Mario Caponnetto
“ | Mi rechazo de la democracia es, ante todo, estético. Ella es horriblemente fea y repugnante[1]. | ” |
—Mario Caponnetto |
Mario Caponnetto (nacido en Buenos Aires, Argentina, el 31 de julio de 1939) es un escritor, médico cardiólogo y filósofo tomista argentino.
Sumario
Biografía
Médico por la Universidad de Buenos Aires y médico cardiólogo por la misma Universidad, realizó estudios de Filosofía en la Cátedra Privada del Dr. Jordán B. Genta. Ha publicado varios libros y numerosos trabajos en revistas sobre Ética y Antropología, además de varias traducciones de obras de Santo Tomás de Aquino. Ha sido miembro del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET).
Es hermano del filósofo Antonio Caponnetto y yerno del pensador católico Jordán Bruno Genta.
Publicaciones seleccionadas
Libros
- El hombre y la medicina (1992)
- Victor Frankl, una antropología médica (1995)
- Combate. Estudio e índice (1999)
- Guía para el estudio de la Ética profesional (2006)
- Maestro del silencio: Notas sobre Santo Tomás de Aquino (2023)
Artículo de opinión
Europa desde América, por Mario Caponnetto, en Hispanidad Católica (on-line)[2]
"No hay comprensión acabada de Europa si le falta la perspectiva americana. Tampoco es posible saber qué es América si se deja de lado a Europa. Ambas están de tal manera vital e históricamente enlazadas. Europa es la raíz y la cabeza de América. Y América es el fruto y el cuerpo de Europa.
La pregunta que se nos plantea, pues, a nosotros americanos, en cualquier etapa de nuestro desarrollo histórico, es a qué punto de sazón hemos llegado como fruto europeo y cómo sigue nutriéndonos esa vieja raíz común que continúa dándonos la vida. Quizás los europeos debieran preguntarse, hoy, frente a ciertas realidades americanas, qué es lo que éstas le devuelven, a modo de espejo, que les haga más conscientes de su propia identidad. Algo de esto trataremos de analizar en las líneas que siguen.
- I. Europa y América, una doble relación
Para iniciar nuestro estudio comenzaremos por distinguir una doble relación entre Europa y América. La primera de ella es ontológica o fundacional. Llámasela, si se quiere, primaria o primera. La segunda, que sigue a ésta, es una relación vital o existencial. Así, pues, como si se tratase de un viviente, distinguimos en América un acto primero que es su ser, y actos segundos, que son sus operaciones, a saber, las vicisitudes de su devenir histórico. Y esto siempre con relación a Europa. Porque América es Europa. En este sentido, parafraseando a Hilaire Belloc, no se puede dar un punto de vista americano de Europa, sencillamente como no se puede dar un punto de vista de un hombre respecto de sí mismo. Sólo hay una conciencia de un hombre respecto de sí mismo. Sólo hay una conciencia americana de Europa.
1. La relación originaria: el ser de América
América comienza a ser a partir de que Europa (y en el caso particular de Hispanoamérica, Europa se ha de decir España) la descubre. A pesar de tanto indigenismo frívolo y antihistórico -por desgracia hoy crecientemente dominante en círculos intelectuales de aquende y allende el Océano- lo cierto es que América nace como entidad histórica a partir del Descubrimiento.
Hay un hecho, rigurosamente histórico y, por ende, irrecusable: el hombre americano no descubrió a América. Es al hombre europeo (y al europeo en su máximo grado de madurez, esto es, el hombre cristiano español de los siglos XV y XVI) al que estuvo reservado ese descubrimiento. Y cabe preguntarse, en consecuencia, ¿por qué el hombre americano no es el descubridor de su propio mundo, por qué la inmensa América estuvo, está y estará siempre velada al hombre americano, si tomamos este adjetivo, americano, en su absoluta e indígena originalidad? Tal vez pueda darse a este interrogante más de una respuesta. Sin embargo, la más convincente es, a nuestro juicio, la que hace pié en la diversa -y aún opuesta- relación hombre -mundo que caracteriza al europeo respecto del indígena americano. El europeo concibe al mundo como su habitáculo; habitáculo, además, hecho a su medida. Desde el universo helénico de Platón y Aristóteles hasta el mundo cristiano medieval, el europeo guarda con el cosmos una relación de esencial connaturalidad y conmensurabilidad. El cosmos es humano, está hecho a la medida del hombre y constituye el espacio físico adecuado para la vida humana. Este espacio es “agobiado” de historia, poblado, significado y resignificado por el hombre. Resulta, así, un cosmos humanizado e historizado. El europeo descubre al cosmos; y en este acto de descubrimiento el cosmos es asumido por el espíritu, llega a ser parte del hombre y el hombre parte de él en una suerte de infusión mutua.
