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Guerra Cristera
La Guerra Cristera (también conocida como Guerra de los Cristeros o Cristiada) en México, consistió en un conflicto armado que se prolongó desde 1926 a 1929, entre el gobierno de Plutarco Elías Calles y milicias de laicos católicos dirigidas por sacerdotes, quienes resistieron la aplicación de legislación y políticas públicas orientadas a restringir la autonomía de las religiones en general y la católica en particular.
Sumario
- 1 Persecuciones religiosas en el México del siglo XIX
- 2 Persecuciones de Carranza y Obregón
- 3 Persecución de Calles
- 4 Cesación del culto
- 5 Alzamiento de los cristeros
- 6 Aprobaciones eclesiales de la lucha armada
- 7 Pío XI bendice el grito: ¡Viva Cristo Rey!
- 8 Reservas sobre el movimiento armado
- 9 Se echaron al campo para buscar a Dios
- 10 Curso de la guerra
- 11 Los mal llamados arreglos
- 12 Frutos de la Cristiada
- 13 Triunfo de la masonería
- 14 Licenciamiento de los cristeros
- 15 Después de los arreglos
- 16 Crónica de los mártires
- 17 Espíritu de los cristeros
- 18 Referencias
- 19 Artículos relacionados
- 20 Enlaces externos
Persecuciones religiosas en el México del siglo XIX
La persecución liberal que ocasionó la Cristiada en el siglo XX no era sino la continuación de la que se inició ya largamente en el siglo XIX.
Muy poco después de la independencia, ya en 1855, se desata la revolución liberal con toda su virulencia anticristiana, cuando se hace con el poder Benito Juárez(1855-72), indio zapoteca de Oaxaca que a los 11 años, con la ayuda del lego carmelita Salanueva, aprende castellano, a leer y a escribir, lo que le permite ingresar en el seminario. Más tarde siendo abogado y político, impone (obligado por la logia estadounidense de Nueva Orleans) la Constitución de 1857 y las Leyes de Reforma de 1859, una y otras abiertamente hostiles a la Iglesia.
Por ellas, contra todo derecho natural, se establecía la nacionalización de los bienes eclesiásticos, la supresión de las órdenes religiosas, la secularización de cementerios, hospitales y centros benéficos, etc. Su gobierno dio también apoyo a una iglesia mexicana, precario intento de crear una iglesia cismática.
Todos estos atropellos provocaron un alzamiento popular católico semejante, como señala Juan Dumont, al que habría de producirse en el siglo XX. En efecto,
En aquella guerra civil, en la que hubo "deportación y condena a muerte de sacerdotes, deportación y encarcelamiento de obispos y de otros religiosos, represión sangrienta de las manifestaciones de protesta, particularmente numerosas en los estados de Jalisco, Michoacán, Puebla, Tlaxcala"[1].
La reforma liberal de Juárez no se caracterizó solamente por su sectarismo antirreligioso, sino también porque junto a la desamortización de los bienes de la Iglesia, eliminó los ejidos comunales de los indígenas. Estas medidas no evitaron al Estado un grave colapso financiero, pero enriquecieron a la clase privilegiada, aumentando el latifundismo. Con todo eso, según el historiador Vasconcelos, también filósofo y político, "Juárez y su Reforma, están condenados por nuestra historia" y él ha pasado, como otros, "a la categoría de agentes del imperialismo anglosajón"[2].
Sobre esto último habría que recordar las ofertas increíbles y vergonzosas del gobierno de Benito Juárez a los Estados Unidos en los tratados McLane-Ocampo y Corwin-Doblado, en los convenios con los estadounidenses gestionados por el agente juarista José María Carvajal.
El periodo de Juárez se vio interrumpido por un periodo en el que ocupó el poder Maximiliano de Habsburgo (1864-7). También en estos años la Iglesia fue sujeta a leyes vejatorias, y los masones "le ofrecieron al Emperador la presidencia del Supremo Consejo de las logias, que él declinó, pero aceptó el título de protector de la Orden, y nombró representantes suyos a dos individuos que inmediatamente recibieron el grado 33"[3].
A Juárez le sucedió en el poder el Pro-Estadounidense Sebastián Lerdo de Tejada y Corral (1872-6). Éste, que había estudiado en el Seminario de Puebla, acentuó la persecución religiosa, llegando a expulsar hasta a "las Hermanas de la Caridad" -a quienes el mismo Juárez respetó-, no obstante que de las 410 que había, 355 eran mexicanas, que atendían a cerca de 15 mil personas en sus hospitales, asilos y escuelas. En cambio, favoreció oficialmente la difusión del protestantismo, con apoyo estadounidense. En el mismo año de 1873 se prohibió que hubiera fuera de los templos cualquier manifestación o acto religioso"[4]. Todo esto provocó la guerra llamada de los Religioneros (1873-6), un alzamiento armado católico, precedente también de los cristeros[5].
La perduración de Juárez en el poder ocasionó entre los mismos liberales una oposición cada vez más fuerte. El general Porfirio Díaz -que era, como Juárez, de Oaxaca y antiguo seminarista-, propugnando como ley suprema la no-reelección del Presidente de la República (Plan de la Noria 1871; Plan de Tuxtepec 1876), desencadenó una revolución que le llevó al gobierno de México.
El liberalismo del Porfiriato fue más tolerante con la Iglesia. Aunque dejó vigentes las leyes persecutorias de la Reforma, normalmente no las aplicaba; pero mantuvo en su gobierno, especialmente en la educación preparatoria y universitaria, el espíritu laicista antirreligioso.
Persecuciones de Carranza y Obregón
Los últimos años del Porfiriato y los siguientes, en medio de continuas injerencias de los Estados Unidos, registran innumerables conspiraciones y sublevaciones, movimientos indígenas de reivindicación agraria, y guerras marcadas de crueldad atroces. La revolución liberal, que tan duramente perseguía a los católicos, iba devorando también uno tras otro a sus propios hijos: es el horror del "proceso histórico del liberalismo capitalista, que durante el siglo XIX y la mitad del XX, logró apoderarse de las conciencias de nuestros pueblos y no sólo de sus riquezas"[6].
La revolución del general Venustiano Carranza, que le llevó a la presidencia (1916-20), se caracterizó por la dureza de su persecución contra la Iglesia. En el camino hacia el poder, sus tropas multiplicaban los incendios de templos, robos y violaciones, atropellos a sacerdotes y religiosas. Todavía hoy en México la palabra "carrrancear" significa robar.
Y ya en el poder, cuando los jefes militares quedaban como gobernadores de los Estados liberados, dictaban contra la iglesia leyes tiránicas y absurdas: que no hubiera Misa más que los domingos y con determinadas condiciones; que no se celebraran Misas de difuntos; que no se conservara el agua para bautismo en las pilas bautismales, sino que se diera el bautismo con el agua que corre de las llaves; que no se administrara el sacramento de la penitencia sino a los moribundos, y "entonces en voz alta y delante de un empleado del gobierno"[7].
La orientación anticristiana del Estado cristalizó finalmente a la Constitución de 1917, realizada en Querétaro por un Congreso constituyente formado únicamente por representantes carrancistas. En efecto, en aquella Constitución el Estado liberal moderno, agravando las persecuciones ya iniciadas con Juárez en las Leyes de Reforma, establecía la educación laica obligatoria (Art. 3), prohibía los votos y el establecimiento de órdenes religiosas (Art. 5), así como todo acto de culto fuera de los templos o de las casas particulares (Art. 24). Y no sólo perpetuaba la confiscación de los bienes de la Iglesia, sino que prohibía la existencia de colegios de inspiración religiosa, conventos, seminarios, obispados y casas curales (Art. 27). Todas estas y otras muchas barbaridades semejantes se imponían en México sin que pestañease ningún liberal ortodoxo de occidente.
