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Las consagraciones de los Obispos por Mons. Lefebvre
Preámbulo
Estas notas no interesan a aquellos que niegan la existencia de una crisis eclesiástica de excepcional gravedad, ya sea porque no tienen ojos para verla o porque tienen interés en negarlo; estas notas son para aquellos que, aun admitiendo la existencia de una crisis extraordinaria, no saben cómo justificar, basándose en la doctrina cristiana, el gesto extraordinario llevado a cabo por Mons. Lefebvre el 30.6.88, cuando, aun a pesar del “no” del Papa, transmitió el poder de orden episcopal a cuatro miembros de la Hermandad de San Pío X, que él había fundado.
Como sabemos, Mons. Lefebvre justificó su acto apelando al estado de necesidad. La fuerza de esta “causa excusante” no fue subestimada por las autoridades vaticanas, quienes no la contestaron en el plano doctrinal, sino que respondieron con un argumento de hecho: a saber, que no existía ese estado de necesidad (1), a sabiendas de que, si hubiese existido, el acto de Mons. Lefebvre habría estado plenamente justificado inclusive con el “no” del Papa, por la doctrina católica sobre los estados de necesidad. La fuerza de la justificación adoptada por Mons. Lefebvre escapa, sin embargo, a la mayoría, por el simple hecho de que la doctrina católica sobre el estado de necesidad, concerniente a los casos extraordinarios, a los cuales se aplican principios extraordinarios, es generalmente poco conocida. Nos proponemos pues explicarla –brevemente– con el fin de que en un tema tan grave procedamos con una conciencia bien informada y consecuentemente tranquila. Los principios que recordaremos aquí se encuentran en muchos tratados: De caritate erga proximum, De poenitentia (iurisdictio in specialibus adiunctis [jurisdicción en circunstancias extraordinarias]), De Legibus (particularmente, De cessatione legis ab intrinseco y De epiqueya sine recursu ad principem [epiqueya –en el sentido propio– sin recurrir al Superior]), así como en los diversos diccionarios de teología y de derecho canónico en las voces: caridad, equidad, epiqueya, causas excusantes de la obligación legal, imposibilidad, necesidad, obediencia, resistencia al poder injusto, cesación de la obligación de la ley, etc.
Antes de recordar los principios fundamentales sobre el estado de necesidad y de aplicarlos al caso en cuestión, es importante subrayar que existe un contrasentido al admitir una crisis extraordinaria en la Iglesia, y al mismo tiempo pretender medir esto que ha sido hecho en tales circunstancias extraordinarias con el metro de las normas válidas en las circunstancias ordinarias. Esto es contrario a la lógica y a la doctrina misma de la Iglesia. La ley, de hecho, “debe fundamentarse en las condiciones más normales de la vida social, y en consecuencia hace abstracción necesariamente de aquellas que raramente se presentan” (2). Y Santo Tomás: “Las leyes universales… han sido establecida para el bien de la mayoría. Luego, al instituirlas, el legislador tiene en cuenta aquello que sucede ordinariamente y en la mayor parte de los casos” (Summa Theol. II-II q. 147 a. 4). Entonces, dice también Santo Tomás, en los casos “que raramente ocurren” y en los que “ocurre… tener que actuar fuera de las leyes ordinarias”, “es necesario juzgar sobre la base de principios más elevados que las leyes ordinarias” (Summa Theol. II-II q.51 a. 4). Estos “principios más elevados” son los “principios generales del derecho divino y también humano” (Suárez, De Legibus, VI, VI, 5), que suplen el silencio de la ley positiva. La Iglesia autoriza a aplicar estos principios siempre que, para los casos no previstos por la ley, ella misma nos remita a los principios generales del derecho y al juicio común y constante de los Doctores. Dicho juicio, justamente porque es común y constante, debe ser considerado como canonizado por la Iglesia (3). Siendo así, proponemos, para comodidad de los lectores, un esquema de los argumentos que vamos a tratar.
Esquema
1. Deberes y poderes de un obispo en estado de necesidad.
1.1. El estado de necesidad y sus diversos grados.
1.2. Estado actual de grave necesidad espiritual general o pública o de grave necesidad de numerosas almas.
1º principio: La grave necesidad de muchos equivale a la necesidad extrema de un individuo.
2º principio: La grave necesidad general o pública sin esperanza de socorro por parte de los pastores legítimos impone, por derecho natural y divino, un deber de socorro sub gravi que, para un sacerdote y especialmente para un obispo, es intrínseco a su estado.
1.3. Estado actual de grave necesidad sin esperanza de socorro por parte de los pastores legítimos.
1.4. Deber de suplencia de los obispos.
3º principio: En caso de grave necesidad pública, el deber de socorro se extiende al poder de orden (y no de jurisdicción), y el poder de jurisdicción deriva de la petición de los fieles, y no de la concesión del superior jerárquico (Ecclesia supplet iurisdictionem).
1.5. La doctrina sobre la “jurisdicción supletoria” se aplica también en el caso de un obispo que, ante una necesidad extraordinaria, consagra a otro obispo y no pone en discusión el primado de jurisdicción del Papa. Confirmación histórica.
1.6. Refutación de algunas objeciones erróneas.
2. Solución al problema ocasionado por el “no” del Papa.
2.1. El “no” del Papa.
4º principio: En la necesidad el deber de socorro es independiente de la causa de la necesidad, luego obliga en el caso de que sea el superior mismo quien ponga a las almas en estado de necesidad.
5º principio: Es propio de la necesidad que desaparezca en el superior la potestad de obligar, y si de hecho obliga, su orden no es vinculante (inefficax).
6º principio: Es propio de la necesidad poner al súbdito en la imposibilidad, física o moral, de obedecer.
7º principio: Aquel que, obligado por la necesidad, no obedece, no pone en tela de juicio la Autoridad en su ejercicio legítimo.
2.2. Unas palabras sobre la epiqueya sine recursu ad Principem (o epiqueya “necesaria”).
2.3. Refutación de otras objeciones erróneas.
3. Conclusión.
1. Deberes y poderes de un Obispo en estado de necesidad.
1.1. El estado de necesidad y sus diversos grados. El estado de necesidad consiste en “una amenaza a los bienes espirituales, a la vida, a la libertad o a otros bienes terrenales” (4). Si la amenaza concierne a los bienes terrenales tenemos la necesidad material; si concierne a los bienes espirituales tenemos la necesidad espiritual, necesidad “mucho más apremiante que la necesidad material”, pues los bienes espirituales son mucho más importantes que los bienes materiales (5). De hecho puede haber diversos grados de necesidad espiritual, pero comúnmente los teólogos distinguen cinco: 1) Necesidad espiritual ordinaria (o común): es en la que cae cualquier pecador en circunstancias ordinarias. 2) Necesidad espiritual grave: es en la que cae un alma amenazada en sus bienes espirituales de gran importancia, como la fe y las buenas costumbres. 3) Necesidad espiritual casi extrema: es en la que se encuentra un alma que, sin el socorro de otro, podría muy difícilmente salvarse. 4) Necesidad espiritual extrema: es en la que se encuentra un alma que, sin el socorro de otro, no podría salvarse o bien podría tan difícilmente que su salvación podría considerarse como moralmente imposible. 5) Necesidad espiritual grave general o pública: es en la que se encuentran muchas almas amenazadas en sus bienes espirituales de gran importancia como la fe y las buenas costumbres. Los canonistas y los teólogos dan corrientemente como ejemplo de grave necesidad espiritual general o pública, las epidemias y la difusión pública de una herejía (6).
1.2. Estado actual de grave necesidad espiritual general o pública o de grave necesidad de numerosas almas. Hoy existe un estado de grave necesidad espiritual general (o pública), porque la fe y las buenas costumbres de mucho católicos se ven amenazadas por la difusión pública e indiscutible del neomodernismo o de la supuesta “nueva teología”, ya condenada por Pío XII como un enjambre de errores que “amenazan la subsistencia de los fundamentos de la fe católica” (7), reviviscencia de ese modernismo ya condenado por San Pío X como “síntesis de todas las herejías” (8). Esta difusión pública de errores y herejías fue dramáticamente denunciada por el mismo Pablo VI, que vino a hablar de “autodemolición” de la Iglesia (9) y de “humo de Satán en el templo de Dios” (10). Esto fue también admitido por Juan Pablo II al principio de su pontificado, con ocasión de un congreso para las misiones al pueblo: “Hay que admitir con realismo y con sensibilidad profunda y desgarradora que los cristianos hoy se sienten en gran parte perdidos, confundidos, perplejos y decepcionados; se han extendido a manos llenas las ideas que se oponen a la Verdad revelada y enseñada desde siempre; verdaderas herejías son propagadas, en los campos de la dogmática y la moral, creando dudas, confusiones, rebeliones; la liturgia ha sido alterada; inmersos en el ‘relativismo’ intelectual y moral, y por tanto en el ‘positivismo’, los cristianos son tentados por el ateísmo, el agnosticismo, el iluminismo vagamente moralista, por un cristianismo sociológico, sin dogmas definidos y sin moral objetiva” (11). Estado, así pues, de grave necesidad pública o general: grave, porque son la fe y la moral las que están amenazadas; pública o general, porque estos bienes espirituales, indispensables para la salvación, están amenazados en una “gran parte” del pueblo cristiano. Hoy, después de veinte años de pontificado, no sólo no ha cambiado, si no que podemos decir que se ha agravado notablemente. “Creíamos –reconoció Pablo VI– que después del Concilio vendría un día de Sol para la historia de la Iglesia. Ha sido, al contrario, un día nuboso, de tempestad, de dudas”. En esta tempestad, en medio de estas “dudas”, las almas deben sin embargo dirigirse hacia el puerto de la salvación eterna en el breve tiempo que les ha sido concedido. ¿Quién puede negar que, generalmente, hoy, muchas almas se encuentran en un estado de “grave necesidad espiritual”?