“El cosmos grecoeuropeo -escribe Alberto Caturelli a quien estamos glosando en este punto- ha sido de-velado, des-cubierto por el espíritu del hombre hasta hacerlo connatural a él; y sobre él ha agregado, sobre el cosmos des-cubierto, toda la obra de la cultura, del arte, de la ciencia y ahora de la técnica; esta especie de agregado se comporta no como un simple agregado en el sentido de yuxtapuesto a lo originario, sino como asumiendo el mismo cosmos por una especie de intususcepción metafísica, hasta el punto de hacer olvidar y desaparecer la originariedad del mundo físico”.
Pero en América la situación es inversa. El indígena americano ha sido incapaz de asumir al mundo como si éste fuese su casa, su habitáculo. Para él, el mundo es un espacio no connatural y no conmensurable. Es, además, un cosmos hostil, poblado de fuerzas enemigas que obligan a un enfrentamiento agónico constante. Así, el espacio americano resulta siempre algo vacío, velado, cubierto y clausurado. Aún no aletea sobre él el espíritu del hombre, aún no se ha llevado a término esa “intususcepción metafísica” de la que habla Caturelli. América es muda. No ha sido ceñida por la historia ni por la cultura. Es que el indígena no estaba aún en posesión de aquella visión del mundo que caracterizó al europeo: para el americano él era una parte infinitesimal del mundo pero el mundo, a su vez, no era parte de él. Por eso está perdido en la vastedad sobrecogedora del inmenso suelo cuya realidad física originaria se le impone.
Todavía hoy resulta muy difícil, para nosotros, americanos europeos, sobreponernos a la sensación opresiva de nuestros inmensos espacios. No es solamente aquella “tristeza que sugiere la pampa como desde profundidades abisales” sino, también y sobre todo, la inmensa estepa patagónica ante cuya vista se hace imperioso -para no ceder a la angustia- volver con la imaginación y la memoria, una y otra vez, a los viajes de Magallanes, esas últimas estribaciones del descubrimiento español las únicas capaces de rescatar la tierra del abrumador silencio metafísico.
Esta es la razón (al menos la razón principal) por la que sólo el europeo pudo descubrir América y, en el acto de su descubrimiento, ponerla en el ser histórico. No hay historia americana, propiamente hablando, anterior al Descubrimiento. Hay sí una materia previa, en mayor o menor medida rica en disposiciones receptivas, en la que el genio europeo va a infundir, a modo de forma, el espíritu humano y con él la historia misma.
La historia de unos pueblos aborígenes, dotados de una bondad natural y adornados de todas las virtudes imaginables, avasallados y destruidos por la codicia y la crueldad españolas, no es historia verdadera sino tan sólo una ficción ideológica elaborada por los centros anticatólicos y antihispánicos procedentes, sobre todo, del mundo anglosajón y protestante. Los argumentos de los indigenistas no tienen ningún asidero histórico. Y por más que tiendan a sobrevalorar las expresiones culturales de las sociedades llamadas precolombinas (que nadie niega en su justa medida y que constituyen, precisamente, esa materia previa de la que hablamos) no pueden ocultar el hecho de que Europa -y nos referimos ahora esencialmente a España- no sólo trajo la Fe, y realizó consiguientemente la implantatio Ecclesiae, sino que con ella trajo la historia por la que realizó, además, la implantatio Civitatis. Europa, en efecto, fundo en América, la Ciudad Cristiana en el punto de evolución en que ella se encontraba en el momento del Descubrimiento; pero, también con toda su historia antecedente y toda la virtualidad de su posterior desarrollo histórico. Sólo en América realizó Europa esta magna obra. Por eso, con total acierto, dice Belloc que hay “una civilización común a los americanos y europeos, cuyo poderío ha establecido guarniciones, por así decirlo, en Asia y África”. Pero una cosa es establecer guarniciones y otra muy distinta fundar la Polis en cuyo seno va a tejerse la historia y la vida del hombre.