El gobierno del general Obregón (1920-4), nuevo presidente, llevó adelante el impulso perseguidor de la Constitución mexicana: se puso una bomba frente al arzobispado de México; se izaron banderas de la revolución bolchevique sobre las catedrales de México y Morelia; un empleado de la secretaría del Presidente hizo estallar una bomba al pie del altar de la Virgen de Guadalupe, cuya imagen quedó ilesa; fue expulsado Mons. Philippi, Delegado Apostólico, por haber bendecido la primera piedra puesta en el Cerro del Cubilete para el monumento a Cristo Rey.
Persecución de Calles
Reformando el Código Penal, la Ley Calles de 1926, expulsa a los sacerdotes extranjeros, sanciona con multas y arrestos a quienes den enseñanza religiosa o establezcan escuela primarias, o vistan como clérigo o religioso, o se reúnan de nuevo habiendo sido exclaustrados, o induzcan a la vida religiosa o realicen actos de culto fuera de los templos. Desde una secretaría del gobierno callista se hace el intento de crear una Iglesia cismática mexicana, esta vez en torno a un precario Patriarca Pérez, que finalmente murió en comunión con la Iglesia.
Los gobernadores de los diversos Estados rivalizan en celo persecutorio, y así el de Tabasco, general Garrido Canabal, exige a los sacerdotes casarse, si quieren ejercer su ministerio[8]. En Chiapas una Ley de Prevención Social "contra locos, degenerados, toxicómanos, ebrios y vagos" dispone: "Podrán ser considerados malvivientes y sometidos a medidas de seguridad, tales como reclusión en sanatorios, prisiones, trabajos forzados, etc., los mendigos profesionales, las prostitutas, los sacerdotes que ejerzan sin autorización legal, las personas que celebren actos religiosos en lugares públicos o enseñen dogmas religiosos a la niñez, los homosexuales, los fabricantes y expendedores de fetiches y estampas religiosos, así como los expendedores de libros, folletos o cualquier impreso por los que se pretenda inculcar prejuicios religiosos"[9].
Cesación del culto
Los Obispos mexicanos, en una enérgica Carta pastoral (25-7-1926), protestan unánimes, manifestando su decisión de trabajar para que "ese Decreto y los Artículos antirreligiosos de la Constitución sean reformados. Y no cejaremos hasta verlo conseguido". El presidente Calles responde: "Nos hemos limitado a hacer cumplir las (leyes) que existen, una desde el tiempo de la Reforma, hace más de medio siglo, y otra desde 1917... Naturalmente que mi Gobierno no piensa siquiera suavizar las reformas y adiciones al código penal".
A los pocos días, el 31 de julio, y previa consulta a la Santa Sede, el Episcopado ordena la suspensión del culto público en toda la República. Inmediatamente, una docena de Obispos, entre ellos el Arzobispo de México, son sacados bruscamente de sus sedes, y sin juicio previo, son expulsados del país.
Es de suponer que los callistas habrían acogido la suspensión de los cultos religiosos con frialdad, e incluso con una cierta satisfacción. Ellos no se esperaban, como tampoco la mayoría de los Obispos, la reacción del pueblo cristiano al quedar privado de la Eucaristía y de los sacramentos, al ver los altares sin manteles y los sagrarios vacíos, con la puertecita abierta...
El cristero Cecilio Valtierra cuenta aquella experiencia con la elocuencia ingenua del pueblo:
Alzamiento de los cristeros
Ya a mediados de agosto, con ocasión del asesinato del cura de Chalchihuites y de tres seglares católicos con él, se alza en Zacatecas el primer foco de movimiento armado. Y en seguida en Jalisco, en Huejuquilla, donde el 29 de agosto el pueblo alzado da el grito de fidelidad: ¡Viva Cristo Rey! Entre agosto y diciembre de 1926 se produjeron 64 levantamientos armados, espontáneos, aislados, la mayor parte en Jalisco, Guanajuato, Guerrero, Michoacán y Zacatecas.
Aquellos, a quienes el Gobierno por burla llamaba cristeros, no tenían armas al comienzo, como no fuese machetes, o en el mejor caso una escopeta; pero pronto las fueron consiguiendo de los soldados federales, los juanes callistas, en las guerrillas y ataques por sorpresa. Siempre fue problema para los cristeros el aprovisionamiento de municiones; en realidad, "no tenían otra fuente de municiones que el ejército, al cual se las tomaban o se las compraban"[11].
En Arandas, un pueblo de los Altos, según refiere J. J. Hernández, acudían de todos los ranchos nuevos contingentes, "algunos armándose hasta con rosaderas, hachas, y por los ranchos donde sabían que había armas iban a pedirlas. Esta gente de verla daba lástima, unos a más de traer malas armas, traían una garras de huaraches, sus sombreros desagarrados, mochos, su vestido todo remendado, otros iban en pelo de sus caballos, algunos no traían ni freno, otros nomás a pies".[12]
Al frente del movimiento, para darle unidad de plan y de acción, se puso la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, fundada en marzo de 1925 con el fin que su nombre expresa, y que se había extendido en poco tiempo por toda la república.
El alzamiento viene expresado así en la carta de un cristero campesino, como lo eran casi todos, Francisco Campos, de Santiago Bayacora, en Durango:
Aprobaciones eclesiales de la lucha armada
18 de octubre de 1926: En Roma, Pío XI recibe una Comisión de Obispos mexicanos, que le informa de la situación de persecución y de resistencia armada. Pocos días después, habiéndose planteado al Cardenal Gasparri la cuestión de si los prelados podían disponer de los bienes de la Iglesia para la defensa armada, contesta que "él, secretario de Estado de Su Santidad, si fuera Obispo mexicano, vendería sus alhajas para el caso"[14].
18 de noviembre de 1926: el Papa publica su encíclica Iniquis afflictisque, en la que denuncia los atropellos sufridos por la Iglesia en México:
30 de novimebre de 1926: Los dirigentes de la Liga Nacional, antes de asumir a fondo la dirección del movimiento cristero, quisieron asegurarse del apoyo del Episcopado, y para ello dirigieron a los Obispos un memorial en el que solicitaban:
2. Una acción positiva que consista en: a) Sostener la unidad de acción, por la conformidad de un mismo plan y un mismo caudillo. b) Formar la conciencia colectiva, en el sentido de que se trata de una acción lícita, laudable, meritoria de legítima defensa armada. c) Habilitar canónicamente vicarios castrenses.
d) Urgir y patrocinar una cuestión desarrollada enérgicamente cerca de los ricos católicos, para que suministren fondos que se destinen a la lucha, y que, siquiera una vez en la vida, comprendan la obligación en que están de contribuir.El 30 de noviembre los jefes de la Liga son recibidos por Mons. Ruiz y Flores y por Mons. Díaz y Barreto. El primero les comunica jovialmente que, "como de costumbre, se salieron con la suya"; que estudiadas las propuestas por los Obiespos reunidos en la Comisión, "los diversos puntos del Memorial habían sido aprobados por unanimidad", menos los dos últimos, el de los vicarios castrenses y el de los ricos, no convenientes o irrealizables.