1º principio: La grave necesidad de muchos equivale a la necesidad extrema de un individuo. Es una doctrina común de los teólogos y de los canonistas que la grave necesidad de muchos (o general, o pública) equivale a la necesidad extrema de un individuo: “Gravis necessitas communis extremae equiparatur” (Palazzini, Diction. mor. et can. I, p. 571). Es éste un principio fundamental, porque esto viene a decir que en la grave necesidad de muchos está permitido aquello que se permite en caso de necesidad extrema de un individuo. Y esto –explican los teólogos– por varias razones: 1) porque entre numerosas personas en estado de grave necesidad no faltarán almas en estado de necesidad extrema: en una epidemia, por ejemplo, habrá almas incapaces de un acto de contrición perfecto y que de este modo, para salvarse, tengan necesidad de la absolución sacramental; así mismo, si una herejía se expande, habrá almas incapaces de defenderse de los sofismas de los herejes y en peligro de perder la fe (12); 2) porque la grave necesidad espiritual de muchos es también una amenaza para el bien común de la sociedad cristiana: no sólo cuando hay necesidad espiritual de muchos –escribe Suárez– se vuelve extrema para las personas a título individual, sino que además “en tal género de necesidad la misma religión cristiana y su honor están casi siempre en grave peligro” (13). Debe señalarse que el bien común debe ser considerado en peligro no sólo cuando muchos sufren un daño (en nuestro caso: pierden la fe), sino también cuando pueden sufrirlo (en nuestro caso: se puede perder la fe) por el mero hecho de que subsista una causa objetiva que haga posible ese peligro (14). Para juzgar hoy el bien común en peligro, es suficiente la difusión de errores y de herejías ya condenadas por la Iglesia, que exponen a las generaciones actuales a la pérdida de la fe y privan a las nuevas generaciones de la transmisión íntegra de la doctrina, despojando a todo el mundo –viejos y jóvenes– de los bienes que les debe la jerarquía en los términos del derecho eclesiástico (can. 682 del código “pío-benedictino”, y can. 213 del Nuevo Código): doctrina y sacramentos, cuyos ritos hoy son dejados a merced de la “creatividad” y además se confían a ese “arbitrio de las personas privadas, aunque sean miembros del clero”, ya condenado por Pío XII en Mediator Dei. Esto es suficiente para decir que hoy no solamente muchas almas se encuentran en estado de grave necesidad, sino que también está comprometido el “objetivo que la Iglesia persigue: el bien de la comunidad religiosa y la salvación eterna [de las almas]” (15), y por tanto está en juego –es el comentario de Pío XII al canon 682 mencionado anteriormente– “el sentido y el objetivo mismo de toda la vida de la Iglesia” (16), así como el bien común.
2º principio: La grave necesidad general o pública sin esperanza de socorro por parte de los pastores legítimos impone, por derecho natural y divino, un deber de socorro “sub gravi” que, para un sacerdote y especialmente para un obispo, es intrínseco a su estado. ¿A quién corresponde socorrer a las almas en estado de necesidad? En justicia (ex officio) esto corresponde a los Pastores legítimos, pero si, por cualquier motivo, el socorro viene a faltar, a título de caridad (ex caritate) este deber recae en toda persona que tenga la posibilidad de prestar socorro. San Alfonso y Suárez observan que el poder de orden añade al deber de caridad un deber de estado: el deber del estado sacerdotal, instituido por Jesús Nuestro Señor para satisfacer las necesidades espirituales de las almas (17). Debe señalarse que el deber de caridad impuesto por la necesidad de las almas es un deber sub gravi, es decir, bajo pena de pecado mortal; en efecto, el mandato más grande es el de la caridad, que obliga a socorrer al prójimo en la necesidad, sobre todo espiritual, y obliga bajo pena de pecado mortal en caso de necesidad extrema o casi extrema del individuo y en la necesidad grave de muchos, que se asemeja a la primera (18). Por ello Genicot escribe que “puede ser grave (hasta el punto de pecar mortalmente si se omite) la obligación de socorrer a la gente que, si no, por los esfuerzos de los herejes y de los incrédulos, perderían la fe, sobre todo porque a veces es moralmente imposible para los más simples reconocer los sofismas, y muchos caerían probablemente en una extrema necesidad” (19). Este deber de caridad, en algunos casos, puede llegar a obligar hasta el punto de arriesgar su propia vida, su reputación y sus bienes. San Alfonso dice que así obliga la grave necesidad espiritual pública o general, y que así “se atiende, aún arriesgando su vida, a administrar los Sacramentos al pueblo que, de otra manera, estaría en peligro de perder la fe” (20). Suárez da el mismo aviso: “si conozco la propagación de una herejía en el pueblo por los heréticos, tendré que oponerme a ellos, incluso poniéndome en peligro” (21). Asimismo Billuart escribe: “si un herético pervierte con una falsa doctrina a una comunidad entera, el particular (es decir, el fiel o el sacerdote que no está oficialmente investido del cuidado de las almas), si se entera y puede, debe impedirlo aún a riesgo de su vida. De hecho se debe de ayudar, aún arriesgando la propia vida, al bien común temporal y con mayor razón al bien espiritual. Más aún cuando en este caso muchos individuos se encontrarían en una necesidad extrema” (22).
1.3. Estado actual de grave necesidad sin esperanza de socorro por parte de los pastores legítimos. La necesidad actual, grave y general, de las almas, carece de esperanza por parte de los pastores legítimos, ya que estos son generalmente arrastrados o paralizados por el curso eclesial neomodernista. Es innegable, en efecto, que “las ideas que se oponen a la Verdad revelada y enseñada desde siempre”, las “verdaderas herejías (…) propagadas, en los campos de la dogmática y la moral”, por las que “los cristianos hoy se sienten en gran parte perdidos, confundidos, perplejos y decepcionados” (Juan Pablo II cit.), o bien son directamente propagadas por los miembros de la jerarquía (obispos y autoridades romanas), o bien estas “ideas” y “herejías” les convierten en cómplices o mudos. “La Iglesia –admitió (¡hace ya más de treinta años!) Pablo VI– se encuentra en una hora de inquietud, de autocrítica, diríamos de autodemolición… Es como si la Iglesia quisiera golpearse a sí misma”; lo que, en forma teológicamente exacta, viene a decir que hoy la Iglesia y las almas son agredidas por los propios ministros de la Iglesia, como en la época del arrianismo, cuando “los sacerdotes de Cristo luchaban contra Cristo” (23). Es un hecho que, en Iota Unum, Romano Amerio ha podido documentar las desviaciones doctrinales postconciliares únicamente con “textos conciliares, actas de la Santa Sede, alocuciones papales, declaraciones de cardenales y obispos, pronunciamientos de Conferencias Episcopales, y artículos del Osservatore Romano”, en definitiva con “manifestaciones oficiales u oficiosas del pensamiento de la Iglesia jerárquica” (24), llegando a la conclusión de que “la corrupción doctrinal ha dejado de ser un fenómeno de pequeños círculos esotéricos” y “se ha convertido en una acción pública en el cuerpo eclesial en homilías y libros, en la escuela y en la catequesis” (25). Siguiendo con Iota Unum, Romano Amerio enseña lo que el llama la “desistencia” de la Autoridad, es decir, la renuncia por parte de la Autoridad Suprema a ejercer el poder recibido de Nuestro Señor Jesucristo para condenar el error y apartar a los que mienten (26). “Muchos esperan del Papa –declara Pablo VI– gestos reticentes, intervenciones enérgicas y decisivas. El Papa no cree tener que seguir otra línea que no sea la de la confianza en Jesucristo, que defiende Su Iglesia contra cualquier cosa. Es Él el que amainará la tempestad” (loc. cit.). Esto es efectivamente de fe, pero que no exonera a Pedro del deber de ocupar el lugar de Cristo en el gobierno de la Iglesia , recuperar el cetro y enderezarla. Para ilustrar el pontificado de Juan Pablo II, la declaración siguiente del Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el Card. Ratzinger, ante la conferencia episcopal chilena, nos bastará: “El mito de la dureza del Vaticano frente a la desviaciones progresistas se revela como una vana elucubración. Hasta el momento solamente se han pronunciado admoniciones, y en ningún caso penas canónicas en sentido propio” (27). La “desistencia” de la Autoridad Suprema ante el error y sus propagadores conlleva la misma renuncia de cualquier autoridad dentro de la Iglesia. Es el Card. Ratzinger mismo quien reconoce en este mismo discurso al episcopado chileno: “El mismo obispo que, antes del Concilio, había expulsado a un profesor irreprochable por causa de su forma de hablar un poco rústica, no ha sido capaz, después del Concilio, de echar a un profesor que negó abiertamente algunas verdades fundamentales de la Fe”. Ahora bien, en cualquier parte donde las almas no puedan esperar el socorro de los pastores legítimos, se impone a cualquiera que tenga la posibilidad, el deber sub gravi de prestar socorro a los católicos “en gran parte” tentados por el ateísmo, por el agnosticismo… “por un cristianismo sociológico, sin dogmas definidos y sin moral objetiva” (Juan Pablo II, loc. cit.), y este deber recae ante todo sobre los obispos y acto seguido sobre los sacerdotes, porque no socorrer a las almas en estado de necesidad espiritual no es sólo contrario al precepto de la caridad, sino que también es una cosa “directe pugnans cum statu episcopali et sacerdotali [en desacuerdo directo con el estado episcopal y sacerdotal]” (Suárez).
