Capitalismo

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El capitalismo es un sistema político y económico basado en la acumulación de capital y en el comercio de bienes y servicios diversificados en sectores para su consumo.

El capitalismo recibe su nombre debido a que en este sistema el capital es el medio que genera la riqueza y este sistema sólo funciona siempre y cuando se disponga de capital. De esta manera, si no hay dinero, todo el trabajo se paraliza. Por ejemplo, la crisis del 29 se generó porque los capitalistas de Wall Street cerraron el grifo del crédito y luego crearon un gran pánico especulativo. En el capitalismo, si el dinero escasea, da igual que haya obreros cualificados o fábricas en perfecto estado de funcionamiento: la economía no funciona. Esto subordina la economía a la política monetaria y financiera, es decir, a los que controlan el grifo del crédito: bancos centrales y privados, es decir, los verdaderos propietarios de la moneda. Sólo cuando los bancos quieren, empieza a fluir el capital y éste reactiva la economía.

Se denomina capitalista a la clase social más alta de este sistema económico ("burguesía"), o bien a la forma común que tendrían los intereses individuales de los propietarios de capital en tanto accionistas y patrones de empresas; también se denomina capitalismo a todo el orden social y político (legislación, idiosincrasia, etc.) que orbita alrededor del sistema y a la vez determina estructuralmente las posibilidades de su contenido.

Cuando existe una deficiente regulación laboral, el capitalismo liberal comienza por explotar a las masas obreras, creando así las condiciones óptimas para el surgimiento de la subversión marxista y anarquista.

En las democracias liberales se entiende muchas veces el capitalismo como un modelo económico en el cual la distribución, la producción y los precios de los bienes y servicios son determinados en la mayoría de las veces por alguna forma de libre mercado. Ciertas corrientes de pensamiento discuten si esta es la definición exacta de capitalismo o si sólo se trataría de una de sus características.

La doctrina política que históricamente ha encabezado la defensa e implantación de este sistema económico y político ha sido el liberalismo económico y liberalismo clásico del cual se considera sus padres fundadores a John Locke, Juan de Mariana y Adam Smith.

Explotación y esclavitud

El capitalismo genera miseria

Es un sistema caracterizado por la explotación intraeconómica de la fuerza de trabajo del hombre al constituir el trabajo como una mercancía más. Esta condición sería su principal contradicción: Medios de producción privados con fuerza de trabajo colectiva, de este modo, mientras en el capitalismo se produce de forma colectiva, el disfrute de las riquezas generadas es privado.

Genera numerosas desigualdades sociales. Tales desigualdades eran muy acusadas durante el siglo XIX, sin embargo se experimentaron notables mejorías en los países industrializados a lo largo del siglo XX. Pero tales avances se obtuvieron a costa del colonialismo, y esclavitud de millones de seres humanos (principalmente del tercer mundo) que permitió el desarrollo económico de las metrópolis.

La institución de un mercado libre que los teóricos liberales (por ejemplo, Adam Smith en la Teoría de los sentimientos morales) ven como un hecho natural, es denunciado como derivado de una concepción antropológica muy concreta de la condición humana: su reducción a un individuo al que la mano invisible del mercado guía, mediante la búsqueda egoísta de su propio placer (hedonismo), hasta encontrar sin desearlo el bien común para todos (por ejemplo, la mayor felicidad para el mayor número.

Otras críticas al capitalismo provienen de los movimientos nacionalistas y antiglobalización, que denuncian al modelo económico capitalista y las empresas transnacionales como los responsables de las desigualdades entre el Primer Mundo y el Tercer Mundo, teniendo el tercer mundo una economía dependiente del primero. Esta crítica se enlaza con las críticas al imperialismo de décadas anteriores.

En Argentina el capitalismo es un sistema que oprime a dicho pueblo desde la caída de Juan Manuel de Rosas (y que fue impuesto a sangre y fuego por el imperialismo británico mediante sus cipayos brasileros y unitarios).

Ecologismo

La crítica ecologista argumenta que un sistema basado en el crecimiento y la acumulación constante es insostenible, y que acabaría por agotar los recursos naturales del planeta, muchos de los cuales no son renovables. Más aún, si el consumo de estos recursos es desigual entre los países y en sus respectivas clases sociales.

Hasta hace algunas décadas, se pensaba que los recursos naturales eran inagotables y que la contaminación, pérdida de la biodiversidad y de paisajes eran los costes inevitables del progreso.

Efectos del capitalismo en la actualidad

El capitalismo hasta hoy en día, principios del siglo XXI, tiene la misma forma que empezó a tener desde la descolonización. Mientras en parte del llamado primer mundo o la región norte y sobre todo en parte del Occidente, parte de la población disfruta de las riquezas que genera la gestión del ministerio económico de su gobierno (de corte puramente capitalista), en el tercer mundo, según un estudio de la ONU muere un niño de hambre cada tres segundos y 1.200 millones de personas viven con menos de un dólar al día. En la totalidad del planeta, sólo 225 personas son las que acumulan el 40% de la riqueza mundial.