2. La relación existencial: devenir y destino de América
A partir del hecho originario -el Descubrimiento- se suceden todos los otros hechos de la historia americana. Se trata de una larga y azarosa historia de cinco siglos, llena de agudos contrastes en lo que respecta a la relación de este lado del mundo con la vieja Europa.
Para comenzar a entender algo de esta historia de contrastes no se ha de perder de vista un hecho de no poca relevancia, a saber, que la Europa descubridora de América es la del siglo XVI cuando tenían lugar en ella el desgarro de la Reforma, la separación de Inglaterra, la Contrareforma Católica (cuyo adalid fue España) y el Concilio de Trento. Esto significa que muy poco o nada de la Europa medieval fue recibido en el Continente americano. Hay, entre nosotros, algunos autores que han señalado este hecho como una suerte de “falla original” de América que signa todo su destino ulterior y explica esas relaciones contrastantes a las que nos acabamos de referir. Es verdad que la Europa del monacato, por ejemplo, estuvo ausente de nuestra formación religiosa y civil. Nuestros pueblos americanos se formaron bajo la dirección espiritual de las órdenes mendicantes y, sobre todo, de los jesuitas. Es decir, es la Europa moderna la que se trasplantó a América y esto -señalan tales autores- nos deja un vacío histórico insalvable y es el origen de muchos de nuestros desencuentros.
No negamos la verdad de este juicio. Pero creemos que ella ha de ser adecuadamente matizada. De cualquier manera, lo que nos llegó por la vía de España no fue la Europa moderna, en lo que esta acepción tiene de negativo en cuanto ruptura con la Tradición. Al menos hasta que se cerraron los ojos del último Austria menor -y aún algo más allá- la América Española se mantuvo ajena al espíritu de la Modernidad. Puede discutirse, hoy, si Trento y la Contrarreforma expresan o no la plenitud de la Tradición Católica y si en esta gran empresa de preservación de la Fe frente a la herejía no se pierde una buena parte de esa Tradición. Pero este es otro asunto. Lo cierto, a nuestro juicio, es que no hay evidencias suficientes para sostener que la América Española sea hija de la Europa moderna. Después de todo ¿no fue la España descubridora aquella que Menéndez Pidal llamó “la de los frutos tardíos”, la de los Reyes Católicos y sus descendientes que prolongaron el espíritu medieval hasta bien entrada la Modernidad? Todavía pueden verse, en ciertos sitios de América, expresiones de aquella medievalidad tardía en el trazado de algunas ciudades que conservan cierto porte medieval (el caso de Guanajuato, en México, es un ejemplo de ello) o de algunas iglesias en las que, junto al barroco americano, pueden apreciarse ciertos “toques” de gótico isabelino como el que luce, con todo esplendor, San Juan de los Reyes, en Toledo.
Es sólo desde del momento en que empieza a ganar terreno el espíritu moderno en la Península (a partir del cambio de Casa Real) que ese espíritu se cuela, bien que lentamente, en estas provincias trasatlánticas del Imperio. La expulsión de los jesuitas, por orden de Carlos III, bajo la influencia de sus ministros masones y liberales, marca -quizás- el hito más significativo en el proceso de despañolización de la Gesta Descubridora y Evangelizadora de España. Se observa, entonces, un hecho particularmente interesante: al mismo tiempo que la Modernidad hace pié en América, sobre todo en las llamadas “clases ilustradas”, el viejo espíritu tradicional y católico se abroquela y se conserva en los estratos aristocráticos y bajos de los pueblos americanos. A lo largo de todo el siglo XVIII este fenómeno signará la vida americana.
