caso presente, también divino-positivo]… no entra en el poder del Le­gis­lador obligar” (65). 2) la necesidad, especialmente la necesidad de la que hablamos, crea en el súbdito “una suerte de impotencia o imposibilidad [en es­te caso moral y absoluta] de hacer una cosa or­denada, o no hacer una cosa prohibida”. Lue­go la orden o la prohibición de un superior que, en razón de las circunstancias extra­or­dinarias, se convierte en nefasta para las al­mas y para el bien común, así como contraria al estado del súbdito (Suárez, De religione, X, IX, 4), pierde su carácter de legitimidad, y libera al sujeto del deber de obediencia; “y quie­nes se comportan de esta manera no pueden ser acusados de haber faltado a la obe­dien­cia, ya que si la voluntad de los Superiores repugna a la voluntad y a las leyes de Dios, ellos mismos sobrepasan la medida de su poder” (66). Hemos citado ya a San Alfonso: en la ne­ce­sidad se impone “un precepto divino y na­tu­ral al que no se puede oponer el mandato hu­mano de la Iglesia”, ni siquiera el mandato del mismo Papa. El primado de jurisdicción del Papa no se pone de ningún modo en cuestión por la violación de una ley jurisdiccional (co­mo hemos visto) ni por la desobediencia mo­tivada por un estado de necesidad. De he­cho, el sacerdote o el obispo que, apremiados por la necesidad, no obedecen al Papa, no niegan por ello su subordinación al Papa fue­ra del caso de necesidad, y no rechazan la au­toridad en su ejercicio legítimo. Exactamente igual que la mujer que no niega la autoridad de su marido fuera del caso de necesidad, en el que ella tiene el deber de suplirle con­tra su voluntad irracionalmente contraria. Santo Tomás dice que quien actúa en esta­do de necesidad “no juzga la ley” ni al legislador, y ni siquiera considera su punto de vista mejor que el de la Autoridad, sino que “juzga el caso particular en el que las palabras de la ley [y/o la orden del legislador ] no deben ser observadas”, porque su observancia en este caso particular sería gravemente perjudicial, y por tanto la necesidad libera al súbdito de la acusación de arrogarse un poder que no le corresponde (Summa Theol. I-II q. 96 a. 6 ad 1 y 2). Gerson (loc. cit.) a su vez, dice que “el des­precio de las Llaves debe ser evaluado a par­tir del po­der legítimo y del uso legítimo del poder”. Luego un sacerdote que no obedece al Pa­pa que le prohibe absolver en caso de necesi­dad, o un obispo que no obedece al Papa que le prohibe una consagración episcopal exigida por la grave necesidad espiritual de nu­merosas almas amenazadas en la fe y en la mo­ral, y sin socorro por parte de los pastores legítimos, no puede ser acusado de “desprecio de las Llaves”, porque el Papa, actuan­do contra el derecho divino (natural y positivo), no hace un “uso legítimo” de las Llaves. El Primado conlleva una sumisión ciega y “sin examen del objeto” solamente in rebus fidei et morum (y cuando el Papa se expresa a ese nivel en que su autoridad es infalible); para el resto, la sumisión al Papa depen­de de las normas morales que regulan la obe­dien­cia. Luego entonces, si el Papa sobrepasa la “medida” de su poder, los súbditos, que obe­decen “a Dios antes que a los hombres” (Hech. 5, 29), “no pueden ser acusados de haber faltado a la obediencia” (León XIII, Diuturnum illud). Actuar de otro modo, dice Ger­son, “constituiría una aquiescencia propia de burros, y un fatuo temor propio de conejos” (loc. cit.).

