La Inquisición, un tribunal de Misericordia

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La Inquisición, un tribunal de Misericordia

En esta obra de Cristián Rodrigo Iturralde se define a la Inquisición como un Tribunal de Misericordia porque fue el único de la historia en que el culpable era perdonado por el solo acto de arrepentirse. Las garantías procesales con que contaba cada acusado hicieron de la Inquisición católica y española el tribunal más justo de la época, mientras que otras instituciones semejantes, procedentes de otros credos, actuaron con severísimo rigor y masacraron cientos de miles de personas sin juicio ni proceso.

Basado en los estudios de distintos simposios internacionales y variadísimos estudios sobre la Inquisición, llevados a cabo por eruditos de múltiples nacionalidades, religiones e ideologías, esta obra indaga sin prejuicios ni temores los temas más espinosos, como la quema de brujas, las torturas, las ejecuciones, el secreto de testigos, los Autos de Fe, el Caso Galileo, Torquemada, los crímenes rituales y la desconocida estructura interna del Tribunal de la Inquisición.

Historia

El libro fue editado por primera vez enBuenos Aires en el 2011 por Editorial Vórtice. Esta primera edición fue prontamente agotada luego de la presentación de la misma en el Instituto de Filosofía Práctica, a cargo del Dr. Antonio Caponnetto. En el 2012 surgió una nueva edición a cargo de Editorial Dómine. Esta última edición tuvo dos capítulos menos; uno de ellos de singular importancia, titulado Juan Pablo II y la Inquisición, donde se señalaba que, contrariamente a lo que muchos creen, tanto Juan Pablo II como Benedicto XVI se han referido laudatoriamente al tribunal de la Inquisicón; particularmente a raíz del Simposio Internacional sobre la Inquisición realizado en Roma en el año 1998.

No obstante, el autor ha hecho accesible para su consulta este capítulo faltante [1]. Esta última edición contó con el prólogo del Padre Alfredo Sáenz, doctor en Teología por la Universidad San Anselmo, recibiendo Doctorados Honoris causa por la Universidad Católica de La Plata y por la Universidad Autónoma de Guadalajara.

Para la confección de este libro el autor viajó a Europa para cotejar de primera mano las fuentes documentales sitas en España (Archivo Histórico Nacional, Madrid) y Francia (Biblioteca Nacional de París). Ha tenido oportunidad también de entrevistarse en España, y cambiar pareceres, con dos de los mayores estudiosos del tribunal: Jaime Contreras (Catedrático de Historia moderna en la Universidad de Alcalá, España) y Enrique Gacto Fernández (Catedrático de Historia del Derecho. Universidad de Murcia). Ambos elogiaron la obra del autor.

Cristián Rodrigo Iturralde ha dado ponencias tanto en su país como en el extranjero, destacándose particularmente tres: en la Universidad Autónoma de Guadalajara (recibiendo un Reconocimiento oficial de la institución por la exposición), en el Club de Periodistas de México, y en Universidad Nacional Autónoma de México.

Actualmente se encuentra en marcha una tercera edición a editarse en España y en México; que incluirá todos los contenidos de la primera edición, nuevo material que el autor ha ido recolectando con el pasar de los años y un apartado referido a la Inquisición en América.

por Antonio Caponnetto, Buenos Aires, Cuaresma del 2010


Confieso al lector bien dispuesto que cuando Cristian Rodrigo Iturralde tuvo la deferencia de remitirme los primeros avances de su minuciosa inves­tigación, supuse que se trataba de un ensayo más, elaborado al calor de la fe militante y de los bríos juveniles.

Por cierto que si aquí se hubiera agotado la iniciativa, de ningún repro­che se haría pasible al autor, puesto que la juventud le cuadra por bendita razón de su edad, y la militancia le corresponde como a todo bautizado fiel. Sabiendo que la alegría de la juventud es su fuerza, según dice la Sagrada Escritura (Prov. 30, 18), no formulaba yo el menor desdoro sobre el escrito al presuponer congregadas en él ambas cualidades arriba mencionadas.

Pero no; no se trataba solamente de un ensayo ardoroso, movido por el legítimo afán testimonial. Había en esas páginas otras virtudes, que sin mengua de los inevitables aspectos perfectibles o depurables, las tornaban atrapantes y oportunas.