1.4. Deber de suplencia de los obispos. Este deber de socorro se impone ante todo a los obispos, de una forma muy especial. El Papado y el episcopado –escribe el cardenal Journet– “son dos formas, la una independiente…, la otra subordinada, a un mismo poder que viene de Cristo y que está dedicado a la salvación eterna de las almas” (28). Concretamente, el Papa y los obispos están en la Iglesia, por derecho divino positivo, como el marido y la mujer están en la familia por derecho divino natural; el obispo esta subordinado al Papa, lo mismo que la mujer debe estarlo al marido, pero los dos (obispo y Papa) están ordenados para el mismo fin: el bien de la Iglesia y la salvación de las almas. Y lo mismo que el deber de suplencia se impone ante todo a la mujer, en la medida de sus posibilidades, en caso de que el marido –con culpa o sin ella– venga a faltar a su deber, así un deber de suplencia se impone ante todo a los obispos, en la medida de sus posibilidades, en el caso de que el Papa –con culpa o sin ella– no atienda a la necesidad de las almas. 3º principio: En caso de grave necesidad pública, el deber de socorro se extiende al poder de orden (y no de jurisdicción) y el poder de jurisdicción deriva de la petición de los fieles, y no de la concesión del superior jerárquico [Ecclesia supplet iurisdictionem]. Llegado el caso debemos prestar socorro, dentro de los límites de nuestras posibilidades; es decir, para un sacerdote y un obispo, viene a decir en los límites de su poder de orden. Esto es, en caso de necesidad extrema de un individuo o de grave necesidad de un gran número de personas, cualquier sacerdote está obligado sub gravi a dar la absolución sacramental, aunque esté privado de jurisdicción. San Alfonso escribe que “el excomulgado vitando, si puede administrar válidamente los sacramentos, está obligado a administrarlos in articulo mortis [necesidad extrema de uno, equivalente a la necesidad grave de muchos] por precepto divino y natural, al cual no podrá oponerse el precepto humano de la Iglesia” (29). Abreviando: si la necesidad extrema de un individuo o la necesidad grave de muchos lo pide, podemos hacer lícitamente, más bien debemos hacer bajo pena de pecado mortal, todo lo que puede hacerse válidamente en virtud del poder de orden. La jurisdicción necesaria se adquiere, cada vez, como respuesta a la petición de las almas: véase el canon 2261.2 y 3 del código pío-benedictino, donde dice que los fieles pueden “ex qualibet iusta causa” pedir los sacramentos al sacerdote excomulgado (a quien la Iglesia ha privado de jurisdicción) y “el excomulgado así requerido puede administrarlos” [“et tunc excommunicatus requisitus potest eadem ministrare”]. “Su petición [de los fieles] otorga al sacerdote excomulgado el poder de administrar los sacramentos”: éste es el comentario del padre Hugueny O.P. (30). Esto significa que, en la necesidad, el ejercicio del poder de orden en toda la amplitud necesaria, es llamado al acto, no por la voluntad del superior jerárquico, sino directamente por el estado de necesidad: “la acción que en otras circunstancias estaría prohibida… es lícita y permitida por el estado de necesidad” (cf. Enciclopedia Cattolica, voz Necesidad, estado de). En tales circunstancias extraordinarias se dice que la Iglesia “suple” la falta de jurisdicción. El Concilio de Trento (ses. 14, c. 7) nos asegura, en efecto, que va contra el pensamiento de la Iglesia que las almas se pierdan a causa de reservas o de limitaciones jurisdiccionales: “Muy piadosamente, sin embargo, a fin de que nadie perezca por esta ocasión, se guardó siempre en la Iglesia de Dios que ninguna reserva [jurisdiccional] subsista en peligro de muerte [necesidad extrema del individuo, equivalente a la necesidad grave de muchos]” (Denz. 903) (31). Inocencio XI, atajando toda controversia sobre la cuestión, establece definitivamente que, en la necesidad, la Iglesia suple la jurisdicción que le falta a los sacerdotes heréticos, degradados y excomulgados vitandos (32). El pensamiento y el uso de la Iglesia están basados en el principio de que en la necesidad se impone, por derecho natural y positivo, un grave deber de caridad, y que contra el derecho divino y natural, la Iglesia no tiene ningún poder. Hemos citado ya a San Alfonso: al “precepto divino y natural… no podrá oponerse el precepto humano de la Iglesia”. Suárez escribe: “La justicia o la caridad mandan evitar… el daño del prójimo, y a este mandato [divino] no puede oponerse razonablemente la ley humana” (33). Santo Tomás, por último, recuerda que “las disposiciones del derecho humano no pueden jamás contravenir al derecho natural ni a la ley de Dios” (Summa Theol. II-II q. 66 a 7). Esto es válido ante todo para el derecho humano eclesiástico, que debería facilitar, y no entorpecer, el ejercicio de la caridad. Es por esto que el P. Cappello escribe que es cierto que la Iglesia suple la jurisdicción para ocuparse o bien de la necesidad extrema de un individuo o bien “de la necesidad pública o general de los fieles” (34). “ La razón de esto –explica San Alfonso– es que de otra manera muchas almas se perderían, luego entonces se supone que la Iglesia suple la jurisdicción” (35). En otros términos, así como en la necesidad material las cosas vuelven a su destino inicial, que es la utilidad de todos los hombres en general, así en la necesidad espiritual el poder de orden vuelve a su destino inicial, que es atender la necesidad de todas las almas en general, y cae la limitación (o privación total) de la jurisdicción que se deriva de las leyes eclesiásticas (36) : “Todo sacerdote –explica Santo Tomás–, en virtud de su poder de orden, tiene un poder igual sobre todos [los hombres] y para todos los pecados; el hecho de que no pueda absolver a todos [los hombres] de todos los pecados depende de la jurisdicción impuesta por la ley eclesiástica. Pero como «la necesidad no obedece a la ley» (cf. Consilium de observ. Ieiun., De Reg. Iur., V Decretal., c. 4), en caso de necesidad, él [cualquier sacerdote] no está impedido por la disposición de la Iglesia de poder absolver sacramentalmente, ya que lo tiene dado por el poder de orden “ (Summa Theol., Suppl. q. 8 a. 6). 1.5. La doctrina sobre la “jurisdicción supletoria” se aplica también en el caso de un obispo que, ante una necesidad extraordinaria, consagra a otro obispo y no pone en discusión el primado de jurisdicción del Papa. Confirmación histórica. La doctrina sobre la jurisdicción supletoria está tratada ordinariamente a propósito del sacramento de la penitencia, porque la falta de jurisdicción convierte la confesión no sólo en ilícita, sino también en inválida. Esta doctrina, sin embargo, puede ser aplicada por analogía también en otros dominios (37). Así que, lo mismo que un sacerdote, en caso de necesidad extrema de un individuo o de grave necesidad pública sin esperanza de socorro por parte de los pastores legítimos, no sólo puede, si no que debe absolver sacramentalmente “dado que tiene el poder de orden” (Santo Tomás cit.), así, si una necesidad grave y general de las almas –sin esperanza de socorro por parte de los pastores legítimos– lo exige, un obispo puede transmitir el episcopado, o más bien tiene el deber de hacerlo, “dado que tiene el poder de orden”. El P. Cappello, S.I., dice que es cierto que la Iglesia suple la jurisdicción para atender la “necesidad pública o general de los fieles” en todos los casos “en los que ha manifestado, o expresa o tácitamente, querer suplirla” (38). La historia muestra que la Iglesia ha manifestado, al menos tácitamente, la voluntad de suplir la jurisdicción para la consagración de otros obispos en caso de grave necesidad espiritual general o pública: en la historia más próxima, más allá del “telón de acero” los obispos “clandestinos” han sido consagrados sin autorización pontificia para atender las graves necesidades generales de las almas; y en la historia más remota, durante la crisis arriana, algunos obispos, entre los que estaba San Eusebio de Samosato, sin mandato pontificio, no sólo consagraron, sino que también establecieron las sedes episcopales de otros obispos (39), y la Iglesia no vaciló en proclamar su santidad. El Card. Billot escribe que Jesús Nuestro Señor instituyó el Primado, pero dejó en cierto modo indefinidos los límites del poder episcopal, ya que “no habría sido adecuado que el derecho divino determinase inmutablemente lo que tendría que quedar a veces sujeto a cambios en función de la variedad de las circunstancias y de los tiempos, de la facilidad más o menos grande de recurrir a la Sede Apostólica, y de otras cosas parecidas (De Ecclesia Christi, q. XV, 2, p. 713). De hecho, la historia confirma que el estado de necesidad ha dilatado, junto con los deberes de los obispos, igualmente su poder de jurisdicción. Dom A. Grea, de cuya adhesión al Primado no se puede dudar, en su libro De la Iglesia y de su divina constitución, dedica un capítulo entero a La acción extraordinaria del episcopado (vol. I, p. 218). No solamente al inicio del cristianismo –dice– las “necesidades de la Iglesia y del cristianismo” exigieron que el poder de orden episcopal se ejerciera en toda su extensión, sin limitaciones jurisdiccionales (p. 214), sino que, en las épocas siguientes, las circunstancias extraordinarias requirieron “de manifestaciones más raras y extraordinarias todavía” del poder episcopal (p. 218), para “llevar remedio a las necesidades más urgentes del pueblo cristiano” (ibid.), para las que no había esperanza de socorro por parte de los pastores legítimos y del Papa. En tales circunstancias, en las que está también en juego el bien común de la Iglesia, las limitaciones jurisdiccionales desaparecen y “prima la universalidad” del poder episcopal –dice Dom Grea– “para ir directamente al socorro de las almas” (p. 218). “Así, en el siglo IV vemos a San Eusebio de Samosate recorrer las Iglesias orientales devastadas por los arrianos y consagrar en ellas a los obispos católicos sin tener sobre ellas [estas Iglesias] ninguna jurisdicción especial (op. cit., p. 218). Palazzini recuerda que “hoy la jurisdicción [sobre una diócesis] es otorgada [a los obispos] directa y expresamente por el Papa (…); en la Antigüedad, sin embargo, dependía más indirectamente del Vicario de Cristo; casi por sí misma (quasi ex sese) salía del Papa a sus obispos, que permanecían en unión y paz con la Iglesia Romana, madre y cabeza de todas las Iglesias” (40). Y “casi por sí misma”, la jurisdicción parece haber fluido del Papa en la historia de la Iglesia cada vez que lo ha exigido una grave necesidad de la Iglesia y de las almas. En estas circunstancias extraordinarias –dice Dom Grea– el episcopado actúa “amparado por el consentimiento tácito de su Cabeza, y legitimado por la necesidad” (op. cit., vol. I, p. 220). Debe resaltarse que Dom Grea no dice que el consentimiento del Papa asegure a los obispos la existencia de la necesidad, sino que, al contrario, es la necesidad la que les garantiza el consentimiento del Papa. ¿Y por qué la necesidad hace cierto “el consentimiento” de su Cabeza, consentimiento que en realidad sus obispos ignorarían? Evidentemente, porque en la necesidad el parecer positivo de Pedro es obligado: si Pedro, en virtud del Primado, tiene el poder –recibido de Cristo– de ampliar o restringir el ejercicio del poder de orden episcopal, tiene también, de parte de Cristo, el deber de extenderlo o restringirlo según la necesidad de la Iglesia y de las almas. En el ejercicio del poder de las Llaves, en efecto, Cristo es siempre el “agente principal” (“llave de excelencia”) y “ningún otro hombre puede ejercer [el poder de las llaves] como agente principal” (Summa Theol., Supl q. 19 a. 4), sino solamente “como instrumento y ministro de Cristo” (“llave del Ministerio”) (Summa Theol., Supl. q. 18 a. 4). También las Llaves de Pedro son “las llaves del Ministerio”, y por esto Pedro no puede usar de forma arbitraria el poder de las Llaves, sino que debe atenerse al orden divino. Y el orden divino es que la jurisdicción fluya hacia los otros por medio de Pedro, de tal manera que se provea “suficientemente a la salvación de los fieles” (Summa Contra Gentiles, c. 72). Así, si Pedro impidiese que fuesen atendidas las necesidades de las almas, actuaría contra el orden divino e incurriría en una falta muy grave (v. Summa Theol. Supl. q. 8, a. 4 a 9 y sq.). El Primado no es otra cosa que la plenitud de posesión de ese “poder público de gobernar a los fieles con el fin de que alcancen la vida eterna” (41); es la plenitud de ese poder de jurisdicción que es “concedido no para el provecho del depositario, sino para el bien del pueblo y para el honor de Dios” (Summa Theol., Supl. q.8 a. 5 ad. 1), y “ninguna razón de derecho ni de sentido de equidad puede sostener que esto que ha sido salvíficamente instituido para el provecho de los hombres se convierta en su detrimento” (Digesto, cit. en Summa Theol. I-II q. 96 a. 6 y II-II q. 60 a. 5 ad 2). Por esto escribe Dom Grea que las manifestaciones extraordinarias del poder episcopal no cuestionan la doctrina sobre el Primado, porque la necesidad sin esperanza de socorro por parte de los pastores legítimos reconduce la “acción extraordinaria” del episcopado “a las leyes esenciales de la jerarquía”, que no se restringen a las leyes jurisdiccionales ordinarias. Santo Tomás, ilustrando la constitución jerárquica de la Iglesia, escribió: “el que tiene un poder universal [el Papa] puede ejercer sobre todos el poder de las llaves: los que sin embargo han recibido un poder concreto [los obispos] no pueden utilizar el poder de las llaves sobre cualquiera, sino solamente sobre los que han recibido en herencia; excepto en caso de necesidad” (Summa Theol., Supl., q. 20, a. 1). Lo que quiere decir que la constitución jerárquica de la Iglesia, y por ende su Primado, no se cuestiona por “la acción normalmente prohibida, que viene a ser lícita y permitida en el estado de necesidad” (42).