  • * *

En el caso que estamos tratando, Mons. Le­­febvre no ha disputado al Vicario de Cristo el derecho de disciplinar, en virtud del Pri­ma­­do, el poder de orden episcopal; el sólo ha contestado que la reserva del Papa sobre las consagraciones episcopales no podía ser res­­petada sin grave peligro para muchas almas y sin falta grave por su parte en las cir­cuns­­tancias actuales, en las cuales, como ha re­­conocido el mismo Juan Pablo II, “se han ex­tendido a manos llenas las ideas que se oponen a la Verdad revelada y enseñada desde siem­pre; verdaderas herejías son propagadas, en los campos de la dogmática y la moral”; y “los cristianos hoy se sien­­ten en gran parte per­didos, confundidos, per­­plejos y decepcio­na­­dos”. “Tentados por el ateísmo, el agnos­ti­cis­mo, el iluminismo vaga­men­te mo­ralista, por un cristianismo sociológico, sin dog­mas defini­dos y sin moral objetiva”, generalmente no tie­nen esperanza de socorro por parte de los pas­tores legítimos. Del mismo modo, Mons. Lefebvre, no ha dis­putado al Papa el poder de gobernar a los obis­pos por el interés de la Iglesia y de las al­­mas, sino simplemente ha constatado que, en las circunstancias extraordinarias actuales, no podía obedecer al Papa sin grave peligro pa­ra la Iglesia y para las almas y sin falta grave personal, estando encargado de un deber de suplencia impuesto por la caridad y en­rai­za­do en su estado episcopal. Al violar mate­rial­­mente la norma disciplinaria y la orden reci­bi­da, se ha preocupado de reafirmar el funda­men­to dogmático (el Primado) y de mantener­se rigurosamente en los límites de la doctrina ca­tólica sobre el estado de necesidad, de tal ma­nera que el Card. Gagnon hubo de recono­cer que “Mons. Lefebvre no elevó al nivel de verdad la afirmación «tengo el poder de actuar en este dominio»” (67). Para sostener que Mons. Lefebvre, al re­sis­tir al “no” del Papa, negó el Primado, habría que sostener que quien resiste a una orden perjudicial de la Autoridad niega la Auto­ri­dad misma, lo cual es falso.

  • * *

Podemos ahora juzgar la posición de los crí­ticos de Mons. Lefebvre, que no reconoce­rán jamás al Papa el poder de prohibir una ac­ción necesaria para salvar a un hombre en pe­ligro de muerte temporal, pero que le reco­no­cen el poder de prohibir una acción necesa­ria para socorrer a numerosas almas expuestas al peligro de muerte eterna, y se lo reconocen para salvaguardar ese Primado que está con­ferido al Papa para salvar a las almas, no para perderlas. Gerson dice que son “los pusilánimes” quienes piensan “que el Papa es un Dios que tie­ne todo el poder sobre cielo y tierra” (loc. cit.), pero aquellos que critican a Mons. Le­febvre hacen del Papa más que un Dios, porque Dios no da órdenes para perjudicar a las al­mas, ni exige esta obediencia en detrimento de las almas. En realidad estas críticas injustas hacen del Primado la ley suprema de la Igle­sia, que no es el caso, pues el primado ha si­do ordenado para la salvación de las almas; degradan el Primado a despotis­mo, la obediencia debida al Papa a servilismo, y hacen de la obediencia la mas alta de las virtudes, cosa que no es… al menos según la doctrina ca­tólica, para la cual la obediencia, incluso al Pa­pa, tiene por finalidad el ejercicio de las vir­tudes teologales, y en primer lugar la caridad (68). Santo Tomás, a la objeción según la cual “a veces por obediencia se debe omitir el bien”, responde que “hay un bien al cual el hombre se debe necesariamente, como amar a Dios y otras cosas parecidas. Y ese bien no debemos abandonarlo de ninguna manera por obediencia” (Summa Theol., II-II q. 104 a. 3 ad 3). Entre las “otras cosas parecidas”, en primer lugar están los deberes de estado (es­pecialmente para los obispos) y el amor al pró­jimo, contenido como objeto secundario en el amor de Dios. De hecho, todo en la Iglesia, su misma constitución jerárquica con el Primado y las leyes que disciplinan el poder de orden, tiene como objetivo último la ca­ridad, y si “la necesidad no depende de la ley” [necessitas non subditur legi] (Summa Theol.cit.), es porque depende de la ley su­pre­ma, que es la caridad. Ley de la que de­pen­den también los Vicarios de Cristo, que tie­nen, sí, el Primado de jurisdicción y el derecho de disciplinar toda otra jurisdicción en la Iglesia, pero “por precepto divino, o más bien natu­ral, de caridad, están obligados a aten­der adecuadamente la necesidad de los fie­les” (Suárez, De poenitentiae sacramento, XXVI, IV, 7). 