Plutocracia

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La plutocracia (del griego ploutos -riqueza- y cracia -gobierno-) es un sistema de gobierno donde la riqueza es la base principal del poder. Suele aparecer en situaciones en que quienes ostentan el poder político y legislativo son quienes ordenan el poder económico.

Una plutocracia es un sistema de gobierno en el que existen influencias desequilibradas en la toma de decisiones a favor de los que ostentan las fuentes de riqueza.

Historias

El alto costo de las campañas políticas en las democracias siempre ha supuesto una barrera de entrada al poder, una forma de plutocracia controlada por una escasa minoría de los votantes. En la democracia ateniense, algunos cargos públicos eran asignados de forma aleatoria a los ciudadanos para inhibir los efectos de la plutocracia. Entre el 133 a.C. y el 123 a.C. los gracos protagonizaron una brutal revolución contra la plutocracia de Roma. La democracia moderna debe ser también vista como una farsa deshonesta empleada para evitar la agitación de las masas frente a los abusos de poder o incluso como hostigadora de dicha agitación en beneficio propio. Asimismo puede animar a los candidatos a realizar clientelismo político, por ejemplo, ofreciendo leyes favorables si resultan elegidos.

El control de los medios de comunicación por parte de unos pocos puede llevar a una distorsión más específica del proceso electoral, de modo que los medios son un elemento vital en unas elecciones (ver Oclocracia). Ciertos grupos sostienen que la crítica a la situación del momento o a una agenda concreta tiende a ser ocultada a través de grupos mediáticos para así proteger sus propios intereses.

La plutocracia es una democracia burguesa donde sólo los más poderosos mandan. A causa de esto es vista como un sistema desigual que funciona de modo que facilita la explotación económica. Otros opinan que la plutocracia dominante no es tanto el gobierno de los hombres de negocios como el gobierno de los políticos expoliadores que apelan al poder público para su beneficio personal.

Financiación de partidos

Una forma común de plutocracia hoy día podría venir motivada por la financiación irregular de partidos. Ésta puede provocar que en una partidocracia o democracia, alrededor del poder estatal se forme un holding empresarial o fáctico que, tras financiar partidos y medios de comunicación, obligue a realizar un clientelismo político, la mayoría de las veces mediante una legislación favorable.

Para evitar que la financiación de partidos se convierta en un puente entre democracia y plutocracia se necesita de una ley de financiación de partidos adecuada y fuerte, que impidan que el poder de éstos no acabe recayendo en aquellos que los financiaron. Por lo visto, esto no funciona ya que dicha ley no existe.

Estados Unidos

En Estados Unidos algunos economistas han denunciado la existencia de dicho régimen plutocrático. El dinero es el mayor determinante de la influencia y del éxito político. El dinero determina qué candidatos estarán en condiciones de impulsar campañas efectivas e influencia cuales candidatos ganarán los puestos electivos. El dinero también determina los parámetros del debate público: qué cuestiones se pondrán sobre el tapete, en qué marco aparecerán, y cómo se diseñará la legislación. El dinero permite que ricos y poderosos grupos de interés influencien las elecciones y dominen el proceso legislativo.

Es fácil de comprobar como aquellas empresas que tienen intereses especiales en determinadas cuestiones legislativas aportaron gruesas sumas de dinero en la campaña. Esto no sucede solamente en los Estados Unidos, sino también en todas las otras democracias.

Artículo de opinión

La Plutocracia en problemas, por Denes Martos


Si hay algo que siempre diferenció al capitalismo de su contracara comunista eso fue su mayor flexibilidad; su mayor capacidad para amoldarse y para adaptarse a circunstancias cambiantes o a fenómenos súbitos e inesperados. El comunismo soviético se desbarrancó de la noche a la mañana, con una rapidez que todavía pide una explicación. El capitalismo ― al igual que todos los regímenes derivados de aquella convulsión confusa, desordenada y quimérica que fue la Revolución Francesa ― también es esencialmente inviable en el muy largo plazo pero, siendo más elástico (y sobre todo más pragmático cuando de la economía se trata) tiene y tendrá una curva de declinación por un lado mucho más larga y, por el otro, mucho más sinuosa.

