Antonio Gramsci

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Antonio Gramsci

Antonio Gramsci (Cerdeña, 23 de enero de 1891 - Roma, 27 de abril de 1937) fue un político, pedagogo, filósofo y teórico marxista italiano. Su hermano, Mario Gramsci, fue un destacado exponente fascista.

Llegado a Turín en 1911, se hace miembro del Partido Socialista, y más tarde del comunista, del que llegaría a ser uno de los principales representantes durante los años veinte. Sus ideas fueron el germen del marxismo cultural. Gramsci no sólo ha inspirado el accionar de las fuerzas marxistas y neomarxistas, sino que además es uno de los principales teóricos de algunas corrientes de pensamiento anticomunistas como el caso de la Nueva Derecha francesa de Alain de Benoist, ya que parten de la base que las teorías del ideólogo comunista son fundamentales para la conquista del poder político.

Vida política

Inmediatamente después de la revolución bolchevique de 1917, la Internacional Comunista sufre numerosas crisis. Lenin, que en un principio había decidido acelerar las escisiones comunistas en el seno de los partidos socialistas y socialdemócratas europeos, cambia de táctica a partir de 1921 y preconiza una política de Frente Popular, que le parece la única susceptible de contener los progresos de la "reacción". En el Partido Comunista italiano, este súbito giro provoca un enfrentamiento entre Gramsci, miembro desde 1922 del comité ejecutivo del Komintern, y bordita, que pretende negarse a toda colaboración con los "socialtraidores", es decir, los socialdemócratas. Esta crisis interna del partido tiene profundas consecuencias. Gramsci, elegido diputado en 1924, consigue dos años hacer prevalecer sus tesis y convertirse en secretario general del PCI. Pero es demasiado tarde. Aislado de sus electores, agotado por las luchas intestinas, víctima tanto del auge del fascismo, como de la crisis del movimiento comunista internacional, el PCI acaba siendo proscrito. Gramsci es detenido, deportado a la isla de Ustica y condenado a veinte años de prisión.

La lucha cultural

Es allí en su celda, donde va a entregarse a una profunda reflexión sobre la praxis marxista-leninista, y especialmente sobre las causas del fracaso socialcomunista de los años veinte. ¿Cómo es posible que la conciencia de los hombres marche "con retraso" sobre lo que debería dictarle "su conciencia de clase"? ¿Como consiguen las clases dominantes, minoritarias, hacerse obedecer de un modo natural por las dominadas mayoritarias? Tales son las cuestiones que, entre otras muchas, se plantea Gramsci; las preguntas a las que va a tratar de responder estudiando con más detenimiento la noción de ideología y estableciendo la distinción decisiva (y hoy clásica) entre "sociedad política" y "sociedad civil".

Por sociedad civil (término tomado de Georg Hegel, aunque fuese criticado por Marx) entiende Gramsci el conjunto del sector "privado"; es decir, la esfera cultural, intelectual, religiosa y moral, en tanto que expresada en el sistema de deberes y obligaciones contenido en la jurisdicción, la administración, las corporaciones, etc. El gran error de los comunistas, dice Gramsci, ha sido creer que el Estado se reduce a un simple aparato político. En realidad, el Estado "organiza el consentimiento"; o sea, dirige no solo con la ayuda de su aparato político, sino también por medio de una ideología implícita que descansa en valores admitidos y que la mayoría de los miembros de esa sociedad dan por supuestos. Este aparato "civil" engloba la cultura, las ideas, las costumbres, las tradiciones y hasta el sentido común. En estos campos, no directamente políticos, actúa un poder en el que también se apoya el Estado: el poder cultural. En otras palabras, el Estado no solo ejerce su autoridad mediante la coerción. Al lado de la denominación, de la autoridad directa, del mando que ejerce por la vía del poder político, disfruta también, gracias a la existencia y la actividad del poder cultural, de una especie de "hegemonía ideológica", de una adhesión espontánea de la mayoría de las mentes a una concepción de las cosas, a una visión del mundo que los consolida, a la vez que los justifica, en los temas, valores e ideas que le son propias. (Esta distinción no estás muy lejos de la que hace Louis Althusser entre el "aparato represivo" y los "aparatos ideológicos" del Estado.)

Aparatándose en esto de Marx, que reducía la "sociedad civil" a la infraestructura económica, y a la contradicción entre las fuerzas de producción y las estructuras de apropiación del capital, Gramsci se da perfectamente cuenta —sin por ello subrayar con la suficiente claridad que la ideología está estrechamente ligada a las mentalidades; es decir, a la constitución mental de los pueblos— de que es en esta "sociedad civil" en la que se elaboran, difunden y reproducen las concepciones del mundo, las filosofías, las religiones y todas las actividades intelectuales o espirituales, explícitas o implícitas, en las que el consenso social se apoya para cristalizar, consolidarse y perpetuarse. A partir de aquí, tras reintegrar a la sociedad civil al nivel de la superestructura, y añadirle la ideología, de la que depende, distingue en occidente dos formas de superestructura: de una parte, la sociedad civil; de otra, la sociedad política (o "Estado" propiamente dicho).