1.6. Refutación de algunas objeciones erróneas.
En el caso de Mons. Lefebvre, sin embargo, algunos, preocupados por salvar el Primado pontificio (el cual, tratándose de estado de necesidad, no se estaba cuestionando), han pretendido encerrar el poder de socorro de los obispos en los límites del poder jurisdiccional. Por ejemplo, según los autores de un opúsculo (43), el problema sentado por las consagraciones episcopales de Mons. Lefebvre debe afrontarse no sólo en la vertiente del poder de orden, sino también del poder de jurisdicción; y puesto que está en “el orden de las cosas deseadas por el mismo Cristo” el que corresponda siempre y solamente al soberano Pontífice “elevar al inferior (…) al nivel de sucesor de los Apóstoles, confiriéndole una jurisdicción determinada [lo que precisamente Mons. Lefebvre no hizo, pues transmitió sólo el poder de orden]” (p. 15), “en ningún caso”, ni siquiera en caso de necesidad, puede un obispo consagrar a otro obispo sin mandato del Papa. Y la exclusión es tan rigurosa que los autores del opúsculo llegan a examinar el ejemplo de los sacramentos: “así –escriben–quien no tiene agua para bautizar no puede bautizar con limonada a su hijo moribundo”, y “quien no es sacerdote no puede dar la absolución a un moribundo, aunque le hiciera falta” (p. 57).
Mala teología y muy mala lógica. Dejemos la respuesta a Santo Tomás: “El bautismo debe su eficacia a la consagración de la materia sacramental [luego nadie podrá bautizar con limonada]… Sin embargo, la eficacia del sacramento de la penitencia [así como el sacramento del orden sacerdotal] deriva de la consagración del ministro” (Summa Theol., Supl. q. 8 a. 6 ad 3).
Luego quien no es sacerdote no puede absolver, ni siquiera en caso de necesidad, pues no tiene el poder de orden; si lo hiciera, actuaría de forma inválida, luego no teniendo poder no tiene tampoco el deber. Por el contrario, quien tiene el poder de orden actúa válidamente; y en caso de necesidad puede (más bien debe) hacer lícitamente todo lo que puede hacer válidamente: un sacerdote, absolver; un obispo, consagrar otro obispo, “pues tiene el poder para hacerlo”. Las leyes que limitan el poder de orden episcopal no son leyes inhabilitantes, es decir, que convierten el acto en nulo o convierten al sujeto en incapaz de hacerlo válidamente (como lo son las leyes divinas sobre la materia y sobre el ministro de los sacramentos), sino leyes jurisdiccionales, y por consiguiente eclesiásticas.
San Alfonso escribe: “en lo que concierne a la materia o a la forma de los sacramentos” la Iglesia no tiene el poder [nil potest Ecclesia], “pero en lo referente a la jurisdicción la Iglesia puede suplir, y se presume que suple por el bien de las almas” (44).
De hecho, en toda la historia de la Iglesia no se encuentra ningún cristiano bautizado con limonada, pero sí se encuentran sin embargo obispos nombrados, ordenados e instituidos inconsulto Petro [sin consultar al Papa], inclusive en período de Sede vacante (45). Esto no hubiera sido posible si fuera “el orden de las cosas deseadas por el mismo Cristo”, el que corresponda siempre y solamente a Pedro el poder de nombrar e instituir a los obispos, y “en ningún caso” a otro obispo.
Si hubiera sido verdaderamente así, “el orden de las cosas deseadas por el mismo Cristo” habría sido repetidamente violado durante siglos por la Iglesia, lo que es insostenible.
Los autores del opúsculo, situados ante el argumento histórico (pp. 63 y ss.), escriben que esto demuestra que “la Iglesia sabe ser realista”, y que el Concilio de Nicea (325), designando a los metropolitanos como competentes en el nombramiento y la institución de los obispos, habla “explícitamente de dificultades de orden geográfico” (p. 64, n. A).
Decididamente, los autores del opúsculo no se dan cuenta de su contradicción: como demuestra el ejemplo de los sacramentos por ellos adoptado, cuando se trata “del orden de las cosas queridas por el mismo Cristo”, la Iglesia no puede ser “realista”, y no hay motivos de orden geográfico que valgan. Así por ejemplo, no le está permitido a la Iglesia ser “realista” para el ministro o para la materia de las sacramentos, y desde luego nunca puede permitir por “motivos geográficos” que un sacerdote consagre a un obispo (46), ni que en los países donde no se cultiva la uva se celebre la Santa Misa con otra cosa que no sea vino de viña (pensemos en las dificultades del Card. Massaia en Abisinia). Si la Iglesia, para el nombramiento y la institución de los obispos, ha podido ser “realista” y tener en cuenta las “dificultades geográficas”, es señal de que no está en “el orden de las cosas queridas por el mismo Cristo”que el nombramiento de un obispo sea solamente competencia del Pontífice Romano, y de que desde luego no es en absoluto verdad que “en ningún caso”, ni siquiera en caso de necesidad, un obispo pueda nombrar e instituir otro.
Y de hecho en el pasado, por ejemplo cuando la herejía arriana amenazaba a toda la Iglesia, lo mismo que en nuestros días más allá del Telón de Acero, exigiéndolo la grave necesidad sin esperanza de socorro de las almas y de la Iglesia, los obispos han consagrado no solo válidamente, sino también lícitamente, a otros obispos sin haber recibido el mandato del Papa, y a su vez los obispos consagrados sin mandato del Papa, han ejercido no sólo válidamente, sino también lícitamente, su poder episcopal, porque la necesidad de la Iglesia y de las almas lo pedían. Hasta el punto que ciertos teólogos, hechas las debidas precisiones, sostienen la hipótesis de que la Iglesia concede también tácitamente la jurisdicción a los obispos ortodoxos cismáticos con el fin de que, con la consagración de otros obispos, así como con la ordenación de otros sacerdotes, se atienda la necesidad de numerosas almas (47).
Luego el problema de las consagraciones episcopales de Mons. Lefebvre debe ciertamente ser afrontado no sólo desde el punto de vista del poder de orden, sino también desde el poder de jurisdicción, pero sin excluir la doctrina católica sobre la “jurisdicción suplida” in specialibus adiunctis [en circunstancias extraordinarias], porque estamos dentro del dominio de la jurisdicción y en la Iglesia la jurisdicción es para las almas, y no las almas para la jurisdicción.
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Dentro del camino erróneo de los autores del opúsculo, llegan a sostener que “la cuestión de las consagraciones es un asunto fundamentalmente dogmático, y consecuentemente inmutable en su solución, cualesquiera sean las circunstancias”, por tanto “los atrevidos lex positiva non obligat [cum tanto incommodo] parecen demasiado expeditivos” (p. 7). Dejando de lado que en el caso de Mons. Lefebvre no se trata de “grave incomodidad”, sino, como veremos más adelante, de la imposibilidad moral absoluta de obedecer tanto a la ley como al legislador, aquí lo único “demasiado expeditivo” es el “consecuentemente” de la afirmación: “es un asunto fundamentalmente dogmático, y consecuentemente inmutable en su solución”. Una ley disciplinaria, de hecho (y así son las leyes jurisdiccionales que disciplinan el ejercicio del poder de orden), aunque sea fundamentalmente dogmática, no pierde por ello su naturaleza de ley disciplinar, y no se convierte por tanto en cuestión dogmática y “consecuentemente inmutable en su solución”. En el Código de Derecho Canónico existe un derecho “propuesto” por la Iglesia (y son las normas de derecho divino natural y positivo, entre las que está el canon sobre el Primado) y un derecho “constituido” de la Iglesia (al cual pertenecen las normas que recogen el ejercicio del poder de orden episcopal, como la reserva papal sobre las consagraciones episcopales) (48). El derecho constituido por la Iglesia es “fundamentalmente dogmático”, porque “el dogma… es la condición y la guía de la norma canónica” (49), pero la norma canónica se distingue y es bien distinguible de su fundamento dogmático. La distinción se hace ratione Legislatoris immediati, es decir, considerando al Legislador inmediato de la norma (50). Parece evidente que el primado es de derecho divino, porque lo instituyó directamente Nuestro Señor Jesucristo, pero la reserva papal sobre las ordenaciones episcopales es de derecho eclesiástico, porque está instituida directamente por el Papa. Esto es lo que ha hecho posible la variación en materia de disciplina eclesiástica a través de los siglos: “a partir del siglo XI (…), a causa de los abusos que surgieron a veces por parte de los metropolitanos, la consagración de los obispos comienza gradualmente a estar reservada en algunos lugares al Soberano Pontífice, y a partir del siglo XV la reserva ya es universal [y sólo dentro de la Iglesia latina]” (51). Reserva, entonces, introducida bastante tarde en la Iglesia y motivada por los abusos que habían surgido y no por derecho divino. Sin duda alguna, el Papa ha instituido esta reserva vi primatus [en virtud de su Primado], y el primado es el fundamento dogmático de esta norma canónica, pero no está permitido por ello identificar la norma canónica con su fundamento dogmático y afirmar así que la norma es tan “inmutable” como su fundamento dogmático. Esto significa la anulación de toda distinción entre derecho divino y derecho eclesiástico humano, entre leyes dogmáticas y leyes jurisdiccionales. Declarar una norma canónica “inmutable cualesquiera sean las circunstancias” sólo porque tiene un “fundamento dogmático” significa darle el concepto de inmutable a todo o casi todo el Código de Derecho Canónico, y anular sic et simpliciter la doctrina católica sobre las causas excusantes de la obligación de la ley. Cosa evidentemente absurda. En conclusión: puesto que Nuestro Señor Jesucristo ha instituido el Primado, pero no ha determinado directamente los límites de la jurisdicción episcopal (v. Billot cit.), y ha dejado al Pontífice Romano determinar vi primatus esos límites, queda claro que la reserva del Papa sobre las ordenaciones episcopales no es de derecho divino, sino eclesiástico, y por tanto no es “inmutable cualesquiera sean las circunstancias”, sino al contrario: como en todo derecho constituido por la Iglesia, se sobreentiende siempre la cláusula “salvo el bien común y la salus animarum en un caso particular y extraordinario examinado prudentemente”, cláusula que, “siendo universal y derivando racionalmente de la naturaleza de las cosas, la omite el derecho en las leyes particulares, sin que sin embargo deje de limitar verdaderamente la materia y la obligación determinadas por toda ley humana” (52).