Se explica, así, lo que ocurrió a lo largo del siglo XIX con sus guerras de “independencia” y la progresiva desmembración del Imperio. En esas guerras se enfrentaron ejércitos que, en su esencia, eran tan españoles unos como los otros. Ramiro de Maeztu no duda en calificarlas de “guerras civiles”, es decir, de guerras internas. Lo que queremos decir es esto: el Imperio se perdió tanto en América cuanto en la Península. Pero no se enfrentaron solamente ejércitos en estas guerras. Chocaron, también, fuertes grupos políticos, sociales y culturales que representaban, a su modo, dos mundos distintos: el de la vieja hispanidad católica y la Ilustración, llamada aquí “europea”, pero que no fue otra cosa que la versión española -o mejor, peninsular- del espíritu moderno. En efecto, en nada se distinguían nuestros “doctores” liberales criollos de sus homónimos peninsulares como en nada se distinguían, en lo que hubo en ellos de mezcla de tradición y ruptura a la vez, nuestros generales libertadores de sus equivalentes europeos. Un jefe militar “godo” no era demasiado diferente de un jefe militar “patriota”.
Lo cierto es que a lo largo del siglo XIX Europa significó cosas bien distintas para los americanos según el caso. Para el pequeño, pero muy activo, grupo de liberales, inflamados en las “nuevas ideas”, la palabra Europa ejerció un fuerte atractivo político y cultural: era la “civilización”, el “progreso”, la “ciencia”, la “libertad”. Lo hispánico, por el contrario, representaba la “barbarie”, el “oscurantismo”, la “opresión”. En Argentina, por ejemplo, Sarmiento introdujo la disyuntiva “civilización o barbarie” en la que el primero de los términos se identificaba con lo europeo (fundamentalmente, francés e inglés) y el segundo con lo criollo, hispánico y católico. Por su parte, las clases aristocráticas y populares miraban con desconfianza, y aún con desprecio, todo lo que tenía un rasgo europeo o europeizante. Estos mismos elementos los hallamos presentes, y aún agudizados, a lo largo del siglo XX. En tales contradicciones y ambigüedades ha transcurrido nuestra relación con Europa.
- II. Europa y América, una mutua incomprensión
Si nos hemos demorado en describir esta doble relación entre América y Europa es para poder entender mejor el punto central de nuestro análisis, a saber, la posibilidad de establecer una adecuada comprensión de Europa desde América pero, también, de ésta desde Europa. Es nuestra convicción que, como resultado de tantos desencuentros históricos y de tantas vicisitudes, existe en el presente un muro espeso de incomprensiones y de desconfianzas mutuas.
Para la Europa de hoy, América (y nos referimos a la América Hispánica, fundamentalmente, pues la anglosajona guarda respecto de Europa otra relación bien que distinta como que se trata de una historia distinta) resulta un hecho incomprensible. Esta multitud de “repúblicas”, fragmentos del otrora poderoso Imperio español, se exhibe como un complejo cultural, social, político y económico ajeno, por completo, a los parámetros que conforman eso que aún se sigue llamando Occidente y que representa, en general, para el europeo medio, sencillamente la civilización. Claro está que esta Europa hace tiempo que ha dejado de ser la heredera de la vieja civilización grecorromana y de la Fe cristiana. ¿Quién está dispuesto a suscribir, en la actualidad, en los ambientes culturales preponderantes de Europa, aquella afirmación tan rotunda de Belloc: la fe es Europa y Europa es la Fe? Si definimos a Occidente, y a Europa, como aquel plexo de valores constituido por la unidad lingüística indoeuropea, la filosofía del realismo, la antropología que ensalza la dignidad y la libertad de la persona, todo ello en clave cristiana (Dios Uno y Trino, Creador y Redentor) la conclusión es que ese Occidente, esa Europa ya no existen. Hace tiempo que, al decir de Gómez Tello, Europa ha dejado de ser una pasión y sólo es un mercado.
Pero también para nuestra América cabe un reproche similar. Ella se ha alejado de la vieja Europa en la misma medida en que se ha alejado de sí misma. Y esto vale tanto para una visión eurocentrista que sólo atiende a una visión iluminista y moderna de Europa cuanto para las variadas formas del extravío indigenista cuyos voceros suelen ser recibidos y escuchados en los foros de la Europa actual a la que acusan de colonialista, genocida y demás majaderías del lenguaje ideológico al uso. La pregunta es ¿qué podemos esperar en el futuro?
- III. Hacia una conciencia americana de Europa y una conciencia europea de América.
El futuro está en nuestras manos en la medida que europeos y americanos nos dispongamos a recobrar la conciencia de nuestra raíz común. Raíz que, para bien y para mal, compartimos. Así toca a América reconocerse como el corazón y el cuerpo vivo de esa gran cabeza europea que al descubrirla la puso en la existencia. A Europa corresponde redescubrirse a sí misma como condición indispensable para volver a descubrir a América.