Mientras que "en Oriente el Estado lo era todo, y la sociedad civil algo primitivo y gelatinoso" (carta a Togliatti, 1924), en Occidente, y en especial en las sociedades modernas, de poder político difuso, lo "civil" —la mentalidad de la época, el espíritu de los tiempos— desempeña un papel considerable. Es este importante papel el que los movimientos comunistas de los años 20 no advirtieron, ni tuvieron lo bastante en cuenta al elaborar sus estrategias. Lo que los indujo a error fue el ejemplo de 1917; pero si Lenin pudo acceder al poder, fue (entre otras razones) porque en Rusia la sociedad civil prácticamente no existía. Por el contrario, en las sociedades donde todos participan más o menos íntimamente de esa ideología implícita que es la concepción espontánea del mundo, donde reina una atmósfera cultural específica, no es posible la toma del poder político sin ocupar antes el poder cultural. Así lo demuestra, por ejemplo, la Revolución Francesa de 1789, solo factible en la medida en que había sido preparada por una "revolución en los espíritus", en este caso por la difusión de las ideas de la "filosofía de las luces" entre la aristocracia y la burguesía.

En otras palabras: la subversión política no crea una situación, solo la consagra. "Un grupo social —escribe Gramsci— puede e incluso debe ser ya dirigente antes de haber conquistado el poder gubernamental: es una de las condiciones esenciales para la conquista de ese poder". (Cuadernos de la cárcel). En esta perspectiva, observa Eléne Védrine en su ensayo Les Philosophies de l'histoire (Pashot, 1975), "la toma del poder no se lleva a cabo solo mediante una insurrección política que se apodera del Estado, sino mediante un largo trabajo ideológico en la sociedad civil que permite preparar el terreno".

Los intelectuales

Desde el punto de vista de Gramsci, en una sociedad desarrollada el "paso al socialismo" no tiene lugar mediante un putsch ni por un enfrentamiento directo, sino por una transformación de las ideas generales que equivale a una lenta remodelación de los espíritus. Y el objetivo de esta guerra de posiciones es la cultura, considerada como el puesto de mando y de especificación de los valores y las ideas.

Gramsci asigna pues a los intelectuales un papel muy preciso. Les exige que "ganen la guerra intelectual". El intelectual es definido aquí por la función que desempeña frente a un determinado tipo de sociedad o de producción. Por ejemplo, dice Gramsci: "Cada grupo social, al nacer sobre el terreno originario de una función esencial dentro del mundo de la producción económica, crea al mismo tiempo, orgánicamente, una o varias capas de intelectuales que le dan su homogeneidad y la conciencia de su propia función, no sólo en la esfera económica, sino también en la social y política". (Los intelectuales y la organización de la cultura.) Los intelectuales son pues (en el sentido no peyorativo), los "viajantes" del grupo dominante; ellos organizan el "consentimiento espontáneo de las grandes masas de población a la dirección que el grupo fundamental dominante imprime a la vida social y, a la vez, permiten el funcionamiento del aparato coercitivo del Estado.

Posteriormente, Gramsci detalla los medios que estima apropiados para la "persuasión permanente": apelación a la sensibilidad popular, subversión de los valores que están en el poder, creación de "héroes socialistas", promoción del teatro y el folklore, etc.

La toma de la cultura

Gramsci —que escribe durante los años treinta—, sabe muy bien que el postfascismo "no será socialista; pero piensa que ese período, en el que volverá a reinar el liberalismo, proporcionará una excelente ocasión para practicar la infiltración cultural, pues los partidarios del socialismo se encontrarán en una posición moralmente muy fuerte. Cree que de este "rodeo democrático" surgirá un nuevo bloque histórico, bajo la dirección de la "clase obrera", mientras que los "intelectuales tradicionales", cada vez más marginados, acabaran por ser asimilados o destruidos.

Enfermo de tuberculosis, Gramsci muere el 25 de abril de 1937, en una clínica italiana. Sus Cuadernos de la cárcel, treinta y tres fascículos en total, son recogidos por su cuñada, que empieza a hacerlos circular. Estos Cuadernos van a tener, al acabar la guerra, un éxito considerable, y a ejercer gran influencia, primero en la evolución del Partido Comunista de Italia, y más tarde en fracciones más generales de la izquierda y la extrema izquierda de los países europeos y luego mundiales.

Gramsci tenía razón

Desde cierto punto de vista, y si nos atenemos a los aspectos puramente metodológicos de la teoría del "poder cultural", algunas de las opiniones de Gramsci han resultado proféticas. Por eso no debemos asombrarnos de la importancia que han tenido en la evolución de la estrategia general de cierta "contestación". Por lo demás, es evidente que algunos rasgos característicos de las sociedades contemporáneas acentúan aún más- y con ello facilitan- los efectos de su estrategia. En primer lugar es preciso recordar que el papel (potencia) de los intelectuales en el seno de la estructura social nunca ha sido tan grande como hoy.

Factores como la democratización de la enseñanza, la importancia de los mass media, la necesidad (creada por modas efímeras en continua revisión) de encontrar "nuevos talentos" (reales o supuestos) y la creciente seducción que sobre los líderes de la opinión ejercen las ideas en boga, de las que son reflejo unos sondeos que se alimentan de sí mismos, permiten a la intelligentsia ejercer un poder considerable. A esto se añade la importancia creciente del ocio, que da un mayor espacio a la cultura y facilita la puesta en circulación de ciertos temas y valores; y también la vulnerabilidad, asimismo creciente, de la opinión pública a un mensaje metapolítico tanto más eficaz y mejor recibido y asimilado cuanto que su carácter de directriz y sugerencia no es claramente percibido como tal y, por consiguiente, no tropieza con las mismas reticencias racionales y conscientes que los mensajes netamente políticos.

Toda la fuerza de los espectáculos y de las modas reside en este último rasgo específico, en la medida en que una novela, una película, una obra de teatro o un programa de televisión será a la larga mucho más eficaz políticamente si al principio no es percibido como político y se limita a provocar una lenta evolución, un pausado deslizamiento de las mentalidades de un sistema de valores a otro.

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