2. Solución al problema ocasionado por el “no” del Papa.
2.1. El “no” del Papa.
Hemos visto que un obispo que –en estado de grave necesidad general de las almas– consagra a otro obispo “dado que tiene el poder de orden” (Summa Theol. cit.), no pone en tela de juicio el primado de jurisdicción del Papa, a quien él tiene todo el derecho de presumir favorable a un acto requerido por las circunstancias extraordinarias “con el fin de que sea atendida adecuadamente” (Summa Theol. cit.) la salud de las almas y el bien común: la salud de las almas es, de hecho, la ley suprema de la Iglesia [salus animarum suprema lex] y es cierto que la Iglesia “suple” la jurisdicción que falta cuando se trata de atender la “necesidad pública y general de los fieles” (P. Cappello, S.I., cit.). Esto no encuentra objeciones cuando la apelación al Papa se hace materialmente imposible por las circunstancias exteriores, como en los casos históricos que hemos recordado.
Pero, si el mismo Papa favorece o promueve un curso eclesiástico corrompido por el neomodernismo y que amenaza, en las almas, los bienes fundamentales indispensables para la salvación (fe y buenas maneras); si el mismo Papa es causa directa o concomitante, y de todas formas, dada su más alta autoridad, causa última de la grave y general necesidad espiritual, sin esperanza de socorro por parte de los Pastores legítimos, ¿qué resultado podría tener en estas circunstancias la apelación al Papa? Éste será quizás materialmente accesible, pero moralmente inaccesible; el recurso a él será, sin duda alguna, materialmente posible, pero moralmente imposible y, si se realiza, desembocará fácilmente en un “no” al acto que las circunstancias extraordinarias exigen “con el fin de que sean atendidas adecuadamente” (Summa Theol. cit.) las graves necesidades generales de las almas. Un comportamiento diferente por parte del Papa presupone, en efecto, el arrepentimiento y humilde reconocimiento de sus responsabilidades, dado que este acto (las consagraciones episcopales) no sería necesario si el mismo Papa no fuese en cierta medida corresponsable del estado de grave y general necesidad.
Nos queda preguntarnos si, en tales circunstancias, el fiel está obligado a obedecer el “no” del Papa, a pesar del daño a las numerosas almas; dicho de otra manera, si el “no” del Papa exonera de este deber sub gravi que incumbe –como ya hemos visto– por derecho divino a cualquiera con la posibilidad de prestar socorro a las almas en estado de grave necesidad general, sin esperanza de socorro por parte de los pastores legítimos. Ésta es la cuestión a la que debemos responder, cuestión que –una vez más– encuentra la respuesta en la doctrina católica sobre el estado de necesidad. Lo vamos a aclarar en los principios cuarto, quinto, sexto y séptimo: 1) es propio de la necesidad obligar a socorrer independientemente de la causa de la necesidad; 2) es propio de la necesidad que desaparezca en el superior el poder de obligar; 3) es propio de la necesidad poner al súbdito en la imposibilidad moral de obedecer; 4) quien, obligado por la necesidad, no obedece, no niega la Autoridad en su ejercicio legítimo, luego no puede ser acusado de desobediencia y menos aún de cisma.
4º principio: En la necesidad el deber de socorro es independiente de la causa de la necesidad, luego obliga en el caso de que sea el superior mismo quien ponga a las almas en estado de necesidad.
En la necesidad el deber de prestar socorro se impone independientemente de la causa de la necesidad, porque “a la caridad no le importa de dónde viene la necesidad, lo único que le interesa es que hay necesidad” (53). Así, en el ejemplo que hemos puesto en el plano del derecho natural, la mujer debe suplir al marido incluso cuando sea el marido mismo quien ponga a la familia en estado de necesidad. Paralelamente, el deber sub gravi de socorrer a las almas en estado de grave necesidad obliga también si en una diócesis es el obispo el que expande o favorece el modernismo, o si es el Papa el que lo promueve o favorece en la Iglesia Universal. Como hemos visto ya, es justamente esta circunstancia la que hace nacer un grave deber de caridad, porque la necesidad de las almas existe sin ninguna esperanza de socorro por parte de los que ex officio deberían atender sus necesidades ordinarias y extraordinarias.
Luego esta circunstancia tendrá también el efecto de dificultar o llegar a hacer heroico el deber de socorro, a consecuencia de las consecuencias fácilmente previsibles: el estado de necesidad será negado y el recurso a un acto de socorro atraerá sobre el salvador aversiones y acusaciones injustas e injustificadas. Y aquí el súbdito corre todavía “un peligro mas grave”, porque “podemos recurrir al Papa en caso de abuso de los prelados inferiores” (54), pero contra el Papa no queda otro recurso que Dios (Sta. Catalina de Siena).
5º principio: Es propio de la necesidad que desaparezca en el superior la potestad de obligar, y si de hecho obliga, su orden no es vinculante (inefficax).
En el ejemplo que hemos dado en el plano natural, sería el caso de un marido que no sólo pusiese en estado de necesidad a sus hijos y no atendiese sus necesidades, sino que además impidiera a su mujer hacerlo en la medida de lo posible. Es evidente que en este caso el poder de mandar desaparecería en el marido y que, si de hecho manda, su orden no obliga a su mujer.
El hecho de que en el caso de Mons. Lefebvre el Superior sea el Papa no anula este principio. El Vicario de Cristo tiene, sobre todo, el deber de atender la necesidad de las almas, y si no la atiende, o peor, es él mismo la causa directa o concomitante de la necesidad espiritual grave y general, no por ello tiene el poder de impedir que otro atienda en la medida de sus posibilidades a la necesidad de las almas, sobre todo si ese deber radica en su propio estado sacerdotal, y todavía más si es episcopal.
La autoridad del Papa es, en efecto, ilimitada, pero hacia abajo, no hacia arriba: hacia arriba está limitada por el derecho divino, natural y positivo: la autoridad del Papa es “monárquica (…) y absoluta, pero dentro de los límites del derecho divino, natural y positivo”, luego “ni el mismo Romano Pontífice puede actuar contra el derecho divino o sin tenerlo en cuenta” (55). Ahora bien, en caso de necesidad el derecho divino natural y positivo impone un deber de caridad, so pena de pecado mortal, a aquellos que tienen la posibilidad de prestar socorro; y en la necesidad espiritual impone ese deber ante todo a los obispos y a los sacerdotes (además del Papa), luego el Papa, como cualquier otro Superior, no puede oponerse a este deber (Suárez: “deest potestas in legislatore ad obligandum”, De Legibus VI, VII, 11).
Por eso se dice que “la necesidad lleva consigo la dispensa, porque la necesidad no está subordinada a la ley” (“ipsa necessitas habet annexam despensationem quia necessitas non subditur legi”, Summa Theol. I-II q. 96 a. 6). No en el sentido de que en la necesidad esté permitido hacer todo lo que queramos, sino en el sentido de que “la acción que de otra manera estaría prohibida, resulta lícita y permitida por el estado de necesidad” (56) para salvaguardar intereses más importantes que la obediencia a la ley o al superior. En este caso ningún superior tiene poder para exigir el respeto a la ley, porque no le está permitido a ningún superior, y todavía menos al Papa, ejercer la autoridad en perjuicio (especialmente si es espiritual y de numerosas almas) del prójimo, y contra los deberes de estado de los demás, especialmente de los sacerdotes o de los obispos.
Ni siquiera Dios, Legislador Supremo, obliga en la necesidad. “Por ello –recuerda Noldin– el mismo Cristo excusa a David, que en grave peligro comió los panes de la proposición, prohibidos a los laicos por derecho divino” (57). Según este principio, en la necesidad dejan de obligar, además de las leyes humanas, incluso la ley divino-positiva y divino-natural prescriptiva (“Honrarás a tu padre y a tu madre”, “Santificarás las fiestas”); sólo sigue obligando la ley divino-natural negativa (“No matarás”), porque prohibe las acciones intrínsecamente malas (y no malas por prohibidas, como son las consagraciones episcopales sin consentimiento pontificio).
6º principio: Es propio de la necesidad poner al súbdito en la imposibilidad, física o moral, de obedecer.
Es cierto que, en la necesidad, Dios no obliga, pero el Legislador terrenal “puede negar sin razón o contra la ley natural y la ley eterna” (58), luego puede de hecho prohibir la acción requerida por la necesidad. Pero puesto que el “no” del Papa no tiene el poder de anular la grave necesidad general de las almas ni el deber conexo sub gravi de socorrerlas, el súbdito, especialmente si es obispo o sacerdote, se encuentra en la imposibilidad moral y absoluta de obedecer, porque no podría obedecer sin pecar personalmente y perjudicar al prójimo. Luego es propio de la necesidad “crear una suerte de impotencia o imposibilidad de hacer una cosa ordenada, o no hacer una cosa prohibida” (59).
No estamos en el caso de que la autoridad no debería obligar porque summum ius, summa iniuria, o que da una orden poco oportuna o imprudente y a la que, de todas formas, podríamos estar obligados a obedecer igualmente en pro del bien común.
Al contrario, estamos en el caso de que la autoridad no puede obligar, porque su orden se opone al derecho divino y natural “más elevado e imperioso” (“preceptum gravius et magis obligans”) (60). En este caso obedecer a la ley y al legislador sería “malum et peccatum” (Suárez, De Legibus VI, VII, 8 ), “malum” (Summa Theol., II-II q. 120 a.1 ), y “vitiosum” (Cayetano, en I-II, q. 96 a. 6), y por tanto no obedecer se convierte en un deber (inoboedientia debita) (61).
En realidad, en este caso el sujeto no desobedece, si no que obedece a un precepto más alto e imperioso que emana de la Autoridad divina, la cual “ordena el respeto de intereses mas importantes” (62). La autoridad terrena “no es la primera ni la única norma de la moralidad”; es norma normata, es decir, regla dictada por la ley divina, luego cuando la autoridad terrena va “contra la ley natural y la ley eterna”, “desobedecer a los hombres para obedecer a Dios se convierte en un deber” (63).