Ambas cosas tienen una dimensión ontológica. Se trata, en efecto, del ser de Europa y de América. En definitiva, del ser de la Civilización hoy amenazada por igual aquende y allende el Océano.
El futuro se escribirá, pues, en clave de una conciencia europea de América y de una conciencia americana de Europa. No sabemos cuánto habrá de uno y de lo otro o qué conciencia marcará el rumbo a la otra. Posiblemente se tratará de un proceso combinado y recíproco al que estamos llamados por igual los que aún conservamos viva la memoria de nuestros orígenes.
Decía León XIII que cuando una comunidad se pierde no hay otro modo de restaurarla que volviendo a los principios que le dieron el ser. Y de esto se trata, precisamente.
- Post scriptum
Este trabajo fue redactado en septiembre del año 2002 y publicado en la Revista Altar Mayor. Al releerlo, más de cinco lustros después, se advierte que algunas afirmaciones resultan hoy un tanto desactualizadas. De hecho, la situación europea se ha tornado notoriamente más grave: el avance del Islam, la imposición de un falso humanismo – de la mano de una gobernanza mundialista- con sus secuelas de aborto, ideología de género, sanción de leyes inicuas so capa de “derechos civiles”, las todavía no bien definidas y equívocas reacciones nacionalistas que intentan oponerse a la asfixiante globalización, son apenas los males más destacados que sacuden en estos días a la Vieja Europa, otrora cuna de la civilización cristiana. Por su parte, América también ha sufrido un fuerte impacto de esos mismos males de modo que aquella suposición de que “los europeos debieran preguntarse, hoy, frente a ciertas realidades americanas, qué es lo que éstas le devuelven, a modo de espejo, que les haga más conscientes de su propia identidad” no parece tan firme como antes. Hispanoamérica ya no es el “continente de la esperanza”. Por todo esto, es hoy más urgente que nunca que europeos y americanos volvamos juntos nuestra mirada a aquellos principios que nos dieron el ser los únicos que, más allá de las mudanzas de los tiempos, tienen la clave de nuestro destino."
Entrevista
Mario Caponnetto: "El tomismo sigue vivo y vigoroso ante la crisis de la inteligencia y el pensamiento débil", por Javier Navascués Pérez, en InfoCatólica (on-line)[3]
"Mario Caponnetto (1939). Médico por la Universidad Nacional de Buenos. Médico cardiólogo por la misma Universidad. Estudió filosofía en la Cátedra Privada del Profesor Jordán B. Genta (Buenos Aires). Autor de varias obras de su especialidad: El hombre y la Medicina (1992), Víctor Frankl, una antropología médica (1994), Santo Tomás de Aquino. Aproximación a su pensamiento (2017), Antropología Médica (2021), Maestro del silencio (2023), El filósofo y la Ciudad (en colaboración con María Lilia Genta, 2024). Dictó numerosas conferencias en su país y en el exterior. Colaborador de diversas publicaciones nacionales y extranjeras.
- Tras su dilatada trayectoria de décadas de filiación al tomismo, ¿por qué ha considerado necesario publicar un nuevo libro sobre el Aquinate en pleno siglo XXI?
Ante todo, muchas gracias por esta entrevista.
Creo que, así como de la Santísima Virgen se ha dicho “de Maria nunquam satis” (de María nunca se ha hablado lo suficiente), salvando las enormes distancias, algo similar puede decirse de Santo Tomás: de Thoma nunquam satis. La riqueza de su doctrina es inagotable y siempre es necesario volver al Santo Doctor para hallar la luz que nos guie en nuestro camino. Pero de un modo especial en este siglo XXI en el que el extravío de la inteligencia está alcanzando niveles prácticamente inéditos aún, duele decirlo, en el seno de la misma Iglesia. Por tanto, hoy resulta más actual que nunca la invitación del Papa Pío XI: Id a Tomás. Por cierto, mi libro es solo un modesto aporte. No se trata, en realidad, de un libro unitario sino de un volumen en el que he reunido varios trabajos sobre Santo Tomás elaborados a lo largo de varios años. El último de esos trabajos, “Santo Tomás, maestro del silencio”, da título al volumen gracias a una feliz iniciativa del editor, Don Santiago García Balcarce.