15 de enero de 1927: El Comité Episcopal, respondiendo a unas declaraciones incriminatorias del Jefe del Estado Mayor callista, afirma que el Espiscopado es ajeno al alzamiento armado; pero declara al mismo tiempo "que hay circunstancias en la vida de los pueblos en que es lícito a los ciudadanos defender por las armas los derechos legítimos que en vano han procurado poner a salvo por medios pacíficos"; y hace recuerdo de todos los medios pacíficos puestos por los Obispos y por el pueblo, y despreciados por el Gobierno. "Fue así como los prelados de la jerarquía católica dieron su plena aprobación a los católicos mejicanos para que ejercieran su derecho a la defensa armada, que la Santa Sede pronosticó que llegaría, como único camino que les quedaba para no tener que sujetarse a la tiranía antirreligiosa"[15]
16 de enero de 1927: A comienzos del año, sin embargo, llegan a Roma noticias de prensa, en las que se comunica que Monseñor Pacual Díaz y Barreto, jesuita, obispo de Tabasco, que había sido desterrado de México, en diversas declaraciones hechas en el exilio se muestra reservado sobre los cristeros: "Como Obispo y como ciudadano reprueba Díaz la Revolución, cualquiera sea su causa"[16]
Inmediatamente, el 16 de enero, la Comisión de Obispos mexicanos envía una dura carta a Mons. Díaz y Barreto, entonces residente en Nueva York, lamentando con profunda tristeza sus declaraciones públicas hechas "en contra de los generosos defensores de la libertad religiosa y algunas favorables al perseguidor, Calles".
Los combatientes "dan la sangre y la vida por cumplir un santo deber, el de conquistar la libertad de la Iglesia". Ante el abuso gravemente injusto del poder, "existe el derecho de resistir y de defenderse, ya que habiendo resultado vanos todos los medios pacíficos que se han puesto en práctica, es justo y debido recurrir a la mayor resistencia y a la defensa armada". Le recuerdan también los Obispos que éste "es el sentir de la mayoría de nuestros Hermanos [Obispos] de México", y también el de "los Padres de la Compañía, no sólo en México, sino en Europa y especialmente aquí en Roma". A propósito le citan las declaraciones hechas unos días antes (3-2-1927) por el famoso moralista de la Gregoriana padre Vermeesch, jesuita: "Hacen muy mal aquellos que, creyendo defender la doctrina cristiana, desaprueban los movimientos armados de los católicos mexicanos. Para la defensa de la moral cristiana no es necesario acudir a falsas doctrinas pacifistas. Los católicos mexicanos están usando un derecho y cumpliendo un deber". Poco después llega un cablegrama con la contestación de Mons. Díaz y Barreto: "Autorizo honorable Comisión negar aquello que se asegura dicho por mí, contrario lo determinado todos nosotros, aprobado, Bendito Santa Sede. Autorizo honorable Comisión publicar este cable, si conveniente"[17].
22 de febrero de 1927: En Roma, el presidente de la Comisión de Obispos mexicanos declara a la prensa: "¿Hacen bien o mal los católicos recurriendo a las armas? Hasta ahora no habíamos querido hablar, por no precipitar los acontecimientos. Mas una vez que Calles mismo empuja a los ciudadanos a la defensa armada, debemos decir: que los católicos de México, como todo ser humano, gozan en toda su amplitud del derecho natural e inalienable de legítima defensa"[18].
Pío XI bendice el grito: ¡Viva Cristo Rey!
Unos años de los sucesos de la Guerra Cristera, en 1914, San Pío X , a petición de los Obispos mexicanos, había autorizado, como "un proyecto para Nos indeciblemente grato", consagrar a Cristo Rey la república de México, y poner corona real en las imágenes del Sagrado Corazón de Jesús, colocando también centro en su mano, para significar así su realeza.
La consagración de México a Cristo Rey, cosa al parecer imposible -a semejanza de la realizada por García Moreno en el Ecuador en 1873-, pudo sin embargo realizarse, aprovechando la venía del general Victoriano Huerta, presidente (1913-4), indio puro de Jalisco que, por rara circunstancia, era católico y no masón, sino odiado y calumniado por las logias. Fue entonces, el 6 de enero de 1914, durante el solemnísimo acto realizado en la Catedral, en presencia de todas las primeras autoridades religiosas y civiles de la nación, cuando por primera vez en México el pueblo cristiano alzó el grito de ¡Viva Cristo Rey!
A los comienzos de la Cristiada, con fecha 17 de mayo de 1927 se da traslado de los Obispos mexicanos de algunas respuestas y licencias llegadas de Roma. Y en el documento se lee: "Otro rescripto que hemos recibido concede a los que están en México, indulgencia plenaria ni artículo mortis, si confesados y comulgados, o por lo menos contrarios, pronuncien con los labios, o cuando menos con el corazón, la jaculatoria ¡Viva Cristo Rey!, aceptando la muerte como enviada por el Señor en castigo de nuestras culpas". Jean Meyr niega la existencia de este insólito documento[19], pero posteriormente López Beltrán ha reproducido su fotografía en la obra ya citada[20].
El Cardenal Gasparri, secretario de Estado, en unas declaraciones al The New York Times (2-10-1927), cuenta los horrores de la persecución sufrida en México por la Iglesia, y denuncia el silencio de las naciones, al "tolerar tan salvaje persecución en pleno siglo XX".
Reservas sobre el movimiento armado
A medida que pasaban los meses, las reticencias de la Iglesia para apoyar a los cristeros iban creciendo, también en Roma. Recordemos que la doctrina tradicional de la Iglesia reconoce la licitud de la rebelión armada contra las autoridades civiles con ciertas condiciones: 1. causa muy grave; 2, agotamiento de los medios pacíficos; 3, que la violencia empleada no produzca mayores males que los que pretende remediar; 4, que haya probabilidad de éxito[21].
Pues bien, la persecución de talles daba claramente las dos primeras condiciones. Pero algunos Obispos tenían dudas sobre si se daba la tercera, pues pasaba largo tiempo en que el pueblo se veía sin sacramentos ni sacerdotes, y la guerra producía más y más muertes y violencias. Y aún eran más numerosos los que creían muy improbable la victoria de los cristeros. No faltaron incluso algunos pocos Obispos que llegaron a amenazar con la excomunión a quienes se fueran con los cristeros o los ayudaran.
Aprobaron la rebelión armada los Obispos Manríquez y Zarate, González y Valencia, Lara y Torres, Mora y del Río, y estuvieron muy cerca de los cristeros el Obispo de Colima, Velasco, y el arzobispo de Guadalajara, Orozco y Jiménez, quienes, con grave riesgo, permanecieron ocultos en sus diócesis, asistiendo a su pueblo.
La reprobaron en mayor o menor medida otros tantos, entre los cuales Ruiz y Flores y Pascual Díaz, que siempre vio la Cristiada como «un sacrificio estéril», condenado al fracaso. Y los más permanecieron indecisos. Pues bien, siendo discutibles las condiciones tercera y cuarta, ha de evitarse todo juicio histórico cruel, que reparta entre aquellos Obispos los calificativos de fieles o infieles, valientes o cobardes. En todo caso, es evidente que la falta de un apoyo más claro de sus Obispos fue siempre para los cristeros el mayor sufrimiento.