7º principio: Aquel que, obligado por la necesidad, no obedece, no pone en tela de juicio la Autoridad en su ejercicio legítimo.
Para que haya desobediencia, “el mandamiento o la prohibición deben ser legítimos, lo cual sucede cuando el Papa o el ordinario tienen el poder de impartir la orden o la prohibición, y al mismo tiempo los súbditos están obligados a obedecer la orden o la prohibición” (64).
Pero hemos visto que:
1) es también válido para el Papa el principio según el cual, cuando la aplicación de una ley “fuese contra el bien común o el derecho natural [y, en el caso presente, también divino-positivo]… no entra en el poder del Legislador obligar” (65).
2) la necesidad, especialmente la necesidad de la que hablamos, crea en el súbdito “una suerte de impotencia o imposibilidad [en este caso moral y absoluta] de hacer una cosa ordenada, o no hacer una cosa prohibida”. Luego la orden o la prohibición de un superior que, en razón de las circunstancias extraordinarias, se convierte en nefasta para las almas y para el bien común, así como contraria al estado del súbdito (Suárez, De religione, X, IX, 4), pierde su carácter de legitimidad, y libera al sujeto del deber de obediencia; “y quienes se comportan de esta manera no pueden ser acusados de haber faltado a la obediencia, ya que si la voluntad de los Superiores repugna a la voluntad y a las leyes de Dios, ellos mismos sobrepasan la medida de su poder” (66).
Hemos citado ya a San Alfonso: en la necesidad se impone “un precepto divino y natural al que no se puede oponer el mandato humano de la Iglesia”, ni siquiera el mandato del mismo Papa. El primado de jurisdicción del Papa no se pone de ningún modo en cuestión por la violación de una ley jurisdiccional (como hemos visto) ni por la desobediencia motivada por un estado de necesidad. De hecho, el sacerdote o el obispo que, apremiados por la necesidad, no obedecen al Papa, no niegan por ello su subordinación al Papa fuera del caso de necesidad, y no rechazan la autoridad en su ejercicio legítimo. Exactamente igual que la mujer que no niega la autoridad de su marido fuera del caso de necesidad, en el que ella tiene el deber de suplirle contra su voluntad irracionalmente contraria.
Santo Tomás dice que quien actúa en estado de necesidad “no juzga la ley” ni al legislador, y ni siquiera considera su punto de vista mejor que el de la Autoridad, sino que “juzga el caso particular en el que las palabras de la ley [y/o la orden del legislador ] no deben ser observadas”, porque su observancia en este caso particular sería gravemente perjudicial, y por tanto la necesidad libera al súbdito de la acusación de arrogarse un poder que no le corresponde (Summa Theol. I-II q. 96 a. 6 ad 1 y 2).
Gerson (loc. cit.) a su vez, dice que “el desprecio de las Llaves debe ser evaluado a partir del poder legítimo y del uso legítimo del poder”.
Luego un sacerdote que no obedece al Papa que le prohibe absolver en caso de necesidad, o un obispo que no obedece al Papa que le prohibe una consagración episcopal exigida por la grave necesidad espiritual de numerosas almas amenazadas en la fe y en la moral, y sin socorro por parte de los pastores legítimos, no puede ser acusado de “desprecio de las Llaves”, porque el Papa, actuando contra el derecho divino (natural y positivo), no hace un “uso legítimo” de las Llaves.
El Primado conlleva una sumisión ciega y “sin examen del objeto” solamente in rebus fidei et morum (y cuando el Papa se expresa a ese nivel en que su autoridad es infalible); para el resto, la sumisión al Papa depende de las normas morales que regulan la obediencia. Luego entonces, si el Papa sobrepasa la “medida” de su poder, los súbditos, que obedecen “a Dios antes que a los hombres” (Hech. 5, 29), “no pueden ser acusados de haber faltado a la obediencia” (León XIII, Diuturnum illud). Actuar de otro modo, dice Gerson, “constituiría una aquiescencia propia de burros, y un fatuo temor propio de conejos” (loc. cit.).
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En el caso que estamos tratando, Mons. Lefebvre no ha disputado al Vicario de Cristo el derecho de disciplinar, en virtud del Primado, el poder de orden episcopal; el sólo ha contestado que la reserva del Papa sobre las consagraciones episcopales no podía ser respetada sin grave peligro para muchas almas y sin falta grave por su parte en las circunstancias actuales, en las cuales, como ha reconocido el mismo Juan Pablo II, “se han extendido a manos llenas las ideas que se oponen a la Verdad revelada y enseñada desde siempre; verdaderas herejías son propagadas, en los campos de la dogmática y la moral”; y “los cristianos hoy se sienten en gran parte perdidos, confundidos, perplejos y decepcionados”. “Tentados por el ateísmo, el agnosticismo, el iluminismo vagamente moralista, por un cristianismo sociológico, sin dogmas definidos y sin moral objetiva”, generalmente no tienen esperanza de socorro por parte de los pastores legítimos. Del mismo modo, Mons. Lefebvre, no ha disputado al Papa el poder de gobernar a los obispos por el interés de la Iglesia y de las almas, sino simplemente ha constatado que, en las circunstancias extraordinarias actuales, no podía obedecer al Papa sin grave peligro para la Iglesia y para las almas y sin falta grave personal, estando encargado de un deber de suplencia impuesto por la caridad y enraizado en su estado episcopal. Al violar materialmente la norma disciplinaria y la orden recibida, se ha preocupado de reafirmar el fundamento dogmático (el Primado) y de mantenerse rigurosamente en los límites de la doctrina católica sobre el estado de necesidad, de tal manera que el Card. Gagnon hubo de reconocer que “Mons. Lefebvre no elevó al nivel de verdad la afirmación «tengo el poder de actuar en este dominio»” (67). Para sostener que Mons. Lefebvre, al resistir al “no” del Papa, negó el Primado, habría que sostener que quien resiste a una orden perjudicial de la Autoridad niega la Autoridad misma, lo cual es falso.
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Podemos ahora juzgar la posición de los críticos de Mons. Lefebvre, que no reconocerán jamás al Papa el poder de prohibir una acción necesaria para salvar a un hombre en peligro de muerte temporal, pero que le reconocen el poder de prohibir una acción necesaria para socorrer a numerosas almas expuestas al peligro de muerte eterna, y se lo reconocen para salvaguardar ese Primado que está conferido al Papa para salvar a las almas, no para perderlas. Gerson dice que son “los pusilánimes” quienes piensan “que el Papa es un Dios que tiene todo el poder sobre cielo y tierra” (loc. cit.), pero aquellos que critican a Mons. Lefebvre hacen del Papa más que un Dios, porque Dios no da órdenes para perjudicar a las almas, ni exige esta obediencia en detrimento de las almas. En realidad estas críticas injustas hacen del Primado la ley suprema de la Iglesia, que no es el caso, pues el primado ha sido ordenado para la salvación de las almas; degradan el Primado a despotismo, la obediencia debida al Papa a servilismo, y hacen de la obediencia la mas alta de las virtudes, cosa que no es… al menos según la doctrina católica, para la cual la obediencia, incluso al Papa, tiene por finalidad el ejercicio de las virtudes teologales, y en primer lugar la caridad (68). Santo Tomás, a la objeción según la cual “a veces por obediencia se debe omitir el bien”, responde que “hay un bien al cual el hombre se debe necesariamente, como amar a Dios y otras cosas parecidas. Y ese bien no debemos abandonarlo de ninguna manera por obediencia” (Summa Theol., II-II q. 104 a. 3 ad 3). Entre las “otras cosas parecidas”, en primer lugar están los deberes de estado (especialmente para los obispos) y el amor al prójimo, contenido como objeto secundario en el amor de Dios. De hecho, todo en la Iglesia, su misma constitución jerárquica con el Primado y las leyes que disciplinan el poder de orden, tiene como objetivo último la caridad, y si “la necesidad no depende de la ley” [necessitas non subditur legi] (Summa Theol.cit.), es porque depende de la ley suprema, que es la caridad. Ley de la que dependen también los Vicarios de Cristo, que tienen, sí, el Primado de jurisdicción y el derecho de disciplinar toda otra jurisdicción en la Iglesia, pero “por precepto divino, o más bien natural, de caridad, están obligados a atender adecuadamente la necesidad de los fieles” (Suárez, De poenitentiae sacramento, XXVI, IV, 7). 2.2. Unas palabras sobre la epiqueya “sine recursu ad Principem” (o epiqueya “necesaria”). Los principios recordados en esta segunda parte de nuestro estudio se fundan en la llamada epiqueya “necesaria” o “epiqueya sin recurso al Superior” [epiqueya sine recursu ad Principem] (69), epiqueya entendida aquí no en el sentido vulgar, sino en un sentido amplio y propio y que se identifica con la equidad, que es la forma más alta de la justicia (“la epiqueya que nosotros [latinos] llamamos equidad”, Summa Theol. II-II q. 120 a. 1), que es virtud concerniente justamente “a los deberes existentes en los casos particulares que se salen de lo ordinario” (Summa Theol. II-II q. 80), y que por ello se identifica en el derecho canónico con las normas sobre la “cesación ab intrinseco de la ley en un caso particular” y sobre las “causas excusantes” de la observancia de la ley y de la obediencia al Legislador (70). Naz escribe que ya para Santo Tomás, “como para Aristóteles, la intervención de la epiqueya está subordinada a la existencia de un derecho. De tal manera que, en ciertos casos, la ley pierde su poder de obligar –así en el caso en que una de sus aplicaciones fuese contraria al bien común y al derecho natural– y en ese caso no está en el poder del Legislador el obligar” (71). Y también: “Ha lugar a la epiqueya cuando la voluntad del Legislador o bien no puede o bien no debe imponer la aplicación de la ley al caso en cuestión” (72). La necesidad de la que hablamos en el caso de Mons. Lefebvre es justamente el caso en el que el legislador no puede imponer la aplicación de la ley, convertida, teniendo en cuenta las circunstancias particulares, en contraria al bien común y al derecho divino natural y positivo. Por parte suya, al estar apremiado por un precepto de derecho divino, natural y positivo, “el sujeto no sólo puede, si no que está obligado a no observar la ley, pida o no permiso a su Superior” (73). En efecto, explica Suárez (que habla precisamente del Papa), “aquí no se trata de interpretar la voluntad del superior, si no su poder”, para conocer el cual no es necesario ni obligado preguntar al superior, sino que es lícito servirse de “las reglas doctrinales” o de “los principios de la teología o del derecho” (74), dado que “conocemos con más certeza el