Tanto como para decirlo ya, antes de seguir con otras cosas: si la pregunta es "¿Se caerá el sistema capitalista en todo el mundo con esta crisis?", mi respuesta sería: "No. Con esta crisis todavía no." Vamos a pasar por una etapa dura, quizás durísima, pero yo diría que éste todavía no es el funeral del capitalismo. A lo que sí apostaría es a que la próxima gran crisis ― que casi sin duda sobrevendrá ― resultará muy probablemente letal. En breve: de ésta el sistema tiene todavía algunas chances de salvarse; a la que difícilmente sobreviva es a la próxima.

Y quizás esto merezca un pequeño desarrollo.

La mano invisible del mercado

Recordando las doctas explicaciones de mis amigos economistas de hace algunas décadas atrás y viendo como el Estado norteamericano (y últimamente hasta los Estados europeos) corren en auxilio de sus financistas, lo que uno se pregunta estos días es: ¿dónde demonios se metió la famosa "mano invisible del mercado"? ¿No era que menos Estado es mejor Estado? ¿No era que mientras menos se inmiscuyera el Estado tanto mejor funcionaría la economía? ¿No era que los mercados se autoregulan y se equilibran naturalmente? ¿Dónde quedó esa supuesta autoregulación y ese supuesto equilibrio natural?

Lo que mis amigos economistas se olvidaron de analizar (o de aceptar) es la componente fuertemente irracional del comportamiento humano. La economía de mercado, tal como la entienden sus teóricos y sus impulsores, funciona razonablemente bien mientras las decisiones que la mueven son también razonables. Dicho de otro modo: la teoría de la economía de mercado está fundamentada sobre la racionalidad de sus operadores. Pero ¿qué pasa cuando esos mismos operadores actúan de forma irracional? Pues, sucede lo que estamos viendo estos días: toda la estructura se tambalea y amenaza con venirse abajo. Y esto es por algo que los analistas de riesgo estamos ya un tanto hartos y cansados de repetir: la irracionalidad es imprevisible.

Entrar en la cuestión de por qué los operadores económicos adoptan de pronto un comportamiento irracional significaría entrar en una larga discusión acerca del ser humano y su conducta. Éste no es, obviamente, el lugar apropiado para hacer un exhaustivo análisis de etología humana. Pero, aún así, hay algo que quisiera señalar: la aversión a considerar la fuerte componente irracional de ese comportamiento nos viene de la idolatría a la razón que hemos heredado de los Siglos XVIII y XIX. Con esa exageración de la importancia de lo racional, todos nuestros comportamientos irracionales han adquirido algo así como un sello de impugnación o ― al menos ― de desacierto. Está mal visto ser "irracional". La irracionalidad está considerada casi como un defecto o un desorden mental. En nuestra incultura actual, lo irracional ha quedado emparentado con lo primitivo, con lo anticuado, con la ignorancia y hasta con la superstición.

Y es una verdad a medias. Muy a medias. Algo que queda en evidencia ya cuando nos damos cuenta de que, por ejemplo, el amor es lo más irracional que uno puede llegar a imaginar. ¿Por qué de pronto amamos a una persona hasta el punto de querer compartir nuestra vida con ella? ¿Alguien puede explicar ― realmente y con datos precisos e incontrovertibles ― por qué se enamoró? Y más allá de este sentido de la palabra "amor", que por desgracia tiene tantos significados que muchas veces uno no sabe muy bien a qué se refiere exactamente, si recorremos todas las acepciones del término nos encontramos con la misma componente irracional.

Nos gusta definirnos como seres racionales. La verdad es que somos racionales a veces; casi siempre en algunas cosas y nunca en otras. Y esto no es un defecto sino algo inherente a la condición humana. Tomamos decisiones de inversión de un modo racional; pero a veces tenemos "corazonadas". A la hora de ir y ofrecer nuestros servicios vamos provistos de una serie de argumentos muy racionales; pero a la hora de elegir nuestra profesión muchas veces nos inclinamos más por lo que "nos gusta" que por aquello que objetivamente "nos conviene". Y podría agregar miles de otros ejemplos. A la hora de votar ¿cuántos van y votan por el que les cayó más simpático, más allá del contenido real de su discurso o de su propuesta? A la hora de comprar un auto, ¿cuántos se mantienen fieles a la marca, más allá de las conveniencias de precio y prestación? ¿Por qué algunos son hinchas de Boca y no hinchas de River? (Está bien: no contesten esto último. Para no ser hincha de Racing ya me han dado un millón de argumentos. . .)