A los primeros envíos del autor siguieron otros y otros más, todos ellos reveladores de una voluntad estudiosa perseverante. Cuando quise acordar­me, y a fuer del simple gesto cortés de contestar la correspondencia que me llegaba, estaba yo involucrado en la lectura analítica de una valiosa obra entonces inédita. Enbuenahora gane ahora la calle y llegue a las inteligencias del público.

Ha sido un primer acierto del autor llevar a cabo aquello que en la tau­romaquia y en el refranero popular se conoce como "tomar el toro por las astas". En este caso, el gesto consistía en aclarar desde el principio, que -contrariamente a la falsedad masiva lanzada por los mass media- la Igle­sia no había pedido perdón por el Tribunal de la Santa Inquisición, gol­peándose el pecho contrita. Había pedido su estudio y su valoración; y no sólo eso. Se había ocupado expresamente de que tales investigaciones lle­garan a buen puerto, y cuando arribaron, tras años de trabajo responsable, sus conclusiones, lejos de ser condenatorias, fueron contrarias a las opiniones apriorísticas del mundo.

El peso infamante de las leyendas negras, y el de los preconceptos intere­sados de los enemigos del Catolicismo, se derrumbaba ante los juicios se­renos y críticos de los historiadores honestos.

Empero, nunca terminaremos de indignarnos ante la liviandad y la male­dicencia de los múltiples artífices de las susodichas leyendas negras. Arma­das con las apariencias de verdades inconcusas, urdidas en concurrencia de objetivos impíos y de internacionales respaldos, fabricadas y difundidas con el apoyo de los modernos recursos tecnológicos, todas las versiones amaña­das circulan y contagian el ambiente cultural hasta crear lo que se conoce como pensamiento único, políticamente correcto.

Pues en este libro, tan fiera estrategia de los mendaces, sufre un rotundo traspié.

Aludiremos al segundo mérito del autor usando otra expresión igualmen­te popular y refranera:: meter el dedo en la llaga. Puede hacerse para que la herida duela, y en tal caso no nos es recomendable, sea la llaga propia o ajena, lo mismo da. Pero puede hacerse para curar, cauterizar y sanar una dolencia profunda, que no de otro modo cicatrizaría si no fuéramos capaces de llegar hasta el fondo con nuestra mano terapéutica. "No importa que el escalpelo haga sangre -recomendaba José Antonio Primo de Rivera-, lo importante es estar seguro de que obedece a una ley de amor".

Por este segundo motivo; esto es, plenamente justificado, el autor ha metido el dedo en la llaga. No eludió ningún aspecto esencial, no omitió las cuestiones espinosas, no trazó rodeos para evitarse complicaciones, ni se distrajo con simulaciones ante los debates más controvertidos.

Salió al cruce. Y nos invita a distinguir lo que es la herejía, y el mal enorme que significaba en una sociedad cristocéntrica. Lo que es la caridad, y cómo no contradice su mandato el castigo a los protervos. Lo que es una sanción equitativa y prudente, alejada de una conducta sádica. Lo que es vigilar la ortodoxia sin que ello importe constreñir las conciencias ni las incuestionables libertades. Lo que es trabajar por la conversión de los infie­les, o encarcelar a los delincuentes, o vigilar la pureza moral de las socieda­des, contrario en todo a la coacción espiritual, a las arbitrariedades procesales o a la acción policíaca desmadrada e invasora. Lo que es misionar con celo evangélico, o preservar con tesón las formulaciones del Símbolo de los Apóstoles, y su diferencia con la acción omnipresente de un Estado sin alma.

Distinguir, y distinguir siempre con cuidado. Considerando los casos particulares, incorporando matices, dividiendo lo general de lo específico, la norma de la excepción; comparando, analogando, respondiendo desde el pasado pero también desde el presente.

Esto es lo que ha hecho Cristian Rodrigo Iturralde. Y por eso, esas llagas en las que ha metido la mano han terminado sanadas que no sangrantes. Mencionaremos tres casos por demás difíciles, que el lector podrá constatar: el de la cuestión judía, el de la pena de muerte y el de la aplicación de las torturas. Quien busque los apriorismos habituales en estos tópicos -incluso los de procedencia "católica"- no los hallará. Hallará en cambio argumentos sopesados, razones medidas, constataciones documentales, testigos incues­tionables.