2.2. Unas palabras sobre la epiqueya “sine recursu ad Principem” (o epiqueya “necesaria”). Los principios recordados en esta segunda parte de nuestro estudio se fundan en la lla­mada epiqueya “necesaria” o “epiqueya sin re­curso al Superior” [epiqueya sine recursu ad Principem] (69), epiqueya entendida aquí no en el sentido vulgar, sino en un sentido amplio y propio y que se identifica con la equidad, que es la forma más alta de la justicia (“la epiqueya que nosotros [latinos] llamamos equidad”, Summa Theol. II-II q. 120 a. 1), que es virtud concerniente justamente “a los de­beres existentes en los casos particulares que se salen de lo ordinario” (Summa Theol. II-II q. 80), y que por ello se identifica en el de­recho canónico con las normas sobre la “ce­­sación ab intrinseco de la ley en un caso par­ticular” y sobre las “causas excusantes” de la observancia de la ley y de la obediencia al Legislador (70). Naz escribe que ya para Santo Tomás, “co­mo para Aristóteles, la intervención de la epiqueya está subordinada a la existencia de un de­recho. De tal manera que, en ciertos ca­­sos, la ley pierde su poder de obligar –así en el caso en que una de sus aplicaciones fuese con­­traria al bien común y al derecho natural– y en ese caso no está en el poder del Legislador el obligar” (71). Y también: “Ha lugar a la epiqueya cuando la voluntad del Legislador o bien no puede o bien no debe imponer la aplicación de la ley al caso en cuestión” (72). La necesidad de la que hablamos en el caso de Mons. Lefebvre es justamente el caso en el que el legislador no puede imponer la apli­cación de la ley, convertida, teniendo en cuen­ta las cir­cunstancias particulares, en con­tra­ria al bien común y al derecho divino natural y positivo. Por parte suya, al estar apremia­do por un precepto de derecho divino, natural y positivo, “el sujeto no sólo puede, si no que está obligado a no observar la ley, pida o no permiso a su Superior” (73). En efecto, explica Suárez (que habla preci­sa­­mente del Papa), “aquí no se trata de inter­pre­­tar la voluntad del superior, si no su poder”, para conocer el cual no es necesario ni obli­gado preguntar al superior, sino que es lí­cito servirse de “las reglas doctrinales” o de “los principios de la teología o del derecho” (74), dado que “conocemos con más certeza el poder [del superior], que no es libre, que su voluntad, que sí es libre” (75). Por tanto, el súb­dito, después de haber examinado pru­den­­­te­mente las circunstancias, y estando se­gu­­ro a partir de las “reglas doctrinales” o de los “principios de la teología o del derecho” de que sobrepasa el poder del legislador [ultra potestatem legislatoris] (76) obligar a res­­petar la ley con peligro para numerosas al­­mas, y de que obedecer en ese caso sería “ma­­lum et peccatum” (77), puede, o más bien debe, no atenerse a la ley y a la orden, y pue­de y debe hacerlo propria auctoritate (78), ex proprio arbitrio (79), por su propia ini­ciativa, sine recursu ad Principem (80), es decir, sin ninguna dispensa ni aprobación de su Superior. “Y la razón de esto –escribe Suá­rez– es que en este caso la autoridad del su­perior no puede tener ningún efecto; de he­cho, aun cuando él mismo quisiese que el súb­di­­to, después de recurrir a él, observara la ley, éste no podría obedecerle, porque hay que obedecer a Dios antes que a los hombres, y en tal caso está fuera de lugar [im­per­tinens] pedir permiso” (81). Volviendo a nuestro ejemplo, sería el caso de la mujer que, ante la grave necesidad de sus hijos, no necesita el acuerdo de su marido para ejercer su deber de suplencia, y si su ma­rido se lo prohibiese, no le debería obede­cer y está fuera de lugar que pida su consentimiento. Suárez, además, preguntándose si el peligro de perjuicio (para sí o para otro) excusa la obediencia, responde que “en el Legislador no se presume la voluntad de obligar en es­te caso, y si la tuviese no sería eficaz [et qua­mvis illam haberet esset inefficax]. (…) Y en esto concuerdan todos los doctores que ha­blan de la obediencia y de las leyes” (82). Luego “cuando conste con certeza que la ley, en una circunstancia particular, se vuelve in­justa o contraria a otro precepto o virtud más obligante, aquí la ley cesa de obligar y por propia iniciativa se puede no observarla sin recurrir al Superior” (83), dado que la ley, en este caso, no podría, “ser observada sin pecar” (84), lo mismo que el superior no podría, sin pecar, obligar al sujeto a respetarla. Queda el deber de evitar el escándalo del pró­­jimo, y “debemos intentar todo medio opor­tuno y humilde ante el soberano Pontífice (…). Pero si la insistencia humilde no sirve de nada, hay que reivindicar una viril y valien­te li­bertad” (Gerson, op. cit.). 