La cuestión es que nuestro comportamiento habitual tiene una fuerte componente irracional. Y no sólo en cuestiones banales o intrascendentes como las que he mencionado para ilustrar el punto. También somos fuertemente irracionales en cosas que ya tienen una trascendencia mucho mayor. Así como nadie estuvo jamás dispuesto a luchar y morir por una tasa de interés o por sus acciones en la bolsa, millones de personas estuvieron dispuestas a luchar y morir por su país y por su gente. ¿Qué racionalidad hay en eso de arriesgar la vida por los demás? Ninguna. Los grandes héroes son siempre irracionales. Al igual que los grandes mártires, los grandes santos, los grandes artistas, los grandes benefactores de la humanidad. ¿Acaso hay algo de racionalidad en lo que hacía la Madre Teresa de Calcuta? Ella misma decía que su tarea equivalía a tratar de desagotar el océano con un cuentagotas.

Volviendo a la economía y a los mercados, es un error garrafal creer que la economía se maneja tan sólo con criterios racionales de costo/beneficio o ventajas/desventajas. A veces hay una dosis increíble de puro capricho en muchísimas decisiones económicas del más alto nivel. Desde chauvinismos localistas, pasando por simples corazonadas, hasta rabietas y enojos personales. Recientemente, cuando cayó Lehman Brothers más de uno en Wall Street se frotó las manos con satisfacción, contento de haberse librado de un competidor muy fuerte. Recién después se dieron cuenta todos de que dejar caer a Lehman fue un error grave.

Y en cosas como ésa está precisamente la madre del borrego. Porque ― para seguir con el ejemplo ― si el Estado norteamericano hubiera sido realmente un Estado, a Lehman no lo hubieran dejado caer jamás. Desde lo racional, el efecto cascada era perfectamente previsible. Pero el Estado norteamericano es tan sólo una fachada institucional digitada por la plutocracia y como a cierta parte de esa plutocracia le convenía la desaparición de un competidor, algunos en Wall Street descorcharon botellas de champaña y festejaron la caída. La fiesta duró poco. El mercado, ese mismo mercado cuya "mano invisible" supuestamente debió haber equilibrado el sistema, de pronto se asustó y cundió el pánico. Al final todos fueron corriendo a presionar al Estado, desde el Ejecutivo al Legislativo, para que inyectara dinero en el sistema y apagara el incendio.

Aquí fue dónde se encontraron con un escollo inesperado: el aparato político no respondió ni con la rapidez ni con la efectividad que se esperaba de él. Sucede que eso de privatizar las ganancias y socializar las pérdidas hace perder votos. Las medidas que se toman no son precisamente simpáticas y el político que toma medidas antipáticas pierde electores. La consecuencia es que hay medidas necesarias que nadie quiere tomar. Los que financian y digitan la política norteamericana tuvieron que poner en la balanza todo el peso de su Poder para doblegar la reticencia de los políticos. Al final, después de unas cuantas idas y venidas, lo consiguieron: Bush pronunció prolija y obedientemente su discursito y ― no sin refunfuños varios ― al final los legisladores votaron lo que tenían que votar. Pero lo hicieron poco, tarde y mal.

Será cuestión de convencerse: lo de la "mano invisible del mercado" funciona relativamente bien sobre supuestos racionales y mientras el grueso de las decisiones fundamentales se tome de acuerdo con criterios racionales. Pero en el preciso momento en que interviene la irracionalidad en las acciones y en las decisiones, toda esa teoría económica colapsa y el sistema basado sobre ella sencillamente se derrumba.

Y evitar la irracionalidad es imposible. Para lograrlo, habría que conseguir que los seres humanos dejen de ser humanos.