Sea que se hable de la censura y del Index, de los terribles y silenciados crímenes rituales de procedencia hebrea, de los atropellos de origen pro­testante o del mentadísimo y tergiversadísimo caso Galileo, la verdad es que cada incursión en estas delicadas laceraciones ha sido tratada con responsa­bilidad y respeto. Incluso con calculado respeto a la sensibilidad del lector contemporáneo. Una sensibilidad que, muchas veces desordenada, le impide entender que en el pretérito prevaleció otra jerarquía de bienes, en cuya cúspide estaba, como cuadra, el Bien Supremo que es Dios.

Al tercer mérito de la obra -y para no quebrar el criterio didáctico que nos hemos impuesto- también le aplicaremos para su valoración un decir popular más que elocuente. Aquel según el cual, al que le venga bien el sayo que se lo ponga.

El sayo aquí mentado, por lo pronto, es el de los derechos humanos, muletilla inevitable en la dialéctica oficial corriente. Para escándalo de los prejuiciosos, lo cierto es que pocos tribunales conoció la historia tan preocu­pados por las garantías jurídicas de su época como el de la Santa Inquisición. El capítulo dedicado a los "medios de defensa" que el acusado tenía a su alcance, imprimen un dejo de envidiable nostalgia. Otrosí el de los cuidados con los reclusos para que las cárceles no fueran causa de ignominia.

Cuando en los días que corren en nuestra patria vemos, por un lado, el garantismo más ruin para con los asesinos; y por otro, las arbitrariedades jurídicas más escandalosas a favor del oficialismo, sin que falten jueces explícitamente enrolados en la contranatura, no podemos sino aflorar aquella institución que movilizaba a un sinfín de magistrados probos, procurando la plena realización de la justicia.

Se aducirá éste o aquél otro caso concreto de inequidad manifiesta; éste o aquél caso particular de inquisidor desaprensivo, de funcionario deshones­to, de honor vulnerado, de libertad coartada. Nadie niega la naturaleza hu­mana y la inclinación al pecado. Ergo, nadie niega los errores, se cuenten por decenas o se reduzca a uno solo y resonante. Pero se trata precisamente del otro sayo que alguien tiene que ponerse. Porque el grueso de estos errores o abusos fueron primero y casi siempre enunciados por la misma Iglesia. La Inquisición no necesitó de sus enemigos para criticar y denunciar sus excesos. Tampoco inventó el populismo para dejar constancia de las fer­vorosas adhesiones populares que suscitaba; así como por contraste, de la desazón manifiesta en el pueblo llano cuando el Tribunal conoció su clausura histórica.

En un valioso texto que recoge algunas de sus catequesis de los miér­coles -Gli apostoli e i primi discepoli di Cristo-, el Papa Benedicto XVI, al trazar la semblanza de Juan, el vidente de Patmos, hace expresa mención a "las graves incomprensiones y hostilidades que también hoy sufre la Igle­sia", y que "son sufrimientos que ciertamente no se merece, como tampoco Jesús mereció el suplicio". Uno de esos dolores inmerecidos es la pertinaz mentira sobre su pasado, y una de esas mentiras recurrentes, malévolas e insidiosas, tiene a la inquisición como objeto predilecto.

Mérito final, entonces, el del autor de estas páginas; y ya no propiamen­te intelectual sino moral, el de socorrer a la Iglesia sometida al suplicio de la impostura, alcanzándole en medio de la cruz el agua fresca de la Verdad. "Dichoso el hombre en cuyo espíritu no hay fraude", canta el Salmista (Sal. 32, 2). Le caben al autor estas palabras. Y hacemos votos para que le sigan co­rrespondiendo en lo sucesivo, si el oficio de apologeta abraza.

Recuerdo al concluir este desmañado prólogo, unos viejos versos de Igna­cio Braulio Anzoátegui dedicado a las Invasiones Inglesas. El sabiamente irritativo Braulio -alegre pendenciero contra el mundo y su dueño- a la hora de explicar las razones de nuestra victoria sobre el invasor, apunta ésta que no es de menor monta: "Y teníamos, para defendernos de las tentaciones del espíritu, el Tribunal de la Santa Inquisición".

Por eso el buen combate, el triunfo claro, el pendón desafiante, y las insignias enemigas capturadas y puestas al pie de María Santísima. Por eso, al fin, la Reconquista.