Por fin, a mediados de diciembre de 1927 el arzobispo Pietro Fumasoni Biondi, Delegado Apostólico en los Estados Unidos, y encargado de negocios de la Delegación Apostólica en México, transmite a Mons. Díaz y Barreto, Secretario del Comité Episcopal, a quien el mismo Mons. Fumasoni había nombrado Intermediario Oficial entre él y los Obispos mexicanos, la disposición del Papa, según la cual «deben los Obispos no sólo abstenerse de apoyar la acción armada, sino también deben permanecer fuera y sobre todo partido político». Norma que Mons. Díaz comunicó a todos los prelados (18-1-1928) [22].
Se echaron al campo para buscar a Dios
Agosto de 1926: Muchos campesinos, de la zona central de México sobre todo, se echan al monte, como Francisco Campos, «a buscar a Dios Nuestro Señor».
«En Cocula (Jalisco), desde el 1° de agosto la iglesia estaba custodiada permanentemente por 100 mujeres en el interior y 150 hombres en el atrio y en el campanario, de noche y de día. Los cinco barrios se relevaban por turno y a cada alarma se tocaba el bordón. Entonces, todo el mundo acudía al instante, como refiere Porfiria Morales. El 5 de agosto tocó la campana cuando ella estaba en su cocina; su criada María, exclamó: "¡Ave María Purísima!". Se quitó el delantal, tomo su rebozo y un garrote, y cuando aquélla le preguntó a dónde iba, le contestó: "¡Qué pregunta de mi ama! ¿Qué no oye la campana que nos llama a los católicos de la Unión Popular? ¡Primero son las cosas de Dios!" Y salió dejando las cacerolas en el fuego»[23].
No podrá encarecerse suficientemente el valor de las mujeres católicas mexicanas en la Cristiada, repartiendo propaganda, llevando avisos, acogiendo prófugos o cuidando heridos, ayudando clandestinamente al aprovisionamiento de alimentos y armas. Las Brigadas Femeninas de Santa Juana de Arco, las Brigadas Bonitas, escribieron historias de leyenda... Pero, en fin, la guerra es cosa de hombres, y a ella se fueron campesinos recios. Ezequiel Mendoza Barragán, un ranchero de Coalcomán, en Michoacán, lo cuenta así:
«Centenares de personas firmamos los papeles, se enviaron a Calles y a sus secuaces, pero todo fue inútil... Los Calles se creyeron muy grandotes y más nos apretaron, matando gente y confiscando bienes particulares de los católicos. Yo, ignorante, pero con brío, al saber los nuevos procedimientos de tal gobierno, me exalté y quise tapar el sol con un dedo, así eran mis sentimientos, me fui a conquistar gente armada y dispuesta a la guerra en defensa de la libertad de Dios y de los prójimos»[24].
Curso de la guerra
Jean Meyer, en el volumen I de su obra, describe al detalle las vicisitudes que corrió al paso de los años la guerra de la Cristiada, que él divide en estas fases:
- Incubación, de julio a diciembre de 1926;
- Explosión del alzamiento armado, desde enero de 1927;
- Consolidación de las posiciones, de julio 1927 a julio de 1928, es decir, desde que el general Gorostieta asume la guía de los cristeros hasta la muerte de Obregón.
- Prolongación del conflicto, de agosto 1928 a febrero de 1929, tiempo en que el Gobierno comienza a entender que no podrá vencer militarmente a los cristeros;
- Apogeo del movimiento cristero, de marzo a junio de 1929;
- Licenciamiento de los cristeros, en junio 1929, cuando se producen los mal llamados Arreglos entre la Iglesia y el Estado.
Ejército federal
El ejército «consustancial con el gobierno» en el México de entonces «consideraba a la Iglesia como su adversaria personal. Agente activo del anticlericalismo y de la lucha antirreligiosa, hizo su propia guerra, su guerra religiosa. El general Eulogio Ortíz mandó fusilar a un soldado, en el cuello del cual vio un escapulario. Algunos oficiales llevaban sus tropas al combate al grito de ¡Viva Satán!» [25].
«Cada arma reclutaba por su cuenta. El enganche debía ser voluntario y firmado al menos por tres años», condición que muchas veces se incumplía, tanto que «se seguían utilizando las cuerdas para atar a los voluntarios. Se echaba mano de cualquiera: condenados de derecho común, obreros sin trabajo, campesinos», y sobre todo «del subproletariado rural y de los indios, vencidos o no» [26]. La brutalidad y la indisciplina de esta tropa es apenas descriptible.
Al no haber servicio de intendencia, «el avituallamiento estaba a cargo de las compañeras de los soldados, las famosas soldaderas, que marchaban al lado del ejército y que, como la langosta, caían sobre las granjas y los pueblos... La deserción, frecuente en tiempo de paz, llegaba a ser masiva en tiempo de guerra» [27]. El general Amaro, jefe del ejército federal, no conseguía «poner en línea más de 70.000 hombres, aunque se pasaba el tiempo reclutando: ¡20.000 desertores al año, de 70.000 soldados!» [28]. Este general famoso, el indio Amaro, hijo de un peón de Zacatecas, hombre inteligente, implacable y sanguinario, el que mandó a su aviación bombardear en el cerro del Cubilete el monumento a Cristo Rey, llegó a ser muy culto, y se reconcilió con la Iglesia varios años antes de su muerte.
Los federales, malos jinetes, eran peores soldados, que disparaban de lejos, gastaban mucha munición, perdían las armas con facilidad, y no conocían bien el terreno por donde andaban. Eso explica que los cristeros, cuyas características de lucha eran las contrarias, les infligieran tantas bajas. Los callistas, eso sí, eran muy crueles, pero «la dureza de la represión, la ejecución de todos los prisioneros, la matanza de los civiles, el saqueo, la violación, el incendio de los pueblos y de las cosechas, dejaban en la estela de los federales otros tantos nuevos levantamientos en germen»[29].
La guerra se hacía también en la prensa del gobierno, ocultando la magnitud del conflicto o dando siempre la victoria por inminente. Unida a la lucha militar, el general Amaro propugnaba una campaña de «desfanatización», como aquélla por la que dio orden al gobernador de Jalisco de cambiar los nombres de todos los lugares que llevaban nombres de santos [30]. Todos los medios valían, también el soborno. Así, en una ocasión, el gobierno trató de comprar a un jefe cristero llamado «el 14», el cual respondió: «Que a mí ni me den nada, que nomás arreglen eso de los padrecitos y de las iglesias, y yo me estoy en paz, pero mientras no lo arreglen que no piensen que con dinero me van a comprar» [31].
La desesperación del gobierno se iba acrecentando a medida que pasaban los meses, y se veía incapaz de vencer -en palabras del gobernador de Colima- «las hordas episcopales de fanáticos que engañados por la patraña clerical se han lanzado a la loca aventura de restaurar el predominio de los curas» [32].
Balance de la guerra
A mediados de 1928 los cristeros, unos 25.000 hombres en armas, «no podían ya ser vencidos, dice Meyer, lo cual constituía una gran victoria; pero el gobierno, sostenido por la fuerza norteamericana, no parecía a punto de caer»[33]. En realidad, la posición de los cristeros era a mediados de 1929 mejor que la de los federales, pues, combatiendo por una Causa absoluta, tenían mejor moral y disciplina, y operando en pequeños grupos que golpeaban y huían -piquihuye-, sufrían muchas menos bajas que los soldados callistas. Después de tres años de guerra, se calcula que en ella murieron 25.000 o 30.000 cristeros, por 60.000 soldados federales.