El "auri sacra fames"

Lo que hay que entender es que lo que gobierna a los Estados Unidos no es la política sino la economía. Ni siquiera la economía real, sino la economía financiera. El Poder real está en manos de los dueños del dinero. Estados Unidos no es una democracia; es una plutocracia. Además, esta estructura básica, con distintas variantes y versiones, se repite en muchos otros países. La república norteamericana y gran parte de las democracias del "primer mundo" no están dirigidas por los políticos sino por quienes financian a los políticos. La estructura política institucional de la gran mayoría de las democracias liberales no es mucho más que una fachada formal dispuesta al servicio del establishment económico. Sin dinero no hay campaña; sin campaña no hay votos y sin votos no hay acceso al poder. En los hechos reales por supuesto que no es tan simple pero, en el fondo, es así de sencillo: la política funciona con dinero y al servicio del dinero.

Precisamente por eso es que el manejo de la componente irracional del comportamiento humano se les hace tan difícil a los norteamericanos y a todos los que comparten con ellos el esquema demoliberal capitalista. Sucede que la irracionalidad no es del dominio de la economía. La economía no tiene respuesta y muchas veces ni siquiera tiene explicación satisfactoria para los comportamientos irracionales de las personas. Dentro del contexto social, la irracionalidad es del dominio de la política. Le corresponde a ella gobernarla, guiarla, orientarla o manejarla con aquella parte de su función que ya deja de ser ciencia para convertirse en un arte. Los caprichos, los miedos, los entusiasmos, las filias y las fobias de las personas no se manejan con herramientas económicas sino con herramientas políticas. Y cuando la política fracasa en dominar y gobernar estas fuerzas discrepantes, allí en dónde el Estado falla en cumplir con sus funciones de síntesis y conducción, la economía se encuentra con el caos y termina sumida en el caos. La anarquía no es materia de la economía; es materia de la política.

En un sistema institucional en dónde la política está encadenada a la economía, el margen de maniobras del político se vuelve prácticamente nulo. En un esquema plutocrático, los políticos son sirvientas de la economía que les paga las campañas. El político norteamericano no tiene el recurso típicamente argentino de financiarse con dinero robado al Estado y con dineros procedentes de comisiones, participaciones, extorsiones y exacciones varias. Si bien es cierto que en todas partes se cuecen habas y el ejemplo de los fondos de Santa Cruz y hasta el de las valijas de Antonini Wilson se podría ver reproducido también en otras latitudes, lo concreto es que el régimen como tal es mucho más rígido y estricto en el "primer mundo" que en su periferia. No es que los políticos de los países desarrollados sean más honrados que los nuestros; es que tienen muchas menores posibilidades de robar y, sobre todo, un margen de maniobras muchísimo menor para implantar ideas propias sin consulta previa.

Se ha reiterado últimamente que esta crisis en una crisis de confianza y de liderazgo. Nuevamente estamos ante otra verdad a medias. Es obvio que la confianza ha bajado estrepitosamente y la falta de liderazgo político se aproxima ya a algo casi parecido a un vacío de Poder. Pero si saliésemos a preguntar sobre qué se basa la confianza y cual sería la estructura que sostiene al liderazgo político ― más allá del carisma personal de algún líder providencial ― con lo que nos encontraríamos sería con una falta total de respuestas por un lado y hasta con una ignorancia supina por el otro.

La confianza, por de pronto, está fundamentada en valores; principalmente en el de la responsabilidad. Uno confía en personas o instituciones responsables, es decir: uno confía en que esas personas o instituciones serán capaces de dar respuesta ante determinadas situaciones. La responsabilidad es lo que hace que nuestro comportamiento sea ― al menos en algún grado ― previsible y es justamente esa previsibilidad lo que, en buena medida, genera la confianza. Si sé que Juan es una persona responsable no tendré mayor inconveniente en prestarle mi auto porque confío en que no se pondrá a correr carreras con él en medio del tránsito infernal de esta ciudad. Y lo mismo pasa, respetando distancias y diferencias, con el dinero que le llevo a un banco o con la compra de acciones de una empresa.