En África, Asia y América Latina casi todos los países tiene una gran injusta deuda externa y esta situación de pobreza provoca que vendan sus materias primas a bajo coste a los países desarrollados. Sin embargo, los productos manufacturados de los países desarrollados se venden a un precio elevado, lo cual provoca la perpetuación de dicha pobreza.

Artículos de opinión

Capitalismo y Estado por Denes Martos


En algún momento todos tendremos que convencernos de una vez por todas de que el votar por un candidato político o por otro es algo completamente irrelevante. En la enorme mayoría de los casos y salvo excepciones realmente excepcionales – valga la redundancia – no importa cual candidato o cual partido llega al gobierno, el resultado será siempre el mismo. Nada va a ser diferente. Y, dada la orientación general que preside el sistema real de toma de decisiones, desgraciadamente no queda más remedio que prever un paulatino empeoramiento de la situación actual ya que todas las alternativas políticas con verdaderas posibilidades de acceder al poder se basan sobre el mismo dogma. Oficialismo u oposición son solamente los decorados que permiten dejar que el poder real siga operando detrás de las bambalinas y, para colmo, los mecanismos mentales de tanto el oficialismo como la oposición tolerada responden a los mismos criterios básicos: el mismo materialismo fundamental, el mismo dogmatismo económico y la misma supina ignorancia técnica y cultural.

Y no crean que me estoy refiriendo (solamente) a la Argentina. En la enorme mayor parte del planeta las cosas no funcionan de manera distinta, por más que varíen los "relatos" y los discursos que los políticos claman para consumo del rebaño de votantes. El hecho es que todo el sistema económico y social impuesto por lo que se ha dado en llamar "la globalización" está estructural y orgánicamente enfermo y muchos indicios apuntan a la posibilidad cierta de que esta enfermedad ya es terminal. Después del súbito derrumbe del socialismo marxista, el capitalismo liberal agoniza lentamente y ahora, a más de dos décadas de la demolición del Muro de Berlín, no parece contar con muchas posibilidades de comenzar a transitar por caminos distintos de aquellos que lo han conducido al actual callejón sin salida.

Sin embargo todavía hay muchísima gente que no lo entiende así. Y no lo entiende porque o bien pasa por alto, o bien directamente desconoce, el proceso que nos condujo hasta aquí. Sobre todo no se ha analizado lo suficiente el devenir de las ideologías dominantes que se fueron dando dentro del cuerpo dogmático del capitalismo liberal.

El liberalcapitalismo "clásico"

La época que podemos llamar "clásica" del liberalismo, con su cuerpo de ideas tendientes a imponer el "libre comercio" y la "libre empresa", se extendió por los siglos XVIII y XIX y se orientó por las ideas de Adam Smith (1723 - 1790) y David Ricardo (1772 - 1823), entre otros. Simplificando y resumiendo sus argumentos, lo esencial de esta concepción consistió en lograr la absoluta prescindencia del Estado en el ámbito económico bajo la hipótesis de que "el mercado" poseería la capacidad de autorregularse y de establecer por sí mismo el equilibrio y la armonía económica y social. El Estado tendría, pues, prohibido intervenir en los procesos económicos porque éstos, respondiendo a sus propias leyes "naturales", ya se encargarían de superar cualquier distorsión o desvío que eventualmente pudiese surgir.

Lo que resultó de esto fue simplemente que las grandes empresas y los principales bancos pudieron hacer valer en forma despiadada sus ventajas competitivas en perjuicio de los más pequeños y menos poderosos. Algo que cualquiera con dos dedos de frente habría podido prever, porque lanzar a la arena del mercado a los grandes y poderosos contra a los pequeños y vulnerables vendría a ser lo mismo que encerrar a un tigre de Bengala junto con un gato siamés y después afirmar que la naturaleza ya se encargará de restablecer el equilibrio ecológico en la jaula. Es lo que Jules Guesde (1845 - 1922) calificó en su momento como "el zorro libre en el gallinero libre". Al final, esta supuesta filosofía socioeconómica desembocó en la Primera Guerra Mundial (1914-1918) y después en el gran colapso económico de 1929/1933.

La tesis keynesiana

Ante la Gran Depresión de 1929 el liberalismo tuvo que revisar sus papeles y lo hizo principalmente de la mano de John Maynard Keynes (1883–1946). Se creó así un capitalismo regulado por el Estado que halló su expresión en el New Deal norteamericano y en varios otros experimentos llevados a cabo en diferentes países. Lo esencial de la filosofía económica keynesiana consistió en aceptar que los mercados debe ser regulados, al menos hasta cierto punto. Esto llevó a concebir la idea de que el Estado, a través de empresas estatales, podía llegar a desempeñar un papel activo en la economía. Complementariamente, se diseñaron esquemas impositivos progresivos que presionaron sobre las grandes empresas, se amplió el alcance y el espectro de las prestaciones sociales y se tendió a lograr el pleno empleo en el mayor grado posible.