- ¿Cómo le ha ayudado a este libro su doble condición de hombre de ciencia y filosofía?
El cultivo simultáneo de la medicina y de la filosofía ha sido siempre, en mi labor intelectual, de una enorme ayuda. Uno de los problemas más graves de la modernidad (y qué decir de la posmodernidad) es la lamentable separación de las ciencias particulares respecto de la filosofía. Esto ha dado lugar a una mentalidad científica radicalmente antifilosófica que no va más allá del simple registro de fenómenos y del dominio técnico sobre la realidad, ambas cosas muy necesarias y buenas ciertamente, pero insuficientes para una comprensión de lo real.
Entre las notas que integran este libro hay una dedicada al problema de la generación humana: es notable cómo la filosofía de la naturaleza del Aquinate nos permite entender en profundidad los datos que hoy aportan la embriología, la genética, etc. También sucede que muchos de los descubrimientos de las ciencias contemporáneas no hacen sino confirmar las tesis planteadas por Santo Tomás en el siglo XIII. En este sentido, las llamadas neurociencias, por poner un ejemplo, nos ofrecen un campo riquísimo de investigación e integración de las ciencias particulares con la Filosofía Perenne.
- Su excelente libro Maestro del silencio (Editorial RocaLogos) hace hincapié en dos de los aspectos más relevantes en la obra de Santo Tomásde Aquino: la educación y la espiritualidad. ¿Qué aportaciones relevantes hizo el santo al método escolástico? ¿Repercutió dicho método en pro del perfeccionamiento de la vida espiritual?
Es bien sabido que Santo Tomás renovó los estudios teológicos de su tiempo como ningún otro la había hecho antes. Al respecto es muy interesante lo que refiere Guillermo de Tocco, su primer biógrafo: “En su enseñanza suscitaba nuevos temas, encontrando un modo nuevo y claro de presentarlos y aduciendo nuevas razones en su resolución; de tal modo que nadie que lo oyera enseñar novedades y resolver lo dudoso con nuevas razones, dudaría que Dios lo iluminó con rayos de nueva luz”. Es llamativa la insistencia de Tocco en señalar la novedad que representó Tomás en su tiempo.
Pero si Tomás fue un auténtico renovador es preciso aclarar que no intentó formular una nueva doctrina sino iluminar, sistematizar y profundizar el enorme legado de la Patrística. Sin duda, la introducción de Aristóteles, que ya había comenzado antes, fue uno de los mayores aportes si bien no el único: hay también una importante vertiente platónica que no pocas veces ha pasado desapercibida.
En cuanto a su contribución al perfeccionamiento de la vida espiritual no hay dudas de que la teología del Santo Doctor ha sido, como han señalado autorizados tomistas contemporáneos, no solo una theologia mentis sino, además, una theologia cordis. Tomás fue no solo el riguroso expositor de las más arduas cuestiones: fue también un místico.
- El P. Julio Meinvielle afirmó que “la sola lectura de Santo Tomás forma la inteligencia y le da estructura”; sin embargo, matizaba a continuación que “el error de muchos consiste en creer que con una sola lectura ya entienden a Santo Tomás y no es así”. ¿Por qué puede ser contraproducente una lectura superficial del santo doctor?
A Tomás hay que leerlo con calma (mejor, cuando sea posible, en su lengua original); volver una y otra vez sobre sus textos y sus respectivos contextos. Esto es así por el carácter mismo de su doctrina que presenta siempre nuevos matices y nuevos ángulos de abordaje. De lo contrario se cae o en meras repeticiones o, peor aún, en serias desnaturalizaciones de sus enseñanzas. Así, no faltan quienes le hacen decir al Aquinate cosas que nunca dijo. Este es el riesgo, como bien señalaba Meinvielle, de una lectura apresurada.
- Uno de los asuntos más sugestivos de su libro aparece al final del mismo, y es el relativo al misterioso período postrimero del santo, con el que por así decir culmina su obra: el silencio. ¿Qué profunda enseñanza aporta el santo sobre este ente de razón?