Lo que sucede es que la previsibilidad no lo es todo. Porque, si vamos al caso y estrictamente hablando, todo el comportamiento del sistema capitalista es perfectamente previsible. Es un sistema basado en la codicia, el egoísmo y la usura. Por consiguiente, ante la posibilidad de ganar dinero, hará lo que le conviene, porque le conviene y cuando le convenga. Si puede ganar dinero, lo hará; aún al precio de pasar por encima de algunos cadáveres. Difícilmente alguien pueda pedir mayor previsibilidad.

Además, hay algo que es necesario no perder de vista: el sistema capitalista será egoísta y codicioso, pero habitualmente no es tonto y también es bastante cobarde. Tomará todas las posibilidades de ganar dinero que se le presenten, pero medirá sus riesgos y negociará las mayores garantías de seguridad posibles al precio más alto posible. Incluso esto es perfectamente previsible.

No obstante, sus operadores siguen siendo humanos y en muchos de ellos la codicia predomina sobre la cobardía. Varios de ellos padecen el síndrome del "auri sacra fames", esa "sagrada hambre de oro" de la que ya hablaba Virgilio hace ya más de dos mil años atrás. Ante la posibilidad de ganar mucho dinero, la aversión al riesgo se les diluye; con lo que terminan aceptando riesgos mucho mayores de lo razonable. Y aquí ― en la codicia ― es donde encuentra su punto de apoyo la palanca de la irracionalidad. Porque la codicia del usurero, que acumula para poder acumular más todavía, es irracional; exactamente tan irracional como la tacañería del avaro que acumula para no gastar. Y cuando esta forma de codicia se adueña de todo un sistema ocurre lo que estamos viendo en la actualidad: una enorme bola de operaciones engendrada por un desmesurado e irracional afán de lucro, de pronto se pone en movimiento amenazando con aplastar a todo el que se le ponga por delante. Los amenazados, por supuesto, en lugar de enfrentar la avalancha, huyen. ¿Hacia dónde? Pues hacia el Estado que dominan, que es el único que puede salvarlos.

Ante esto, la pregunta que a uno se le ocurre es: ¿qué hizo ese Estado antes de que se produjera esa avalancha? La respuesta es bien simple: nada. ¿Por qué el Estado norteamericano permitió en absoluto que operaciones hipotecarias de más que dudosa legalidad formen esta bola de nieve que ahora ya es un alud? Otra vez la respuesta es simple: porque según el esquema demoliberal el Estado no debe meterse en la economía y en los Estados Unidos ni siquiera puede meter sus narices en ella por iniciativa propia. Con lo cual llegamos a la última pregunta: ¿y por qué ahora todos esperan la salvación del Estado? Seamos simples nuevamente: porque no hay otra solución posible.

De modo que, quitando la hojarasca de las grandes elucubraciones teóricas, la lógica de todo el esquema se resume en algo bien sencillo: mientras ganamos plata mantenemos al Estado lo más lejos posible de nuestra actividad; pero cuando entramos en pérdidas recurrimos al Estado para compensarlas. Lo cual es lo mismo que decir que las ganancias se reparten entre pocos y las pérdidas se distribuyen entre muchos. Y cuidado: no es mala lógica. La prueba está en que ha venido funcionando – con algunos altibajos es cierto, pero funcionando al fin – desde hace algo así como doscientos años.

La gran pregunta sería: ¿hasta qué punto eso se compadece con la justicia?

Y la otra gran pregunta es la de hasta cuando puede seguir funcionando.

Las perspectivas

Como dije al principio: creo que todavía puede seguir por un buen rato más. A menos que alguien decida hacer algo increíblemente idiota (lo cual, por supuesto, siempre puede suceder) esta crisis es superable. Con sangre, sudor y lágrimas, pero superable.

Por mi parte prevería un 2009 bastante duro. Para algunos países será, no me cabe la menor duda, durísimo. Afectará más a aquellos que están muy interconectados con los Estados Unidos y menos a quienes tienen relaciones comerciales y financieras más diversificadas. La Argentina, en este sentido, no está tan mal posicionada: hace bastante tiempo que ya nadie nos lleva el apunte y, sobre todo, no nos presta un centavo; lo cual – dadas las circunstancias – hasta puede llegar a ser bueno. Por irónico que parezca, esta vez quizás podamos sacar ventaja de nuestra mediocridad política.