2.3. Refutación de otras objeciones erróneas. Así pues, no es verdad que “esté permitido utilizarla solamente [la epiqueya] si el legislador es inaccesible”, como ya leímos en la p. 49 del opúsculo mencionado en la nota 43. Esto vale para la epiqueya en el sentido es­­tricto o impropio (85), y no para la epiqueya en el sentido amplio y propio. En el primer ca­­so (epiqueya en el sentido impropio o vulgar) suponemos que la autoridad, con bene­vo­­­lencia, no quiere obligar, aunque pueda ha­cer­­lo, y si el Legislador es accesible tenemos el deber de interrogarle, dado que se trata de su “voluntad, que es libre” (Suárez cit.). La epiqueya en sentido amplio y propio, al contra­rio, se refiere a los casos en los cuales la Au­to­­rid­ad no puede obligar, aunque quiera ha­cer­lo, y el súbdito se encuentra en la imposibi­li­­dad moral de obedecer, y por ello la epiqueya es “necesaria” (Suárez) y el recurso al legisla­dor no es en sí obligatorio. Al contrario, debe­mos omitirlo en el caso en el que se prevé que el superior obligaría a pesar del daño al re­­quirente o a otros. En este caso, no se trata de la voluntad del superior, si no de su “potes­tad, que no es libre” (Suárez cit.). Es todavía menos cierto lo que se dice en otra publicación: que “existe necesidad cuando es imposible contactar con el superior, lo cual supone una cierta urgencia en la decisión a tomar” (86). También esto es verdad sólo pa­ra la epiqueya en el sentido impropio o vulgar, y es verdad sólo parcialmente, porque la ne­cesidad no nace de la imposibilidad de con­tac­tar con el superior (“existe necesidad cuando es imposible contactar con el superior”), si­no que existe independientemente de ella y per­siste independientemente de la eventual negativa del superior. Para aclarar definitivamente la cuestión nos re­feriremos a lo que escribió el P. Tito Centi, O.P.: “Los moralistas han intentado precisar los criterios a seguir para la aplicación de la epiqueya. Sustancialmente los reducen a los tres casos siguientes: a) cuando en una situación particular las prescripciones de la ley po­si­tiva están en contradicción con una ley supe­rior que ordena el respeto de intereses más im­­portantes [epiqueya en sentido propio]; b) cuan­do, a causa de circunstancias excepcio­na­­les, la sumisión a la ley positiva sería dema­sia­­do gravosa, sin que resulte de ello un bien pro­porcionado al sacrificio que dicha ley exige, c) cuando, sin volverse negativa como en el primer caso, y sin imponer un heroísmo in­jus­tificado como en el segundo, la observancia de la ley positiva implica dificultades espe­cia­les e imprevisibles que la hacen accidental­men­te más dura que lo que debiera ser según la intención del legislador” (87). La grave necesidad espiritual de muchos en­caja en el primer caso: el caso de la ley po­sitiva que, en virtud de circunstancias extra­or­dinarias, se vuelve “negativa” porque está “en contradicción con una ley supe­rior que or­­dena el respeto de intereses más im­­por­tan­tes” (epiqueya en sentido propio). Los autores del opúsculo, sin embargo, así como de la publicación mencionada anteriormente, pa­re­­ce que sólo conocen el 2º y 3er caso (epiqueya en el sentido impropio o vulgar), que na­­da tiene que ver con el caso de Mons. Le­febvre. En su 1er caso, que es el caso de Mons. Le­­febvre, la epiqueya viene a coincidir con la equi­dad, y consecuentemente enlaza con la im­posibilidad moral de obedecer y es, co­mo ya hemos visto, un derecho (además de un de­ber); en el 2º y 3er caso, sin embargo, la epiqueya se identifica simplemente con la cle­men­­cia o moderación en la aplicación de las le­­yes y en el ejercicio de la Autoridad (vid. Ro­­berti-Palazzini, Dicc. de Teología moral, voz Equitá, o epiqueya; también Aequitas ca­­nonica cit. y Naz, Dicc. de Dcho. Can., voz Equidad). Es cierto, estamos en unas circunstancias ex­traordinarias, en las que hace falta remontar­se a principios más elevados que los que se apli­can ordinariamente; principios que no se predican todos los días y que por tanto son ig­norados por muchos, pero que de todas ma­ne­ras