poder [del superior], que no es libre, que su voluntad, que sí es libre” (75). Por tanto, el súbdito, después de haber examinado prudentemente las circunstancias, y estando seguro a partir de las “reglas doctrinales” o de los “principios de la teología o del derecho” de que sobrepasa el poder del legislador [ultra potestatem legislatoris] (76) obligar a respetar la ley con peligro para numerosas almas, y de que obedecer en ese caso sería “malum et peccatum” (77), puede, o más bien debe, no atenerse a la ley y a la orden, y puede y debe hacerlo propria auctoritate (78), ex proprio arbitrio (79), por su propia iniciativa, sine recursu ad Principem (80), es decir, sin ninguna dispensa ni aprobación de su Superior. “Y la razón de esto –escribe Suárez– es que en este caso la autoridad del superior no puede tener ningún efecto; de hecho, aun cuando él mismo quisiese que el súbdito, después de recurrir a él, observara la ley, éste no podría obedecerle, porque hay que obedecer a Dios antes que a los hombres, y en tal caso está fuera de lugar [impertinens] pedir permiso” (81). Volviendo a nuestro ejemplo, sería el caso de la mujer que, ante la grave necesidad de sus hijos, no necesita el acuerdo de su marido para ejercer su deber de suplencia, y si su marido se lo prohibiese, no le debería obedecer y está fuera de lugar que pida su consentimiento. Suárez, además, preguntándose si el peligro de perjuicio (para sí o para otro) excusa la obediencia, responde que “en el Legislador no se presume la voluntad de obligar en este caso, y si la tuviese no sería eficaz [et quamvis illam haberet esset inefficax]. (…) Y en esto concuerdan todos los doctores que hablan de la obediencia y de las leyes” (82). Luego “cuando conste con certeza que la ley, en una circunstancia particular, se vuelve injusta o contraria a otro precepto o virtud más obligante, aquí la ley cesa de obligar y por propia iniciativa se puede no observarla sin recurrir al Superior” (83), dado que la ley, en este caso, no podría, “ser observada sin pecar” (84), lo mismo que el superior no podría, sin pecar, obligar al sujeto a respetarla. Queda el deber de evitar el escándalo del prójimo, y “debemos intentar todo medio oportuno y humilde ante el soberano Pontífice (…). Pero si la insistencia humilde no sirve de nada, hay que reivindicar una viril y valiente libertad” (Gerson, op. cit.). 2.3. Refutación de otras objeciones erróneas. Así pues, no es verdad que “esté permitido utilizarla solamente [la epiqueya] si el legislador es inaccesible”, como ya leímos en la p. 49 del opúsculo mencionado en la nota 43. Esto vale para la epiqueya en el sentido estricto o impropio (85), y no para la epiqueya en el sentido amplio y propio. En el primer caso (epiqueya en el sentido impropio o vulgar) suponemos que la autoridad, con benevolencia, no quiere obligar, aunque pueda hacerlo, y si el Legislador es accesible tenemos el deber de interrogarle, dado que se trata de su “voluntad, que es libre” (Suárez cit.). La epiqueya en sentido amplio y propio, al contrario, se refiere a los casos en los cuales la Autoridad no puede obligar, aunque quiera hacerlo, y el súbdito se encuentra en la imposibilidad moral de obedecer, y por ello la epiqueya es “necesaria” (Suárez) y el recurso al legislador no es en sí obligatorio. Al contrario, debemos omitirlo en el caso en el que se prevé que el superior obligaría a pesar del daño al requirente o a otros. En este caso, no se trata de la voluntad del superior, si no de su “potestad, que no es libre” (Suárez cit.). Es todavía menos cierto lo que se dice en otra publicación: que “existe necesidad cuando es imposible contactar con el superior, lo cual supone una cierta urgencia en la decisión a tomar” (86). También esto es verdad sólo para la epiqueya en el sentido impropio o vulgar, y es verdad sólo parcialmente, porque la necesidad no nace de la imposibilidad de contactar con el superior (“existe necesidad cuando es imposible contactar con el superior”), sino que existe independientemente de ella y persiste independientemente de la eventual negativa del superior. Para aclarar definitivamente la cuestión nos referiremos a lo que escribió el P. Tito Centi, O.P.: “Los moralistas han intentado precisar los criterios a seguir para la aplicación de la epiqueya. Sustancialmente los reducen a los tres casos siguientes: a) cuando en una situación particular las prescripciones de la ley positiva están en contradicción con una ley superior que ordena el respeto de intereses más importantes [epiqueya en sentido propio]; b) cuando, a causa de circunstancias excepcionales, la sumisión a la ley positiva sería demasiado gravosa, sin que resulte de ello un bien proporcionado al sacrificio que dicha ley exige, c) cuando, sin volverse negativa como en el primer caso, y sin imponer un heroísmo injustificado como en el segundo, la observancia de la ley positiva implica dificultades especiales e imprevisibles que la hacen accidentalmente más dura que lo que debiera ser según la intención del legislador” (87). La grave necesidad espiritual de muchos encaja en el primer caso: el caso de la ley positiva que, en virtud de circunstancias extraordinarias, se vuelve “negativa” porque está “en contradicción con una ley superior que ordena el respeto de intereses más importantes” (epiqueya en sentido propio). Los autores del opúsculo, sin embargo, así como de la publicación mencionada anteriormente, parece que sólo conocen el 2º y 3er caso (epiqueya en el sentido impropio o vulgar), que nada tiene que ver con el caso de Mons. Lefebvre. En su 1er caso, que es el caso de Mons. Lefebvre, la epiqueya viene a coincidir con la equidad, y consecuentemente enlaza con la imposibilidad moral de obedecer y es, como ya hemos visto, un derecho (además de un deber); en el 2º y 3er caso, sin embargo, la epiqueya se identifica simplemente con la clemencia o moderación en la aplicación de las leyes y en el ejercicio de la Autoridad (vid. Roberti-Palazzini, Dicc. de Teología moral, voz Equitá, o epiqueya; también Aequitas canonica cit. y Naz, Dicc. de Dcho. Can., voz Equidad). Es cierto, estamos en unas circunstancias extraordinarias, en las que hace falta remontarse a principios más elevados que los que se aplican ordinariamente; principios que no se predican todos los días y que por tanto son ignorados por muchos, pero que de todas maneras pueden hallarse en síntesis suscrita en no importa qué tratado sobre los principios generales del derecho y de la moral. Así por ejemplo, en las Institutiones Morales Alphonsianae del P. Clemente Marc, en el n. 174 podemos leer: “Ha lugar a la epiqueya en el caso en que la ley se vuelve perjudicial o demasiado onerosa. En el primer caso [si es perjudicial], el superior no podría obligar, luego la epiqueya es necesaria [es el caso que nos interesa]”. Y también, en el De principiis theologiae moralis de Noldin (III, n. 199) leemos: “Decimos que el fin de la ley cesa contrarie cuando su observancia es perjudicial… Si el fin de la ley en un caso particular cesa contrarie, la ley cesa [de obligar]. La razón es que, si el fin de la ley cesa contrarie, tenemos el derecho de usar la epiqueya”. En fin, cualquier manual que exponga los principios del derecho canónico trata de la cesación ab intrinseco de la ley, es decir, de la ley que cesa de obligar por el solo hecho de ser en este caso perjudicial, y no porque el Legislador decrete la cesación, o conceda la dispensa (como en el caso de la cesación ab extrinseco). Tal es justamente el caso de la necesidad, que es la más fuerte de las causas excusantes de la observancia de la ley y de la obediencia (88). Sobre todo cuando esta necesidad nace del deber, radicado en el propio estado, de socorrer numerosas almas en grave necesidad espiritual, porque “la salvación de las almas es para la sociedad espiritual el fin último hacia el cual están orientadas todas sus leyes y sus instituciones” (Pío XII, discurso al II Congreso mundial del apostolado de los laicos, octubre 1957): partiendo del Papado, y sin olvidar el episcopado.
3. Conclusión. La conclusión de nuestro estudio es que, o bien negamos el estado de necesidad (es la vía elegida por el Vaticano) y por consiguiente la crisis actual de la Iglesia; o bien, si lo admitimos (cfr. sì sì no no, ed. it., Ni cismáticos ni excomulgados, septiembre 1988), debemos –si queremos ser coherentes– aprobar el gesto de Mons. Lefebvre, gesto que, por extraordinario que pueda parecer, debe ser juzgado en relación a la situación extraordinaria en la cual se encontró y en la cual por tanto “hay que juzgar sobre la base de principios más elevados que las leyes ordinarias” (Summa Theol., II-II q.51 a. 4). De los principios que hemos citado aquí con la brevedad necesaria, se sigue: 1) que Mons. Lefebvre tenía sub gravi el deber, al menos ex caritate, radicado en su estado episcopal, de socorrer a las almas que se volvían hacia él para recibir ayuda en el estado actual de grave necesidad general en la que las almas no podían ni pueden esperar el socorro de los Pastores legítimos; 2) que Mons. Lefebvre, teniendo en cuenta las circunstancias extraordinarias actuales, “dado que tenía el poder de orden” (Summa Theol. cit.), tenía también el deber de consagrar otros obispos para asegurar (mediante otras ordenaciones sacerdotales) a los fieles en estado de grave y general necesidad, aquello que tienen el derecho de pedir a la jerarquía (doctrina sana y sacramentos): es lícito y obligado ayudar al prójimo en la necesidad hasta el límite de las propias posibilidades: “licet alium iuvare quantum potest fieri” (89). 3) que Mons. Lefebvre estaba en la imposibilidad moral y absoluta de obedecer al “no” del Papa, porque habría pecado por omisión contra el mandamiento de la caridad, enraizado en su propio estado episcopal, mandamiento “mas grave y obligante” que la obediencia a la ley y al Legislador (Suárez cit.). El pecado de omisión, en efecto, consiste aquí en no dar un bien, debido por cualquier razón (en este caso por la razón de caridad enraizada en el estado episcopal), cuando sería oportuno darlo (Summa Theol. II-II q. 79 a.3). Y cualquier ley deja de obligar per se [por ella misma], es decir, sin dispensa o acuerdo del superior, si el daño que se desencadena es general y grande (“lex per se cessare si documentum… esset generale et nimium”: Suárez, De Legibus, VI, IX, 10). 4) que Mons. Lefebvre, actuando en estado de grave y general necesidad de las almas, obligado por un precepto de derecho divino, natural y positivo, no ha negado el Primado de jurisdicción del Papa, ni siquiera ha desobedecido al Papa, el cual “no puede actuar contra el derecho divino ni sin tenerlo en cuenta” (Palazzini, Dictionarium morale et canonicum, voz Episcopi).