En enero de 1929, el embajador norteamericano Morrow -que insistía al gobierno y a la prensa para que no hablasen de cristeros sino de «bandidos» [34] - estimaba improbable pacificar el Estado «antes de que se solucione la cuestión religiosa». En febrero los mismos políticos veían el panorama muy oscuro, y un senador decía en un discurso a sus colegas: «¿Es que nuestros soldados no saben combatir rancheros, o no se quiere que se acabe la rebelión? Pues dígase de una vez y no estemos echando más leña. No se olviden ustedes de que con tres Estados más que se levanten de veras, ¡cuidado con el Poder Público, señores!» [35].
A mediados de 1929 se veía ya claramente que, al menos a corto plazo, ni unos ni otros podían vencer. Sin embargo, en este empate había una gran diferencia: en tanto que los cristeros estaban dispuestos a seguir luchando el tiempo que fuera necesario hasta obtener la derogación de las leyes que perseguían a la Iglesia, el gobierno, viéndose en bancarrota tanto en economía como en prestigio ante las naciones, tenía extremada urgencia de terminar el conflicto cuanto antes. Eran, pues, éstas unas favorables condiciones para negociar el reconocimiento de los derechos de la Iglesia.
Rumores de un posible arreglo
Nosotros hemos superado los peligros que se han decidido a arrostrar. Cada vez que la prensa nos dice de un obispo que es un posible parlamentario con el callismo, sentimos como una bofetada en pleno rostro, tanto más dolorosa cuanto viene de quien podríamos esperar un consuelo, una palabra de aliento en nuestra lucha; aliento y consuelo que con una sola honorabilísima excepción (Mons. Martínez y Zarate, obispo de Huejutla, 17 años desterrado) de nadie hemos recibido.
«Si los obispos al tratar con el gobierno desaprueban nuestra actitud, si no toman en cuenta a la Guardia Nacional y tratan de dar solución al conflicto independientemente de lo que nosotros anhelamos...; si se olvidan de nuestros muertos, si no se toman en consideración nuestros miles de viudas y huérfanos, entonces... rechazaremos tal actitud como indigna y como traidora...
«Muchas y de muy diversa índole son las razones que creemos tener para que la Guardia Nacional, y no el Episcopado, sea quien resuelva esta situación. Desde luego el problema no es puramente religioso, es éste un caso integral de libertad, y la Guardia Nacional se ha constituido de hecho en defensora de todas las libertades y en la genuina representación del pueblo, pues el apoyo que el pueblo nos imparte es lo que nos ha hecho subsistir...
«Como última razón creemos tener derecho a que se nos oiga, si no por otra causa, por ser parte constitutiva de la Iglesia católica de México, precisamente por ser parte importantísima de la Institución que gobiernan los obispos mexicanos» [36]El 2 de junio de 1929 e! general Gorostieta fue asesinado en una emboscada por Jos callistas, y le sucedió al frente de la Guardia Nacional el general Degollado.
Los mal llamados arreglos
La historia de los Arreglos alcanzados en junio de 1929, ateniéndonos a la documentada información que López Beltrán ha dado del asunto. Mons. Ruiz y Flores, Delegado Apostólico ad referéndum, escogió como secretario para negociar a Mons. Pascual Díaz y Barrete, el «único Obispo que había mostrado decidido empeño en lograr una transacción con los callistas» [37].
Ambos fueron traídos de los Estados Unidos a México, incomunicados en un vagón de tren, por el embajador norteamericano Dwight Whitney Morrow, banquero y diplomático, protestante y masón, cómplice de Calles y del presidente Portes Gil. Ya en la ciudad de México continuaron incomunicados en la lujosa residencia del banquero Agustín Legorreta. No recibieron ni a los Obispos mexicanos ni a un enviado de la Liga. Tampoco quisieron recibir al Obispo Miguel de la Mora, secretario del Subcomité Episcopal, que mandó aviso a Mons. Rores de que «tenía grandes y urgentes cosas que comunicarle, y que no fuera a pactar nada sin antes oírlo». Las puertas de aquella casa, en esos días, sólo estuvieron abiertas «para Morrow, para los sacerdotes extranjeros: Wilfrid y Parsons y Edmundo Walsh, S.3. [experto en política internacional de la universidad de Georgetown], para Cruchaga Tocornal, el embajador de Chile, y para otros extranjeros. Para los extraños. No para los mexicanos» [38].
Puede afirmarse, pues, que los dos Obispos de los Arreglos con Portes Gil no cumplieron las Normas escritas que Pío XI les había dado, pues no tuvieron en cuenta el juicio de los Obispos, ni el de los cristeros o la Liga Nacional; tampoco consiguieron, ni de lejos, la derogación de las leyes persecutorias de la Iglesia; y menos aún obtuvieron garantías escritas que protegieran la suerte de los cristeros una vez depuestas las armas.
Solamente consiguieron del Presidente unas palabras de conciliación y buena voluntad, y unas Declaraciones escritas en las que, sin derogar ley alguna, se afirmaba el propósito de aplicarlas «sin tendencia sectaria y sin perjuicio alguno». Así las cosas, los dos Obispos, convencidos por el embajador norteamericano Morrow de que no era posible conseguir del Presidente más que tales Declaraciones, y aconsejados por Cruchaga y el padre Walsh, que las «creían suficientes», aceptaron este documento redactado personalmente en inglés por el mismo Morrow:
Frutos de la Cristiada
En 1929 el jesuita Eduardo Iglesias, bajo el pseudónimo Aquiles P. Moctezuma, en El conflicto religioso de 1926, escribía relativamente satisfecho: «Terminadas felizmente las conferencias entre el Estado y la Iglesia»... (441). No es ésa la interpretación hoy más común. Pero también hay actualmente quienes estiman que los Arreglos «fueron los menos malos posibles dentro de las circunstancias». Así lo cree, por ejemplo, Juan Landerreche Obregón, quien además insiste en que los Arreglos
En 1993 el gobierno de México concedió a la Iglesia un precario reconocimiento legal como asociación religiosa, y reestableció sus relaciones diplomáticas con la Santa Sede.
Triunfo de la masonería
Unos días después de los Arreglos logrados sobre todo por los masones Morrow y Portes Gil, el 27 de junio de 1929, los masones dieron un gran banquete al presidente Portes Gil, el cual a los postres habló «a sus reverendos hermanos»:
Alude a la misma revolución que asesinó a García Moreno, y que tantas victorias ha logrado en los siglos XIX y XX en la América hispana con el apoyo de la masonería local y norteamericana. Portes Gil más tarde, en su libro La lucha entre el Poder Civil y el Clero, dejó bien claro que «su aparente capitulación [de los Obispos] a la que dieron el nombre de un arreglo con el Gobierno, no fue otra cosa que someterse incondicionalmente a la ley» (547). En 1958, ajeno a la Iglesia, murió en Mixcoac, y en la esquela publicada por «la Muy Respetable Gran Logia Valle de México» se le citaba como «Miembro Activo y Gran Capitán de Guardias de este Supremo Consejo del Grado 33» [42].
Licenciamiento de los cristeros
El Jefe supremo de la Guardia Nacional, general Jesús Degollado Guízar, dirigió a todos los cristeros, «a pesar de que se nos desgarra el alma», un mensaje de licenciamiento:
REY DE NUESTRA PATRIA. ¡VIVA CRISTO REY! ¡VIVA SANTA MARÍA DE GUADALUPE!