pueden hallarse en síntesis suscrita en no importa qué tratado sobre los principios generales del derecho y de la moral. Así por ejemplo, en las Institutiones Mo­ra­les Alphonsianae del P. Clemente Marc, en el n. 174 podemos leer: “Ha lugar a la epiqueya en el caso en que la ley se vuelve perjudi­cial o demasiado onerosa. En el primer caso [si es perjudicial], el superior no podría obligar, luego la epiqueya es necesaria [es el caso que nos interesa]”. Y también, en el De prin­ci­piis theologiae moralis de Noldin (III, n. 199) leemos: “Decimos que el fin de la ley ce­­sa contrarie cuando su observancia es per­ju­dicial… Si el fin de la ley en un caso particular cesa contrarie, la ley cesa [de obligar]. La razón es que, si el fin de la ley cesa con­tra­rie, tenemos el derecho de usar la epiqueya”. En fin, cualquier manual que exponga los prin­cipios del derecho canónico trata de la cesación ab intrinseco de la ley, es decir, de la ley que cesa de obligar por el solo hecho de ser en este caso perjudicial, y no porque el Legislador decrete la cesación, o conceda la dispensa (como en el caso de la cesación ab extrinseco). Tal es justamente el caso de la necesidad, que es la más fuerte de las causas excusantes de la observancia de la ley y de la obediencia (88). Sobre todo cuando esta ne­cesidad nace del deber, radicado en el propio estado, de socorrer numerosas almas en gra­­ve necesidad espiritual, porque “la salvación de las almas es para la sociedad espiritual el fin último hacia el cual están orientadas to­das sus leyes y sus instituciones” (Pío XII, dis­curso al II Congreso mundial del apostola­do de los laicos, octubre 1957): partiendo del Pa­pado, y sin olvidar el episcopado.

3. Conclusión. La conclusión de nuestro estudio es que, o bien negamos el estado de necesidad (es la vía elegida por el Vaticano) y por consiguiente la crisis actual de la Iglesia; o bien, si lo ad­mitimos (cfr. sì sì no no, ed. it., Ni cismáticos ni excomulgados, septiembre 1988), de­be­mos –si queremos ser coherentes– aprobar el gesto de Mons. Lefebvre, gesto que, por extraordinario que pueda parecer, debe ser juzgado en relación a la situación extraor­di­naria en la cual se encontró y en la cual por tanto “hay que juzgar sobre la base de principios más elevados que las leyes ordinarias” (Summa Theol., II-II q.51 a. 4). De los principios que hemos citado aquí con la brevedad necesaria, se sigue: 1) que Mons. Lefebvre tenía sub gravi el deber, al menos ex caritate, radicado en su es­tado episcopal, de socorrer a las almas que se volvían hacia él para recibir ayuda en el es­tado actual de grave necesidad general en la que las almas no podían ni pueden esperar el socorro de los Pastores legítimos; 2) que Mons. Lefebvre, teniendo en cuenta las circunstancias extraordinarias actuales, “da­do que tenía el poder de orden” (Summa Theol. cit.), tenía también el deber de consagrar otros obispos para asegurar (mediante otras ordenaciones sacerdotales) a los fieles en estado de grave y general necesidad, aquello que tienen el derecho de pedir a la jerarquía (doctrina sana y sacramentos): es lícito y obligado ayudar al prójimo en la necesidad has­ta el límite de las propias posibilidades: “li­cet alium iuvare quantum potest fieri” (89). 3) que Mons. Lefebvre estaba en la impo­si­bilidad moral y absoluta de obedecer al “no” del Papa, porque habría pecado por omisión con­tra el mandamiento de la caridad, enrai­za­do en su propio estado episcopal, manda­mien­to “mas grave y obligante” que la obe­dien­cia a la ley y al Legislador (Suárez cit.). El pecado de omisión, en efecto, consiste aquí en no dar un bien, debido por cualquier razón (en este caso por la razón de caridad en­rai­za­da en el estado episcopal), cuando sería oportuno darlo (Summa Theol. II-II q. 79 a.3). Y cualquier ley deja de obligar per se [por ella misma], es decir, sin dispensa o acuerdo del superior, si el daño que se desen­ca­­dena es general y grande (“lex per se ce­ssa­re si documentum… esset generale et ni­mium”: Suárez, De Legibus, VI, IX, 10). 4) que Mons. Lefebvre, actuando en esta­do de grave y general necesidad de las almas, obligado por un precepto de derecho di­vino, natural y positivo, no ha negado el Pri­ma­do de jurisdicción del Papa, ni siquiera ha des­obedecido al Papa, el cual “no puede actuar contra el derecho divino ni sin tenerlo en cuenta” (Palazzini, Dictionarium morale et ca­nonicum, voz Episcopi).