Permita el Dios de los Ejércitos que la lectura de estas páginas devuelva a los católicos el orgullo de serlo, arranque el abandono definitivo del com­plejo de inferioridad y de culpa en que nos quieren ver sumergidos los ene­migos, y nos restituya el deber impostergable de la batalla heroica por el honor de la Esposa de Cristo.

Nota del autor

La Inquisición es un tribunal conocido más por lo que de éste se ha dicho, que por lo que ha sido en realidad. Así, todos parecen "saber" que la Inqui­sición fue algo execrable, reprobable, negativo, pero si alguien les pregun­tara: ¿por qué?, ¿qué fue?, ¿cuándo fue?, se encontrarían probablemente en un grave aprieto. Otros, aquellos que creen poder responder a estos interro­gantes, cuando lo hacen, lo hacen mal, no por una calculada malevolencia, sino por haber obtenido sus magros o profusos conocimientos en libros más populares que apropiados. Y se debe entender por "apropiado" aquello con­cebido bajo la clara luz del estricto rigor científico y el aire desapasionado. Finalmente, estos ensayos se han ocupado en ofrecer al lector una visión liviana, entretenida y placentera de los hechos, que en hacer propiamente verdadera historia.

Aun el inquieto lector, que quiera abordar estos temas adecuadamente, se encontrara con un gravísimo problema: la ausencia de bibliografía, par­ticularmente en nuestro país, que proponga la cuestión objetivamente. Se puede agregar, al respecto, un hecho paradójico para una época que se jacta de poseer, antonomásticamente, un espíritu abierto y celosamente científico: la antipatía genérica hacia la ingente y categórica evidencia documental existente sobre el Tribunal de la Inquisición. Esta antipatía a veces manifes­tada simplemente en deliberada indiferencia u omisión, otras en mentiras audaces, es promovida "curiosamente" por las mismas instituciones educati­vas, de todo nivel, nacionales o internacionales, sedicentemente científicas, y muy particularmente, en el caso de la Inquisición: El científico vernáculo no acepta la abrumadora y decisiva evidencia documental. El profesor de cátedra universitaria la ignora con fría displicencia. El historiador de oficio, por su parte, tropieza con un equivoco de escuela: el anacronismo. Si existe un error que no puede permitirse el historiador, es justamente el del anacro­nismo. Por esto mismo advertía, hace casi un siglo, el inglés Hilaire Belloc: "no es historiador aquel que no sabe responder desde el pasado".

No faltara seguramente quien, bien o mal intencionado, pretendiendo calmar los ánimos, disculpe los yerros de aquellos diciendo que todas las opiniones son respetables; ergo, todas las Historias son respetables. Esto, como denunciaban ya los antiguos filósofos, constituye un gravísimo error. Los que son respetables son las personas no las opiniones -que es algo muy distinto-, pues una opinión sádica no es respetable, como bien dice Alberto Buela. Un libro de historia que tergiverse los hechos o en el que se trunquen documentos, no sólo no es respetable sino que debe ser condenado categóri­camente. Pero vemos, con mucho dolor, que sucede justamente lo contrario de lo que debería ser por norma. Así como en el terreno de la filosofía fueron postergadas o acalladas eminencias como Martín Heidegger, Kierkegaard o, en nuestro país, Julio Meinvielle, Alberto Caturelli o Leonardo Castellani, por best sellers de "opinólogos" comerciales como Paulo Coehlo, George Steiner, Marcos Aguinis y la legión de los gurúes del New Age, en la Histo­ria se ha reemplazado a la investigación científica por libelos fundados más en mitos, leyendas, prejucios y conjeturas particulares: a Belloc, Calderón Bouchet y Menéndez Pelayo, por Bodeslao Lewin, Andahazi o Felipe Pigna. Es hora ya de romper con ese lugar común. En este libro se sigue definitiva­mente el camino trazado por los primeros: el de la búsqueda constante de la verdad, guste a quien guste, apoyado para ello en fuentes documentales de primer orden e inobjetables desde cualquier ángulo.