Dios, Patria y Libertad».«Tal vez a la muerte gloriosa...» En efecto, poco después de los Arreglos, el Gobierno, mostrando «el espíritu de buena voluntad y respeto» asegurado a los Obispos negociadores, comenzó a través de siniestros agentes «el asesinato sistemático y premeditado» de los cristeros que habían depuesto sus armas, «con el fin de impedir cualquier reanudación del movimiento... La caza del hombre fue eficaz y seria, ya que se puede aventurar, apoyándose en pruebas, la cifra de 1,500 víctimas, de las cuales 500 jefes, desde el grado de teniente al de general».
También «hay que decir, y esto honra a aquellos hombres, que más de un general federal advirtió a los cristeros del peligro que los amenazaba» [43]. De todos modos, aún con esto, más jefes cristeros fueron muertos después de los Arreglos que durante la guerra.
Esto supuso una larga y durísima prueba para la fe de los cristeros, que sin embargo se mantuvieron fieles a la Iglesia con la ayuda sobre todo de los mismos sacerdotes que durante la guerra les habían asistido.
Después de los arreglos
El capellán de los cristeros de Colima, padre Enrique de Jesús Ochoa, en Los cristeros del volcán de Colima, cuenta que «lloró de verdad el mismo Señor Ruiz y Flores cuando se vio burlado, cuando miró el fracaso de aquellos Arreglos, "si arreglos pueden llamarse", según él mismo dijo, escribiendo de su puño y letra (el 1° de agosto de 1929)».
Y añade: «Yo mismo he visto llorar al Papa [Pío XI] cuando trata el asunto de los arreglos de México: L'ho veduto piángere, decía el Cardenal Boggiani al vicepresidente de la Liga Nacional, don Miguel Palomar y Vizcarra; y al que esto escribe, en Roma el año 1930» [44].
La verdad es que los dos obispos de los Arreglos, y especialmente Mons. Pascual Díaz, sufrieron mucho en los años posteriores, y al menos por parte de algunos sectores, padecieron un verdadero linchamiento moral.
Recientemente publicaba la revista «30 días» [45] una entrevista con la pintora mexicana Dolores Ortega, de 85 años, que vivió de cerca la Cristiada con su marido, Garios Diez de Sollano, uno de los responsables de la Liga Nacional. A la pregunta ¿por qué los obispos firmaron los acuerdos?, responde:
Crónica de los mártires
Anacleto González Flores
Los mártires cristeros -en el sentido estricto de la palabra- fueron muchísimos, aunque como es lógico sólo algunos serán reconocidos y canonizados por la Iglesia como tales. Anacleto González Flores, el que organizó la Unión Popular en Jalisco, impulsó la Asociación Católica de la Juventud Mexicana, y se distinguió como profesor, orador y escritor católico. El Maestro Cleto, como solían decirte con respeto y afecto, era un cristiano muy piadoso, como lo muestra el siguiente dato:
«Al final del Rosario, los cristeros de Jalisco añadían esta oración compuesta por Anacleto González Flores:
Pues bien, el 1 de abril de 1927 fue apresado con tres muchachos colaboradores suyos, los hermanos Vargas, Ramón, Jorge y Florentino. «Si me buscan, dijo, aquí estoy; pero dejen en paz a los demás». Fue inútil su petición, y los cuatro, con Luis Padilla Gómez, presidente local de la A.C.J.M., fueron internados en un cuartel de Guadalajara. Allá interrogaron sobre todo al Maestro Cleto, pidiéndole nombres y datos de la Liga y de los cristeros, así como el lugar donde se escondía el valiente arzobispo de Guadalajara, Francisco Orozco y Jiménez. Como nada obtenían de él, lo desnudaron, lo suspendieron de los dedos pulgares, lo flagelaron y le sangraron los pies y el cuerpo con hojas de afeitar. Él les dijo:
Atormentaron entonces frente a él a los hermanos Vargas, y él protestó: «¡No se ensañen con niños; si quieren sangre de hombre aquí estoy yo!». Y a Luis Padilla, que pedía confesión: «No, hermano, ya no es tiempo de confesarse, sino de pedir perdón y perdonar. Es un Padre, no un Juez, el que nos espera. Tu misma sangre te purificará». Le atravesaron entonces el costado de un bayonetazo, y como sangraba mucho, el general que mandaba dispuso la ejecución, pero los soldados elegidos se negaban a disparar, y hubo que formar otro pelotón. Antes de recibir catorce balas, aún alcanzó don Anacleto a decir: «¡Yo muero, pero Dios no muere! ¡Viva Cristo Rey!».
Y en seguida fusilaron a Padilla y los hermanos Vargas[47].
Beatos mártires
Una vez suspendido el culto en México el 31 de julio de 1937, la inmensa mayoría del clero, unos 3.500, obedeciendo a sus Obispos, se fue recogiendo en las grandes ciudades, controladas por el gobierno, con lo que los civiles y combatientes del campo quedaban sin pastores. Estos sacerdotes, aunque sujetos a estricta vigilancia y en ocasiones a vejaciones, no corrieron normalmente peligro de muerte.
Por el contrario, los sacerdotes que permanecieron en el campo, lo hicieron con gravísimo riesgo, conscientes de que si eran apresados, serían ejecutados, muchas veces con sadismo, ya que el gobierno pensaba que «fusilando sin compasión a todo sacerdote cogido en el campo, obligaba a los demás, aterrorizados, a refugiarse en la ciudad», y esperaba así que «dejando a los campesinos sin sacerdotes, sofocaría rápidamente la rebelión» [48].
Se calcula que cien o doscientos permanecieron en el campo, escondidos con la protección de los fieles, que en muchos casos fueron también ejecutados por darles cobijo. López Beltrán, considerando los años 1926-29, da los nombres de 39 sacerdotes asesinados, más los de 1 diácono, 1 minorista y 6 religiosos [49]. Guillermo Ma Havers recoge los nombres de 46 sacerdotes diocesanos ejecutados en el mismo período de tiempo [50]. Muchos de estos curas pertenecían a la archidiócesis de Guadalajara (Jalisco, Zacatecas, Guanajuato) o a la diócesis de Colima, pues sus prelados, Mons. Orozco y Jiménez y Mons. Velasco, permanecieron en sus puestos, con buena parte de su clero.
El 22 de noviembre de 1992, Juan Pablo II beatificó a veintidós de estos sacerdotes diocesanos, destacando que «su entrega al Señor y a la Iglesia era tan firme que, aun teniendo la posibilidad de ausentarse de sus comunidades durante el conflicto armado, decidieron, a ejemplo del Buen Pastor, permanecer entre los suyos para no privarlos de la Eucaristía, de la palabra de Dios y del cuidado pastoral.
Lejos de todos ellos encender o avivar sentimientos que enfrentaran a hermanos contra hermanos. Al contrario, en la medida de sus posibilidades procuraron ser agentes de perdón y reconciliación». La Conferencia del Episcopado Mexicano, en el libro ¡viva Cristo Rey! (México 1992), nos da breves reseñas biográficas de los 25 mártires que han sido beatificados (otras reseñas de ellos y de otros muchos, también de laicos y religiosos: Lpz. Beltrán 243-487; Havers, Testigos de Cristo en México).
Nombres, con las fechas de su martirio.
- En 1915: David Calvan Bermúdez, en la persecución de Carranza.
- En 1926: Luis Batis Sainz, y con él tres feligreses de la Acción Católica, Manuel Morales, casado. Salvador Lara Puente, y su primo David Roldan Lara, también beatificados.