  • * *

El hecho de que el Vaticano haya negado el estado de necesidad no anula la gra­ve ne­ce­si­dad en la que se encuentran hoy nu­merosas almas, sino que confirma que este es­­tado de necesidad, al menos por el momen­to, no tiene esperanza de socorro por parte de la Santa Se­de. Por tanto, a los autores del opúsculo, que objetaban que “San Eusebio [de Sa­mo­sa­ta] actuó sin el consentimiento del Pa­pa, pero no con­tra el consentimiento del Pa­pa”, respondemos que se trata solamente de una cuestión de hecho, no de principio: San Eusebio no se encontró ante un “no” de un Pa­pa que promovía o favorecía el arria­nis­mo y, negando la crisis arriana, exigía el res­­peto de leyes que, en esas circunstancias ex­­traordinarias, habrían privado del socorro de­bido a las almas puestas en estado de grave necesidad espiritual por los arrianos. Si hu­bie­se tenido que enfrentarse a esta situación, San Eusebio habría debido atenerse a los prin­ci­pios morales recordados aquí y cumplir, no con­tra el “no” del Papa, sino a pesar del “no” del Papa, con el grave deber de caridad impuesto a su episcopado por la grave y general necesidad de las almas. Los autores del opúsculo manifiestan su des­precio por las argumentaciones de tipo “ilu­­minista” o “carismático”, entendiendo con ello censurar a cuantos han hecho con simplici­dad un acto de confianza en la rectitud y en la san­tidad personal de Mons. Lefebvre. En esto tam­poco tienen razón, se equivocan teo­ló­gi­ca­mente. En efecto, Santo Tomás escribe que “en las cosas que suceden raramente y en las cuales hace falta separarse de las leyes comunes… se exige una virtud de juicio anclada sobre principios más altos, virtud que hemos de­nominado gnome y que implica una especial perspicacia de juicio” (Summa Theol., II-II q.51 a. 4). Y esta singular “perspicacia de juicio” –dice S.Tomás– sólo se la puede po­seer en virtud de la santidad: “El hombre es­piritual recibe del hábito de la caridad la in­clinación a juzgar rectamente todas las cosas según las leyes divinas, pronunciando su jui­cio mediante el don de la sabiduría, como el justo lo pronuncia según las reglas del dere­cho mediante la virtud de la prudencia” (Summa Theol., II-II q. 60 a. 1 ad 2). Nos hemos servido en este estudio de esta a­r­gumentación y nos hemos ceñido únicamente a los principios generales de la teología y del Derecho Canónico con el fin de dejar claro, pa­ra aquellos que son conscientes de la cri­sis de la Iglesia y no sólo para los que reco­no­cen la san­tidad de Mons. Lefebvre, que en las circuns­­tan­cias extraordinarias actuales, más allá de “la obediencia cueste lo que cueste” (¿también la fe? ¿incluso la salvación del alma propia y del prójimo? ¿no sería ésta la “aquies­cencia propia de burros”, y el “fatuo te­mor propio de conejos” de que habla Ger­son?), y más allá de la tesis indemostrable de los sedevacantistas, existe una [verdadera] ter­ce­ra vía: atenerse a aquello que la misma Iglesia enseña sobre “el estado de necesidad”. Exac­­­tamente como hizo Mons. Le­febvre. Hirpinus