Será esta Historia, seguramente, menos popular que cuantas se conocen y atiborran las librerías cosmopolitas. Seguramente más aburrida, y también -hay que aceptarlo- algo tediosa; pues no se verá sangre a raudales, gritos aislados y desesperados en salas de tormento, verdugos de negro encendiendo gavillas, ni perseguidores o sicarios nocturnos. Nada de ello encontrara el lector aquí. Para eso cuenta ya con amplísima gama de populares libelos y panfletos, teñidos y enroscados, conveniente y prolijamente, en pegajoso verso y prosa.

Lo que aquí se ha procurado es ofrecer al lector una sólida introducción al Tribunal de la Santa Inquisición sine ire et Studio, reuniendo para ello los datos más relevantes de las últimas investigaciones, sin dejar de recurrir a valoraciones de anteriores y conocidas autoridades que han tratado sobre este tema, con preferencia siempre por aquellas fuentes nada sospechosas de simpatía para con la Iglesia, España o la Inquisición.

Se tratará de discernir entre lo cierto y lo falso de cada una de las afirma­ciones y acusaciones referidas al tribunal. Esta tarea hubiera resultado casi imposible tiempo atrás sin la totalidad de las actas de los procesos y demás documentos del tribunal consultados y analizados por expertos, como se ha logrado recientemente. Se menciona, por ejemplo, aquel magnífico Simposio sobre la Inquisición convocado por Juan Pablo II en el año 1998, sumado a otros tantísimos congresos que sobre ella se han realizado hasta la fecha, una verdadera legión de eruditos provenientes de las más diversas esferas religiosas e ideológicas.

Se ha tratado de exponer el tema de la forma más didáctica, dinámica y clara posible en función, principalmente, al neófito y al mal informado lector, con el objeto de facilitarles la absorción de, a lo menos, los conceptos básicos que rodean el aura del Tribunal. Aun pretendiendo demasiado, es de esperar que el presente ensayo pueda servir, a aquellas almas inquietas y ávidas por saber, de trampolín y antesala al eventual estudio de las obras de los grandes exegetas del Tribunal de la Inquisición y ¿por qué no? de las mismas actas de los procesos.

Este libro, como se ha dicho, no aspira a ser obra profusa ni de obligada consulta, pues para ello se remite al lector a los especialistas. No pretende su autor haber escrito o descubierto nada nuevo, pues salvo algunas con­jeturas, valoraciones e interpretaciones, no ha hecho más que concentrar a quienes mejor lo hicieron, sin distinguir entre aquellos que le son o no sim­páticos. Con esta finalidad se ha procurado elaborar un extenso aparato crítico consistente en más de mil citas, perfectamente individualizadas, con la intención de que pueda el lector ahondar en los temas o autores de su preferencia.

La Inquisición fue un hecho histórico, y como tal se lo ha tratado. No obstante hay que tener en cuenta, como expresara el Cardenal Cottier, que la historia de la Inquisición no es la historia de la Iglesia.

Esta obra, como su autor, fue escribiéndose, redescubriéndose poco a poco, al compás de la pluma y la polvareda de los archivos, sin otro deseo o motivación más que encontrar la verdad existente en tan caro y engorroso asunto.

La Inquisición, como justicieramente dice el eximio e insospechado tratadista Allec Mellor, es la institución peor comprendida de la Historia. No precisa apologética ni acusaciones, sino justicia. Esa justicia que le han arrebatado aquellos que, con acierto, alguien llamo alguna vez "Mercaderes del Pensamiento Manufacturado".

Si las conclusiones, consideraciones o valoraciones finales resultasen favorables al Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, e indirectamente a la Iglesia Católica y España, fue porque ello refleja el análisis detenido de la documentación existente.

Antes de concluir esta brevísima nota, se hace menester una especial mención al Dr. Caponnetto, gracias a quien, luego de su estupenda confe­rencia sobre "La Inquisición y el caso Galileo", debe, el que suscribe, este interés tan profundo por el Gran Tribunal. No sólo eso: si se ha de ser verda­deramente justos, al profesor Caponnetto se debe el crédito de que este trabajo haya visto la luz, pues sin su constante aliento, seguimiento y consejo, hubiese sido archivado. Y, por último, no debería sorprender el desenfrenado ataque a todo cuanto huela a Roma, pues la Iglesia bastante sabe de encarnizados enemigos. Lo que sorprende, sin dudas, es que su opera prima siga siendo, aun en la ac­tualidad, un tribunal del siglo XV.

El que quiera entender, que entienda.

Veritas Vincit

Referencias

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