El silencio que selló el final de la vida del Aquinate ha dado lugar a múltiples interpretaciones. Como digo en el libro, creo que una interpretación posible es que le fue concedido en esta vida un adelanto de la visión beatífica; efectivamente, lo que le dice a Reginaldo es bien claro: “después de lo que he visto todo me parece paja”. A mi juicio este silencio nos enseña, además, algo que a menudo se olvida: la Verdad, en su fondo último, es inefable; por eso su contemplación culmina necesariamente en el silencio.
- “Las palabras apenas dan cuenta de la realidad que quieren expresar; ellas proceden de silencios profundísimos y avanzan hacia nuevos silencios colmados de plenitud de verdad y de vida.” ¿Por qué cierra con esta frase su ensayo?
El mismo Santo Tomás enseña que las palabras son signos de las cosas. Pero sucede que nos hallamos ante una inevitable insuficiencia de nuestro lenguaje frente a lo inagotable de lo real; por eso es que me atrevo a decir que las palabras apenas dan cuenta de la realidad que expresan. Por otra parte, toda palabra que se profiere como voz, como sonido, procede de un verbo interior que, de suyo es silente; y si es palabra verdadera ella nos permite avanzar hacia nuevos silencios, es decir, hacia ese recóndito interior del alma que al conocer se hace en cierto modo todas las cosas como ya lo había visto Aristóteles.
- ¿Por qué quien no sabe cómo hacer silencio, no sabe cómo hablar?
De alguna manera esta pregunta nos remite a la anterior. Si la palabra no procede de ese silente verbo interior al que me he referido, ella es mero sonido hueco y vacío. Flatus vocis.
- ¿Por qué en el fondo el libro plantea el contraste entre el hombre sensato que busca, por el camino de la virtud, conocer su identidad,- ¡conocerse a sí mismo! - y el insensato que, llevado por la corriente del pecado, se oculta de ella?
Aquí cabe aplicar el célebre aforismo griego que usted menciona: “conócete a ti mismo”. Sin este conocimiento no es posible avanzar hacia el conocimiento de las otras realidades. San Agustín lo ha dicho de modo insuperable: “No salgas fuera, vuelve a ti mismo; en el interior del hombre habita la verdad”. La insensatez del hombre de nuestros días consiste en esa incapacidad de interiorización, de búsqueda dentro de sí mismo, una suerte de alienación de sí que caracteriza esta cultura del ruido como muy bien señala el Cardenal Sarah. Pero este volverse hacia sí mismo supone el ejercicio de las virtudes intelectuales y morales en tanto que el pecado es un obstáculo para lograr esa interiorización. Frente a esta insensatez es necesario volver al hombre interior lo que, en definitiva, nos regresa al tema de fondo, el silencio.
- ¿Ha sido Santo Tomás el último de los grandes doctrinarios de la catolicidad? ¿Ha existido o existe en la historia contemporánea algún pensador católico no epigonal del tomismo que pueda estar al nivel de aquellos custodios del período escolástico?
La Escolástica como sistema (de la que Tomás de Aquino representa la cumbre) no ha sido superada. Pero esto no impide reconocer que en la historia contemporánea hay muchos y valiosos autores católicos que, en sentido estricto, no son epígonos del tomismo, como usted señala. Recordemos, a título de ejemplo, a Romano Guardini, Odo Casel, Michele Siacca (hasta cierto punto ya que en sus escritos finales se vuelve con singular agudeza a la doctrina tomista del ser). Sin embargo, se ha de destacar un hecho que Gilson ha puesto de manifiesto: toda verdad contenida en cualquier sistema, filosófico o teológico, es accesible al discípulo del Aquinate, en tanto que los demás sistemas están cerrados a las verdades del tomismo.
- ¿Hasta qué punto se podría decir que la doctrina de Santo Tomás está hoy más vigente que nunca?
Precisamente la nota con que se inicia el libro lleva por título “Santo Tomás, Doctor hodierno”. Allí doy algunas razones de la actualidad y vigencia de las enseñanzas del Santo Doctor. En breve síntesis, puede decirse que los grandes males de esta época comienzan en la inteligencia; por tanto, es ella, la inteligencia, la que ha de ser restaurada: como enseñaba mi maestro Genta, es necesario rehabilitar la inteligencia en el hábito metafísico.