NOTAS (1) Motu Proprio del 2 de julio de 1998. (2) Brisbois, A propos des lois purement pé­nales, en Nouvelle revue théologique 65 (1938, p. 1072). (3) Vid. can. 20 del código pío-benedictino, y F.M. Cappello, S.I., Ius suppletorium, en Summa iuris canonici, vol. I, Roma 1961, p. 79. (4) Vid. E. Eichmann-K. Mörsdof, Trata­do de derecho canónico, y G. May, Legítima defensa, resistencia, necesidad. (5) Santo Tomás, Summa Theol. Suppl. q. 8 a 6; vid. también Palazzini, Dictionarium morale et canonicum, voz Caritas (erga pro­­xi­mum). (6) Palazzini, Dic­tio­na­rium morale et ca­no­nicum, voz Ca­ritas; Bi­lluart, De caritate, Diss. IV art. 3; Genicot, S.I., Institutiones Theo­logiae mo­ralis vol. I, 217 A y B, etc. (7) Humani Generis, 1950. (8) Motu Proprio de 18.11.1907. (9) Discurso en el seminario lombardo en Roma, 7.12.1968. (10) Discurso del 30.6.1972. (11) L’Osservatore Romano, 7.12.1981. (12) Genicot, S.I. Institutiones theo­logiae moralis, I, 217 B; Billuart, De caritate, IV, 3; San Alfonso, Theo­logia moralis, III, 27. (13) Suárez, De caritate, IX, II, n. 4. (14) Roberti-Palazzini, Dizionario di teo­lo­gia morale, voz Jurisdicción supletoria. (15) Naz, Diccionario de Derecho Canónico, voz Derecho canónico, col. 1446. (16) Discurso al II Congreso mundial del apostolado de los laicos (octubre 1957). (17) San Alfonso, Theologia moralis VI, IV, 625, y Opere Morali, Marietti, Turín 1848, XVI, VI, 126-127. (18) I Jn. 3,17; Summa Theol. II- II q.32 a. 1 y a. 5 ad 2; q. 71 a. 1; Billuart, De ca­ri­ta­te Dissert. IV art.3. (19) E. Genicot, S.I., op. cit. I, 21 B y C. (20) Theologia moralis III, III, n. 27. (21) Suárez, De charitate, IX, II, n.4. (22) De charitate, Dissert. IV art. 3. (23) San Jerónimo, Adversus Luciferia­nos. (24) Romano Amerio, Iota Unum, Sa­la­man­ca 1995, pp. 15-16. (25) Ibid. p. 477. (26) Ibid. p. 110 y ss. (27) Il Sabato, 30.7 a 5.8 de 1988. (28) Journet, La Iglesia del Verbo encarnado, vol. I. (29) San Alfonso, Theologia Moralis VI, IV, n. 560. (30) Summa Theol. XIII, La Penitencia, p. 420. (31) Suárez (De poenitentia, Disp. XXVI, sec. IV, n. 6) se pregunta si esta costumbre per­petua y común guardada por la Iglesia es de institución divina. En todo caso –concluye– la Iglesia no podría abolirla, ya que eso se­ría usar el poder “no para edificar, si no pa­ra demoler” (ibid.) (32) San Alfonso De paenit. sacram. XVI, V, n. 92. (33) Suárez, De Legibus, VI, VII, 13. (34) F.M. Cappello, Summa Iuris Ca­no­ni­ci, vol. I, p. 258, 2; también Palazzini, Dictionarium cit., voz Iurisdictio suppleta. (35) San Alfonso, De poeinitentiae sacramento, XVI, V, 90. (36) Santo Tomás, Summa Theol. II-II q. 66 a 7; cf. también II-II q. 32 a. 7 ad 3. (37) Vid. Palazzini, Dictionarium morale et canonicum, voz Iurisdictio sup­ple­ta. (38) F.M. Cappello, S.I., Summa iuris canonici, vol. I, Roma, 1961, p. 252. (39) Vid. Manlio Simonetti, La crisis arria­na en el siglo IV, Institutum Patristicum Augustinianum, Roma 1975. (40) Dict. mor. et ca­n., voz Episcopi. (41) Ibid., voz Iurisdictio. (42) Enciclopedia Católica, voz Necesidad, estado de. (43) De las consagraciones episcopales con­­tra la voluntad del Papa, ensayo colec­ti­­vo