- En 1927: Mateo Correa Magallanes; Jenaro Sánchez; Julio Alvarez Mendoza; David Uribe Velasco; Sabas Reyes Salazar; Cristóbal Magallanes, con su coadjutor Agustín Sánchez Caloca; José Isabel Flores; José María Robles; Miguel de la Mora; Margarito Flores García; Pedro Esqueda Ramírez.
- En 1928: Jesús Méndez Montoya; Toribio Romo González; Justino Orona Madrigal; Atilano Cruz Alvarado; Tranquilino Ubiarco;
- En 1937: Pedro de Jesús Maldonado, en una persecución desatada en Chihuahua, en tiempo del presidente Lázaro Cárdenas, otro general.
«La solemnidad de hoy [Cristo Rey], destacaba Juan Pablo II en la ceremonia de beatificación, instituida por el papa Pío XI precisamente cuando más arreciaba la persecución religiosa de México, penetró muy hondo en aquellas comunidades eclesiales y dio una fuerza particular a estos mártires, de manera que al morir muchos gritaban: ¡Viva Cristo Rey!>
A todos ellos ha de añadirse el nombre del padre jesuita Miguel Agustín Pro, beatificado por el papa Juan Pablo II el 25 de setiembre de 1988. A diferencia de los sacerdotes antes recordados, él estaba en la ciudad de México, por orden de sus superiores, dedicándose ocultamente al apostolado. Con ocasión de un atentado contra el presidente Obregón, fueron apresados y ejecutados los autores del golpe, y con ellos fueron también eliminados el padre Pro y su hermano Humberto, que eran inocentes (23-11-1927) [51].
Espíritu de los cristeros
Traeremos sobre ellos algunos datos y observaciones, siguiendo principalmente a Jean Meyer, que estudió largamente la Cristiada, y entrevistó durante cuatro años a muchos antiguos cristeros.
Avisos previos
1.-Nótese que los datos reflejan un tiempo, hacia 1970, en que el pueblo mexicano llevaba siglo y medio independiente de España, y un siglo sometido a persecución religiosa continua por parte de los gobiernos liberales, a partir de Juárez.
Recordemos que en 1917 la Constitución establece la educación laica. En 1934 se impone al pueblo la educación socialista, y Calles proclama indispensable que la Revolución se apodere «de las conciencias de la niñez y de la juventud», porque ambas «deben pertenecer» a la Revolución [52] -a la revolución liberal o a la socialista, viene a ser lo mismo-. Y en 1946 se vuelve a la educación arreligiosa. Pero siempre y en todo caso «ha sido constante la actitud que supone que es el Estado el que tiene el derecho de educar, derecho negado expresamente a la Iglesia y no reconocido a los padres de familia» [53].
2.-Adviértase también que la inmensa mayoría de los cristeros eran rancheros modestos, gente de pueblo, aunque también se unieron a ella algunos estudiantes, licenciados o profesionales. Los ricos católicos, dicho sea de paso, apenas les ayudaron nunca, aunque lo necesitaban siempre, sobre todo para comprar armas y parque. Pues bien, los cuestionarios muestran que entre los cristeros «cerca del 60 % no habían ido jamás a la escuela», aunque no todos ellos eran analfabetos, pues bastantes habían aprendido a leer en su casa [54].
Muestran sin embargo una sorprendente cultura, y más concretamente, una profunda cultura cristiana. Ya conocemos, por ejemplo, la voz de Ezequiel Mendoza Barragán, campesino michoacano de Coalcomán, que nunca fue a la escuela, y que llegó a ser coronel famoso de cristeros. Jean Meyer, que conoció a Mendoza cuando éste tenía ya 75 años, confiesa: «quedé deslumbrado, fascinado, por la misteriosa energía que irradiaba de él» [55]. Y en otro lugar dice que «todas las entrevistas confirman el carácter representativo de Ezequiel Mendoza», aunque es cierto que su lengua era «especialmente clara y bella»[56].
Espiritualidad católica
En entrevistas, crónicas y cartas de cristeros causa admiración comprobarla calidad doctrinal, bíblica y poética de sus expresiones. Todo lo cual contradice abiertamente el menosprecio de algunos pedantes acerca de la veracidad del cristianismo entre los indígenas de América. Los cristeros, concretamente, tenían en sí toda la fuerza de quien sabe estar haciendo la voluntad de Dios. «Conscientes de hacer la voluntad de Dios, dice Meyer, los cristeros podían resistir todos los descalabros militares, todas las desdichas espirituales y hasta la más terrible de todas: los arreglos y el poco apoyo clerical» (289). Esa fidelidad a la voluntad de Dios providente les hacía inquebrantables.
Ezequiel Mendoza, por ejemplo, decía a su gente:
Por su parte, Aurelio Acevedo, un simple ranchero de Zacatecas, animaba así a su tropa: «Vosotros, valientes sin tacha, siempre pensad que vais en camino del Calvario; pensad que vais al martirio cumbre donde se entra al Cielo de la Paz y eterno regocijo. Todo redentor debe ser crucificado para fin de que triunfe y sea glorificado. No olvidéis que esta lección es más clara que el sol que nos alumbra: ¡recordad a Jesús!» [58].
Y otro jefe, Pedro Quintanar, decía a sus tropas: «Todo lo bueno que en vosotros hay es sólo de Dios y... todo lo malo que en vuestro regimiento hay es vuestro. A Dios hay que atribuir todo lo bueno y toda la gloria y todo triunfo, pues vosotros sois instrumentos viles» [59]
Prácticas religiosas
La guerra fue para muchos cristeros como unos ejercicios espirituales continuados. La misa sobre todo era, cuando había sacerdote, lo más apreciado por los cristeros, el centro de todo, cada día. Más aún, «en los campamentos cristeros, cuando esto era posible, el Santísimo Sacramento estaba expuesto, y los soldados, por grupos de quince o veinte, practicaban la adoración perpetua. La comunión frecuente era la regla... Los sacerdotes que permanecían con los cristeros se pasaban el tiempo confesando, bautizando, casando, organizando ejercicios espirituales y haciendo misiones» [60].
Pero «era frecuente que no hubiese ya sacerdote, y entonces un seglar tomaba la dirección de la vida religiosa, como Cecilio Valtierra, el cual todas las mañanas leía el Oficio de la Iglesia, en presencia de los fieles, y todas las tardes llevaba el Rosario. Estas misas blancas iban acompañadas de otras innovaciones» [61]. «Los cánticos y el Rosario acompañaban todos los instantes de la vida, en la marcha o en el campamento. Los cristeros oraban y cantaban a altas horas de la noche, rezando colectivamente el Rosario, de rodillas, y cantando los laudes a la Virgen o a Cristo, entre las decenas» [62].
Es indudable que de su fe cristiana sacaban los cristeros toda su abnegación y valor para la guerra. No eran unos valientes a pesar de ser unos hombres piadosos, sino que más bien porque eran piadosos eran valientes.
En cierta ocasión en que los cristeros habían sufrido varias bajas y estaban tristes, el general «Degollado les hizo rezar el rosario, tras de lo cual los arengó: "Porque Cristo Rey se llevó a los nuestros ya ustedes se acobardaron, ¿ya se les olvidó que al enlistarse en las filas de Su ejército le ofrecieron sus servicios y sus vidas?... Dios, sin necesidad de usar de combates, dispone de nuestras vidas cuando a Él le place... Dejen sus armas al pie del altar, que yo nunca seré jefe de cobardes". Las tropas lloraban y gritaban: "¡No, mi general! Seguiremos siendo los valientes de Cristo Rey, y si no, pónganos a prueba"» [63].