Pero sería un error creer que no habrá repercusiones muy fuertes en todos los ámbitos y en todos los países. Básicamente el capitalismo se ha vuelto global. No sólo en lo comercial sino también en materia de producción y de servicios. Esto, que es una verdadera perogrullada, a los efectos prácticos significa que las dimensiones del sistema son enormes y tienden a hacerse cada vez más grandes. Consecuentemente, por un lado el sistema es cada vez más difícil de gobernar y por el otro, las bolas de nieve que pueden formarse (o las "burbujas" como se las quiere denominar) se harán cada vez más grandes. Con lo cual, la lógica indica que las avalanchas se harán cada vez más desastrosas y difíciles de parar.

No es hacer futurología prever que las crisis serán cada vez más complicadas: basta con analizar lo que ha venido sucediendo durante las últimas décadas. En octubre de 1987 una modificación de tasas del Bundesbank alemán disparó una catástrofe en el Dow Jones de Wall Street. En 1994 el gobierno norteamericano tuvo que ir corriendo a salvar con 20.000 millones de dólares a los mejicanos. En 1997 tuvimos la crisis del sudeste asiático. Al año siguiente se cayó Rusia y el Japón se metió en serios problemas. Hace ocho años atrás, en marzo/abril del 2000, explotó la especulación de las empresas relacionadas con la Internet. Un año más tarde, después del episodio de las Torres Gemelas, la bolsa neoyorquina cerró durante toda una semana y cuando reabrió había perdido 684 puntos. En el 2002 estalló el fraude de Enron. Y ahora tenemos lo que nadie quería creer que tendríamos cuando decíamos que el sistema financiero internacional estaba crujiendo por los cuatro costados. Pues está crujiendo. Y cada vez más fuerte.

Pensar en que los operadores financieros abandonarán su codicia para convertirse en agentes responsables y juiciosos de los dineros de sus clientes equivale a delirar con quimeras. Desde hace milenios, incluso aún antes de Virgilio, el "hambre de oro" ha atacado a muchas personas. En especial a aquellas que tenían acceso a una gran cantidad de oro. El "auri sacra fames" es una enfermedad incurable e inerradicable y mientras más "oro" genere la actividad económica impulsada por la globalización y la tecnotrónica, más "hambre" despertará en quienes padecen del síndrome.

Hay un solo camino para evitar esta catástrofe anunciada: fortaleciendo al Estado y volviendo a disponerlo para que pueda cumplir con sus funciones necesarias. Está visto (y ya sería hora de admitirlo) que, a la hora de sacar las castañas del fuego, el Estado es el único que puede hacerlo. Las últimas referencias de Bush relacionadas con el rescate de los bancos casi parecían copiadas de Chávez. La única diferencia es que Bush tiene mejores libretistas que el venezolano – o más bien que Bush tiene libretistas y Chávez habla de lo que se le ocurre. Pero, sea como fuere, es realmente un poco estúpido pedirle al Estado que haga de bombero cuando, por el otro lado, no se le deja hacer nada para prevenir el incendio.

Es hora de volver a la mesa de dibujo y diseñar un Estado capaz de desempeñar aquellas funciones políticas sin las cuales no hay convivencia social posible: la síntesis de las tensiones divergentes, la planificación de políticas de Estado a largo plazo y la conducción general del organismo social. Y para que todo ello funcione, lo primero que debemos hacer es replantearnos los métodos mediante los cuales seleccionamos a los políticos que nos gobiernan.

Porque mientras sigamos permitiendo el acceso al Poder de simples testaferros de los financistas o, lo que es quizás aún peor, de ineptos y charlatanes que viven parasitando de los recursos del Estado, las crisis periódicas del sistema serán inevitables. Y serán cada vez más grandes, más complejas y más difíciles de dominar. La codicia usurera de los plutócratas hundirá cada vez más a las sociedades en deudas impagables y en algún momento ya no habrá magia financiera capaz de tapar el agujero. En algún momento Shylock vendrá a reclamar su libra de carne. Y cuando el Estado se haya quedado sin carne, ése será en final.

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