de la Hermandad de San Pedro. (44) De poenitentiae sacramento, tratado XVI, cap. V, n. 91. (45) Journet, op. cit., I, p. 528, nota 2. (46) Vid. Salaverri De Ecclesia, en Sum­ma Theologiae, BAC, Madrid. (47) Journet, op. cit., pp. 656-657. El P. Ti­to Centi, O.P., en la nota 1 a la Suma Teo­ló­gica de Santo Tomás, Ed. Salani, II-II q. 39 a. 4, escribe: “Tenemos un indicio en el he­cho de que la Iglesia no exija una confesión general a los cismáticos que vuelven a la uni­dad, ni la convalidación de sus eventuales im­pedimentos matrimoniales”. (48) Palazzini, Diction. mor. et ca­n., voz Fon­tes iuris canonici; Naz, Dic­tionnaire de Droit canonique, voz Droit ca­nonique. (49) Naz, loc. cit. (50) Genicot, S.I., Institutiones theo­lo­giae moralis, I, 85. (51) Palazzini, Dictionarium cit., voz Man­­da­tum Apostolicum. (52) L. Rodrigo, Praelectiones theolo­gi­co-mo­rales comillenses II, tratado De Le­gi­bus, Sal Terrae, Santander 1944, n. 393.2, p. 294 (cit. en F.J. Urrutia, S.I., Aequitas ca­no­nica, en Periodica de re morali, cano­ni­ca, liturgica, vol. 73, p. 46, n. 21, Universidad Pontificia Grego­ria­na). (53) Suárez, De charitate, IX, II, 3. (54) Gerson, De contemptu clavium et ma­­teria excommunicationum et irre­gu­la­ri­­­tatum (Basilea 1489), VII-XII, I, 33, cit. en Tito Centi, O.P., La scomunica di Gi­ro­la­mo Sa­vo­narola, Ed. Ares, Mi­lán. (55) Palazzini, Dictionarium morale et canonicum, voz Episcopi. (56) Enciclopedia cattolica, voz Necesi­dad, estado de. (57) Noldin, S.I., Summa Theologiae Mo­ralis, I, De Principiis, III, 8, p. 203. (58) Roberti-Palazzini, Dizionario di Teo­lo­gia morale, voz Resistencia al poder in­jus­to. (59) Diccionario de Derecho Canónico, voz Necesidad, col. 991. (60) Suárez, De Legibus, VI, VII, 12. (61) Palazzini, Dictionarium morale et ca­nonicum, voz Oboedientia. (62) Tito Centi, O.P., La Somma Teo­lo­gi­ca, Ed. Salani, vol. XIX, n. 1, p. 274. (63) Roberti-Palazzini cit., voz Resistenza al potere ingiusto; vid. León XIII, Libertas. (64) Palazzini, Diccionario cit., voz In­oboe­dientia. (65) Naz, Diccionario cit., voz Epiqueya. (66) León XIII, Diuturnum illud. (67) Entrevista en 30 Giorni, marzo 1991. (68) Palazzini, Dicc. cit, voz Oboe­dien­tia. (69) Suárez, De Legibus, VI, VIII, 1. (70) Vid. Roberti-Palazzini, Dicc. de Teología moral, Ed. Studium, voz Equitá (o epiqueya); también Aequitas canonica cit. y Naz, Dicc. de Dcho. Can., voz Equidad. (71) Naz, Dicc. cit., Epiqueya, col. 366. (72) Ibid. (73) Suárez, De Legibus VI, VIII, 2. (74) Ibid., 4. (75) Ibid., 5. (76) Suárez, De Legibus, VI, VII, 11. (77) Ibid. VI, VIII, 8. (78) Ibid. VI, VIII, 1. (79) Summa Theol., II q. 80 art. único. (80) Suárez, De Legibus, VI, VIII, 1. (81) Ibid. (82) Suárez, De statu perfectionis. De voto oboedientiae X, IV, 15. (83) Suárez, De Legibus, VI, VIII, 1. (84) Ibid., 2. (85) Naz, op. cit., voz Epiqueya, col. 369. (86) De Rome et d’ailleurs, sept./oct. 1991, p. 17. (87) Summa Theol. Ed. Salani, vol. XIX, nota 1, p. 274. (88) Naz, op. cit., voz Ex­cu­sa, col. 633. (89) Palazzini, op. cit., voz Iurisdic­tio suppleta.


Fuente: Radio Cristiandad