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El hecho de que el Vaticano haya negado el estado de necesidad no anula la grave necesidad en la que se encuentran hoy numerosas almas, sino que confirma que este estado de necesidad, al menos por el momento, no tiene esperanza de socorro por parte de la Santa Sede. Por tanto, a los autores del opúsculo, que objetaban que “San Eusebio [de Samosata] actuó sin el consentimiento del Papa, pero no contra el consentimiento del Papa”, respondemos que se trata solamente de una cuestión de hecho, no de principio: San Eusebio no se encontró ante un “no” de un Papa que promovía o favorecía el arrianismo y, negando la crisis arriana, exigía el respeto de leyes que, en esas circunstancias extraordinarias, habrían privado del socorro debido a las almas puestas en estado de grave necesidad espiritual por los arrianos. Si hubiese tenido que enfrentarse a esta situación, San Eusebio habría debido atenerse a los principios morales recordados aquí y cumplir, no contra el “no” del Papa, sino a pesar del “no” del Papa, con el grave deber de caridad impuesto a su episcopado por la grave y general necesidad de las almas. Los autores del opúsculo manifiestan su desprecio por las argumentaciones de tipo “iluminista” o “carismático”, entendiendo con ello censurar a cuantos han hecho con simplicidad un acto de confianza en la rectitud y en la santidad personal de Mons. Lefebvre. En esto tampoco tienen razón, se equivocan teológicamente. En efecto, Santo Tomás escribe que “en las cosas que suceden raramente y en las cuales hace falta separarse de las leyes comunes… se exige una virtud de juicio anclada sobre principios más altos, virtud que hemos denominado gnome y que implica una especial perspicacia de juicio” (Summa Theol., II-II q.51 a. 4). Y esta singular “perspicacia de juicio” –dice S.Tomás– sólo se la puede poseer en virtud de la santidad: “El hombre espiritual recibe del hábito de la caridad la inclinación a juzgar rectamente todas las cosas según las leyes divinas, pronunciando su juicio mediante el don de la sabiduría, como el justo lo pronuncia según las reglas del derecho mediante la virtud de la prudencia” (Summa Theol., II-II q. 60 a. 1 ad 2). Nos hemos servido en este estudio de esta argumentación y nos hemos ceñido únicamente a los principios generales de la teología y del Derecho Canónico con el fin de dejar claro, para aquellos que son conscientes de la crisis de la Iglesia y no sólo para los que reconocen la santidad de Mons. Lefebvre, que en las circunstancias extraordinarias actuales, más allá de “la obediencia cueste lo que cueste” (¿también la fe? ¿incluso la salvación del alma propia y del prójimo? ¿no sería ésta la “aquiescencia propia de burros”, y el “fatuo temor propio de conejos” de que habla Gerson?), y más allá de la tesis indemostrable de los sedevacantistas, existe una [verdadera] tercera vía: atenerse a aquello que la misma Iglesia enseña sobre “el estado de necesidad”. Exactamente como hizo Mons. Lefebvre. Hirpinus
NOTAS (1) Motu Proprio del 2 de julio de 1998. (2) Brisbois, A propos des lois purement pénales, en Nouvelle revue théologique 65 (1938, p. 1072). (3) Vid. can. 20 del código pío-benedictino, y F.M. Cappello, S.I., Ius suppletorium, en Summa iuris canonici, vol. I, Roma 1961, p. 79. (4) Vid. E. Eichmann-K. Mörsdof, Tratado de derecho canónico, y G. May, Legítima defensa, resistencia, necesidad. (5) Santo Tomás, Summa Theol. Suppl. q. 8 a 6; vid. también Palazzini, Dictionarium morale et canonicum, voz Caritas (erga proximum). (6) Palazzini, Dictionarium morale et canonicum, voz Caritas; Billuart, De caritate, Diss. IV art. 3; Genicot, S.I., Institutiones Theologiae moralis vol. I, 217 A y B, etc. (7) Humani Generis, 1950. (8) Motu Proprio de 18.11.1907. (9) Discurso en el seminario lombardo en Roma, 7.12.1968. (10) Discurso del 30.6.1972. (11) L’Osservatore Romano, 7.12.1981. (12) Genicot, S.I. Institutiones theologiae moralis, I, 217 B; Billuart, De caritate, IV, 3; San Alfonso, Theologia moralis, III, 27. (13) Suárez, De caritate, IX, II, n. 4. (14) Roberti-Palazzini, Dizionario di teologia morale, voz Jurisdicción supletoria. (15) Naz, Diccionario de Derecho Canónico, voz Derecho canónico, col. 1446. (16) Discurso al II Congreso mundial del apostolado de los laicos (octubre 1957). (17) San Alfonso, Theologia moralis VI, IV, 625, y Opere Morali, Marietti, Turín 1848, XVI, VI, 126-127. (18) I Jn. 3,17; Summa Theol. II- II q.32 a. 1 y a. 5 ad 2; q. 71 a. 1; Billuart, De caritate Dissert. IV art.3. (19) E. Genicot, S.I., op. cit. I, 21 B y C. (20) Theologia moralis III, III, n. 27. (21) Suárez, De charitate, IX, II, n.4. (22) De charitate, Dissert. IV art. 3. (23) San Jerónimo, Adversus Luciferianos. (24) Romano Amerio, Iota Unum, Salamanca 1995, pp. 15-16. (25) Ibid. p. 477. (26) Ibid. p. 110 y ss. (27) Il Sabato, 30.7 a 5.8 de 1988. (28) Journet, La Iglesia del Verbo encarnado, vol. I. (29) San Alfonso, Theologia Moralis VI, IV, n. 560. (30) Summa Theol. XIII, La Penitencia, p. 420. (31) Suárez (De poenitentia, Disp. XXVI, sec. IV, n. 6) se pregunta si esta costumbre perpetua y común guardada por la Iglesia es de institución divina. En todo caso –concluye– la Iglesia no podría abolirla, ya que eso sería usar el poder “no para edificar, si no para demoler” (ibid.) (32) San Alfonso De paenit. sacram. XVI, V, n. 92. (33) Suárez, De Legibus, VI, VII, 13. (34) F.M. Cappello, Summa Iuris Canonici, vol. I, p. 258, 2; también Palazzini, Dictionarium cit., voz Iurisdictio suppleta. (35) San Alfonso, De poeinitentiae sacramento, XVI, V, 90. (36) Santo Tomás, Summa Theol. II-II q. 66 a 7; cf. también II-II q. 32 a. 7 ad 3. (37) Vid. Palazzini, Dictionarium morale et canonicum, voz Iurisdictio suppleta. (38) F.M. Cappello, S.I., Summa iuris canonici, vol. I, Roma, 1961, p. 252. (39) Vid. Manlio Simonetti, La crisis arriana en el siglo IV, Institutum Patristicum Augustinianum, Roma 1975. (40) Dict. mor. et can., voz Episcopi. (41) Ibid., voz Iurisdictio. (42) Enciclopedia Católica, voz Necesidad, estado de. (43) De las consagraciones episcopales contra la voluntad del Papa, ensayo colectivo de la Hermandad de San Pedro. (44) De poenitentiae sacramento, tratado XVI, cap. V, n. 91. (45) Journet, op. cit., I, p. 528, nota 2. (46) Vid. Salaverri De Ecclesia, en Summa Theologiae, BAC, Madrid. (47) Journet, op. cit., pp. 656-657. El P. Tito Centi, O.P., en la nota 1 a la Suma Teológica de Santo Tomás, Ed. Salani, II-II q. 39 a. 4, escribe: “Tenemos un indicio en el hecho de que la Iglesia no exija una confesión general a los cismáticos que vuelven a la unidad, ni la convalidación de sus eventuales impedimentos matrimoniales”. (48) Palazzini, Diction. mor. et can., voz Fontes iuris canonici; Naz, Dictionnaire de Droit canonique, voz Droit canonique. (49) Naz, loc. cit. (50) Genicot, S.I., Institutiones theologiae moralis, I, 85. (51) Palazzini, Dictionarium cit., voz Mandatum Apostolicum. (52) L. Rodrigo, Praelectiones theologico-morales comillenses II, tratado De Legibus, Sal Terrae, Santander 1944, n. 393.2, p. 294 (cit. en F.J. Urrutia, S.I., Aequitas canonica, en Periodica de re morali, canonica, liturgica, vol. 73, p. 46, n. 21, Universidad Pontificia Gregoriana). (53) Suárez, De charitate, IX, II, 3. (54) Gerson, De contemptu clavium et materia excommunicationum et irregularitatum (Basilea 1489), VII-XII, I, 33, cit. en Tito Centi, O.P., La scomunica di Girolamo Savonarola, Ed. Ares, Milán. (55) Palazzini, Dictionarium morale et canonicum, voz Episcopi. (56) Enciclopedia cattolica, voz Necesidad, estado de. (57) Noldin, S.I., Summa Theologiae Moralis, I, De Principiis, III, 8, p. 203. (58) Roberti-Palazzini, Dizionario di Teologia morale, voz Resistencia al poder injusto. (59) Diccionario de Derecho Canónico, voz Necesidad, col. 991. (60) Suárez, De Legibus, VI, VII, 12. (61) Palazzini, Dictionarium morale et canonicum, voz Oboedientia. (62) Tito Centi, O.P., La Somma Teologica, Ed. Salani, vol. XIX, n. 1, p. 274. (63) Roberti-Palazzini cit., voz Resistenza al potere ingiusto; vid. León XIII, Libertas. (64) Palazzini, Diccionario cit., voz Inoboedientia. (65) Naz, Diccionario cit., voz Epiqueya. (66) León XIII, Diuturnum illud. (67) Entrevista en 30 Giorni, marzo 1991. (68) Palazzini, Dicc. cit, voz Oboedientia. (69) Suárez, De Legibus, VI, VIII, 1. (70) Vid. Roberti-Palazzini, Dicc. de Teología moral, Ed. Studium, voz Equitá (o epiqueya); también Aequitas canonica cit. y Naz, Dicc. de Dcho. Can., voz Equidad. (71) Naz, Dicc. cit., Epiqueya, col. 366. (72) Ibid. (73) Suárez, De Legibus VI, VIII, 2. (74) Ibid., 4. (75) Ibid., 5. (76) Suárez, De Legibus, VI, VII, 11. (77) Ibid. VI, VIII, 8. (78) Ibid. VI, VIII, 1. (79) Summa Theol., II q. 80 art. único. (80) Suárez, De Legibus, VI, VIII, 1. (81) Ibid. (82) Suárez, De statu perfectionis. De voto oboedientiae X, IV, 15. (83) Suárez, De Legibus, VI, VIII, 1. (84) Ibid., 2. (85) Naz, op. cit., voz Epiqueya, col. 369. (86) De Rome et d’ailleurs, sept./oct. 1991, p. 17. (87) Summa Theol. Ed. Salani, vol. XIX, nota 1, p. 274. (88) Naz, op. cit., voz Excusa, col. 633. (89) Palazzini, op. cit., voz Iurisdictio suppleta.
Fuente: Radio Cristiandad