A lo largo de todo el proceso de la modernidad y de la llamada posmodernidad, advertimos un doble fenómeno: el primero, la razón, la ratio naturalis, se separó de la fe en detrimento, sobre todo, de la propia razón. El segundo fenómeno podemos caracterizarlo como un progresivo angostamiento del horizonte de la razón. A partir, sobre todo, de la crítica kantiana, se perdió primero la ratio metafísica; a ella sucedió la caída de la ratio ética; hoy solo queda en pie la ratio técnica, el único modo de racionalidad admitido en los ámbitos académicos y sociales en general. La razón ha quedado, así, empobrecida, como amputada. Es fácil advertir que este proceso solo podía concluir en lo que, efectivamente, ha concluido: la grave crisis de la inteligencia hasta el extremo de proclamar la debilidad del pensamiento (el pensiero debole de Vattimo) como el paradigma de todo pensamiento.
Pues bien, es necesario ampliar la razón (tanto la razón especulativa como la razón práctica) devolviéndole, por así decirlo, la plenitud de su horizonte; y esto, a mi juicio, ha de preceder a cualquier intento de unir nuevamente la razón y la fe. Para esta gran tarea, para este gran desafío al que nos enfrentamos, la presencia de Santo Tomás resulta imprescindible. De ahí su indiscutible vigencia.
- Bajo su punto de vista y tras el Aquinate, ¿quiénes serían los teólogos de lectura imprescindible para un católico?
Son muchos. Empecemos por casa: la Escolástica de la Escuela de Salamanca; aun cuando presenta algunas dificultades cuando se la compara con el pensamiento original del Aquinate (el caso de Francisco Suarez, por ejemplo), no hay dudas de que teólogos como Francisco de Vitoria, Domingo de Soto y el mismo Suarez, resultan de lectura imprescindible para un católico que pretenda formarse en una fe ilustrada. Más cerca en el tiempo ha de mencionarse la llamada “neo escolástica” o “neo tomismo” con figuras de la talla de Garrigou Lagrange, el Cardenal Bilot, Antonin Sertillanges, Cornelio Fabro; el mismo Maritain pese a los reparos que puedan formulársele. Apenas unos pocos ejemplos: la lista es larga.
- Las estanterías de las librerías religiosas están plagadas de obras de corte “new age” y de apelaciones al “diálogo interreligioso”. Su nuevo y meritorio libro supone una radical refutación de estas tendencias heterodoxas. En nuestros decrépitos tiempos en donde prevalecen las pantallas y los vídeos cortos e insustanciales, ¿se sigue desarrollando algún tipo de pensamiento católico consistente?
Hablamos antes de la crisis de la inteligencia y de la propuesta de un pensamiento débil. Ambas cosas están afectando gravemente la vida de la Iglesia y de los católicos. El abandono de los estudios clásicos (sobre todo en los seminarios en la mayoría de los cuales Tomás ha sido desterrado), el desconocimiento de la buena filosofía y de la buena teología, nos han traído una alarmante debilidad del pensamiento católico que afecta principalmente al clero (no hay nada peor que la ignorancia del clero, suele decirse) y aún de las más altas jerarquías de la Iglesia. Esto explica lo que usted muy bien señala: el predominio creciente de corrientes heterodoxas y los malos libros que llenan los anaqueles de las librerías llamadas “católicas”.
Pero a pesar de este panorama desolador, a Dios gracias quedan todavía fuertes expresiones de buen pensamiento católico. El tomismo sigue vivo y vigoroso. Son numerosos los grupos y las instituciones tomistas que estudian, investigan y ofrecen obras valiosísimas que están disponibles a quien quiera consultarlas. Señalo un hecho que he constatado en los varios años que llevo estudiando y transmitiendo (dentro de mis grandes limitaciones) el pensamiento del Aquinate: la mayor parte de los jóvenes que se interesan por Santo Tomás no procede tanto de quienes estudian filosofía o teología sino, más bien, de los que estudian las diversas disciplinas que integran el universo de lo que hoy se denomina “la ciencia” o “las ciencias”. Esto es muy prometedor y alienta nuestra esperanza."
Referencias
- ↑ Mario Caponnetto en Twitter (6 de agosto de 2015)
- ↑ "Europa desde América" Hispanidad Católica (Consultado el 16 de junio de 2019).
- ↑ Mario Caponnetto: "El tomismo sigue vivo y vigoroso ante la crisis de la inteligencia y el pensamiento débil" InfoCatólica (Consultado el 19 de febrero de 2025).