Idea del gobierno y de la guerra
Los cristeros tenían de la guerra, y de la persecución que la causó, una idea mucho más teológica que política. En las entrevistas, algunas veces también, se refleja una cierta visión política del conflicto. Por ejemplo, «para los cristeros, el turco Calles, vendido a la masonería internacional, representaba al extranjero yanki y protestante, deseoso de terminar su obra destructora (la anexión de 1848 es conocida de todos, y la situación de subhombres de los chícanos de Texas y Nuevo México...), descatolizando el país» [64].
Sin embargo, prevalecía con mucho la visión teológica de la guerra. Conocían bien, en primer lugar, el deber moral de obedecerá las autoridades civiles, pues «toda autoridad procede de Dios», pero también sabían que «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres», cuando éstos hacen la guerra a Dios. Veían claramente en la persecución del gobierno una acción poderosa del Maligno.
Ezequiel Mendoza, por ejemplo, consideraba a los gobernantes de su patria «endiablados callistas, masones y protestantes malos, que sólo buscan las comodidades del cuerpo y la satisfacción de sus caprichos en este mundo engañador y no creen que los espera un infierno de tormentos eternos, pobres murciélagos que se creen aves y son ratones» [65]. Y decía, «iay de los tiranos que persiguen a Cristo Rey, bestias tamañas de las que nos habla el Apocalipsis! Todos debemos tener muy presentes las bienaventuranzas de que nos habla Nuestro Señor Jesucristo: pobreza de espíritu, lágrimas de contrición, justa mansedumbre, hambre y sed de justicia, misericordiosos, los de limpio corazón, los pacificadores, los buenos cuando son perseguidos por los malos, como nos aprietan los Calles ahora, dizque porque somos muy malos, que andamos tercos queriendo defender la honra y gloria de Aquel que murió desnudo en la cruz más alta y en medio de dos ladrones, por ser Él el más malo de todos los humanos, que no quiso someterse al supremo de la tierra. Es lo que dicen ellos, porque les falta un domingo y los redobles de tambor, pero nosotros se los daremos con ayuda de quien resucitó de los muertos el tercer día y que, porque nos ama, nos dejó por Madre su propia Madre» [66].
Este tono profundamente bíblico era el de la Cristiada. Es la visión del Apocalipsis: Satán, el dragón infernal, la antigua serpiente, da su fuerza a la Bestia, poder maligno intramundano, que hace la guerra a los santos y a cuantos guardan el testimonio de Jesús. En este sentido, los cristeros estaban indeciblemente más cerca del Apocalipsis del apóstol San Juan que de la teología de la liberación moderna.
Martirio
La teología del martirio en los cristeros no es menos rica que la de las Passiones de los primeros siglos, aunque muchas veces vaya en clave de humor. «¡Qué fácil está el cielo ahorita, mamá!», decía el joven Honorio Lamas, que fue ejecutado con su padre [67]. «Hay que ganar el cielo ahora que está barato», decía otro [68]. Norberto López, que rechazó el perdón que le ofrecían si se alistaba con los federales, antes de ser fusilado, dijo: «Desde que tomé las armas hice el propósito de dar la vida por Cristo. No voy a perder el ayuno al cuarto para las doce» [69].
En Sahuayo asesinaron uno a uno a veintisiete cristeros, que uno a uno murieron dando vivas a Cristo Rey, pero perdonaron la vida a Claudio Becerra, por ser muy jovencito. Más tarde, con gran tristeza, iba a pedir junto al sepulcro de sus compañeros martirizados: «Compañeros, pídanle a Dios me vaya al cielo a acompañarlos». Bebía entonces demasiado, y cuando el cura le reprochó, él dijo: «Me emborracho, padre, porque me da sentimiento que Dios no me quiso para mártir»[70]...
Una vez más la voz del patriarca Mendoza: «Ustedes y yo lamentamos de corazón el fallecimiento de esos hombres que de buena fe ofrendaron sus vidas, familia y demás intereses terrenales, derramaron su sangre por Dios y por nuestra querida patria, como lo hacen los verdaderos mártires cristianos; pues su sangre, unida con la de Nuestro Señor Jesucristo y con la de todos los mártires del Espíritu Santo, nos alcanzará de Dios Padre los bienes que esperamos en la tierra y en el Cielo. Dichosos los que mueren por el amor al Dios que hizo los cielos y la tierra, y en todo está por esencia, presencia y potencia, no como los dioses falsos de Plutarco Elías Calles y de otros locos desviados por Satanás, que les ofrece los bueyes y la carreta de esta vida y después los hace birria caliente y gorda en el infierno de los tormentos» [71].
La muerte tranquila de los cristeros, con frecuencia después de terribles tormentos, impresionaba siempre a los federales. Morían perdonando y gritando ¡Viva Cristo Rey! Y el pueblo guardaba sus palabras, recogía su sangre, enterraba sus cuerpos, acudía en masa a sus funerales, cuando eran posibles, en protesta silenciosa y confesión de fe.
Espiritualidad bíblica y tradicional
Siendo la Biblia y la Tradición eclesial las fuentes permanentes de la espiritualidad cristiana, el calificativo de tradicional, en su sentido más genuino, es tan precioso como el de bíblico. Pues bien, la espiritualidad de los cristeros es netamente bíblica y tradicional. Jean Meyer subraya con fuerza ambas notas: «Hemos quedado asombrados por el número y la exactitud de las citas bíblicas. La idea de un pueblo católico ignorante de la Biblia no es válida para el campesino mexicano de esta época. En los caseríos lejanos de la parroquia se la leía de pie, o más bien se formaba círculo en torno de aquel que sabía leer» [72].
No hay, tampoco, mariolatría en la devoción a la Virgen: «El culto de la Virgen guadalupana no es distinto del que recibe en Rusia (¡800 lugares de peregrinación marianos!), en Polonia o en Francia» (309). Meyer afirma una y otra vez «la indiscutible catolicidad de la fe mexicana» [73].
Referencias
Notas
- ↑ Hora de Dios en el Nuevo Mundo, 246
- ↑ Breve h° 11
- ↑ Acevedo, Historia de México, 292
- ↑ (Alvear Acevedo, 310)
- ↑ Meyer II, 31-43
- ↑ Vasconcelos, Hª de éxico, 10
- ↑ López Beltrán, 35
- ↑ Meyer I, 356
- ↑ Rivero del Val, 27
- ↑ Meyer I, 96
- ↑ Meyer I, 210
- ↑ Meyer I, 133
- ↑ Meyer I, 93
- ↑ Rius, 138
- ↑ Ríus, 135
- ↑ Lpz. Beltrán, 108
- ↑ Lpz. Beltrán, 109-110
- ↑ Lpz. Beltrán, 107
- ↑ Meyer II, 344-5
- ↑ Lpz. Beltrán, 73
- ↑ Pío XI, Firmissimam constantiam 1937; Dz 3775-6
- ↑ Meyerl,18; Lpz. Beltrán 111, 150-52
- ↑ Meyer 1,103
- ↑ Testimonio, 17
- ↑ Meyer I, 146
- ↑ Meyer I, 149-150
- ↑ Meyer I, 152
- ↑ Meyer I, 153
- ↑ Meyer I,194
- ↑ Meyer I, 178
- ↑ Meyer I, 177
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- ↑ Meyer I, 343-4
- ↑ Testigos de Cristo en México 205-8
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- ↑ 111,285
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Bibliografía
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- Rodríguez, Cristóbal. La iglesia católica y la rebelión cristera.
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