Hay que reconocer que este nuevo modelo, aun con sus altibajos y sus aspectos criticables, funcionó razonablemente bien. El mayor problema para sus diseñadores fue que – haciendo adaptaciones y ajustes que en muchos casos ya lo alejaban sensiblemente del capitalismo liberal – terminó siendo adoptado por corrientes políticas muy escasamente manejables y controlables por parte de los dueños del dinero. De hecho, el de Keynes, a grandes rasgos y desde el punto de vista conceptual, fue el modelo de partida – aunque no el de llegada – para regímenes como el de Hitler en Alemania y el de Mussolini en Italia. Basta pensar en que la Alemania de 1933, completamente endeudada y destruida con un 40% de desocupados, ya en 1936 durante las olimpíadas de Berlín hizo que medio mundo ensayara explicaciones diversas para tratar de interpretar su notable recuperación.

Después de la Segunda Guerra Mundial y en los países capitalistas de Occidente, la ideología keynesiana siguió teniendo su peso. En buena medida gracias a sus criterios se logró el "Estado de Bienestar" y la "Sociedad de Consumo", implementados después de 1945. El período 1945-1975 es el del "Milagro Escandinavo" y el del "Milagro Alemán"; pero también los EE.UU., Canadá y los demás países de Europa Occidental lograron avances económicos importantes. A pesar del marco de un hedonismo materialista casi irrestricto, una inocultable esterilidad cultural y una marcada tergiversación de la política además de la explotación de la periferia de los "subdesarrollados", durante este período es innegable que, al menos en los países de lo que hoy se ha dado en llamar el "Primer Mundo", se expandió la clase media, disminuyeron las diferencias sociales, el poder de la casta de los económicamente muy poderosos también disminuyó en alguna medida y, por lo menos en ese "primer mundo", la miseria extrema quedó reducida a márgenes notablemente reducidos.

Ése es el "Occidente Capitalista" que millones de europeos y norteamericanos hoy añoran con nostalgia; por supuesto que recordando sus beneficios y olvidando piadosamente sus falencias. Pero, con todo, hay que reconocer que la plutocracia de aquella época percibió que resultaba conveniente ponerle algún límite al hambre de ganancias tan esencial al capitalismo, aunque más no fuese para garantizar el normal funcionamiento de la sociedad, lograr una tranquilidad social superando las tensiones sociales y evitando los grandes desbordes.

Obviamente el marco de la guerra fría, las inestabilidades políticas con sus efervescencias revolucionarias y los riesgos inherentes a la coyuntura influyeron mucho en esto, pero por lo menos existió cierto marco teórico que lo justificaba en alguna medida.

El "neoliberalismo"

Sin embargo, el mundo estaba destinado a cambiar. Ya en 1960, siendo asesor de la campaña presidencial de John F. Kennedy, Zbigniew Brzezinski previó el estancamiento definitivo de la URSS, su posible ruptura a lo largo de líneas etnoculturales, y una posible y progresiva "convergencia" entre capitalismo y comunismo. A partir de allí y durante la década siguiente, los principales analistas de los grandes "think tanks" que elaboran las estrategias alternativas para la plutocracia comenzaron a trabajar sobre modelos de "integración" que permitiesen expandir el sistema capitalista a una escala global extendiendo su dominio hacia las áreas que resultarían del previsible colapso soviético.

Así las cosas, a mediados de los 1970 Friedrich Hayek (1899-1992), Milton Friedman (1912-2006) y la llamada Escuela de Chicago lograron destilar las bases del sistema económico más perverso que ha conocido la humanidad hasta el día de hoy: el neoliberalismo. Lo primero que cabría apuntar sobre esto es que no se termina de comprender demasiado por qué a esta corriente se le adjudicó el prefijo de "neo". Porque, en realidad y en esencia, no significó sino un retorno al viejo liberalismo original del Siglo XIX con sus teorías sobre la libertad de los mercados y el comercio libre sin fronteras políticas, solo que esta vez potenciado por enormes flujos de dinero y una preeminencia cada vez mayor del capital financiero. Analizado en profundidad, el "neo"-liberalismo del último tercio del Siglo XX y principios del XXI no es sino el viejo liberalismo del Siglo XIX llevado hasta sus últimas consecuencias y expandido hasta sus máximas posibilidades en una extensión global con aprovechamiento de las posibilidades financieras y sobre todo tecnológicas de las últimas décadas.

Según esta concepción, la política es la adversaria – cuando no la enemiga declarada – de la economía. Los Estados-Nación soberanos son un obstáculo al desarrollo económico según el apotegma de que "el Estado es mal administrador". Las fronteras políticas no tienen sentido porque solamente impiden la libre circulación de los bienes y servicios, siendo que, de cualquier manera, la tecnología informática salta por sobre ellas sin mayores dificultades. En general, toda la política debe estar al servicio de la economía porque ella, y solo ella, constituye el núcleo central de la vida social alrededor del cual gira todo lo demás. "Es la economía, estúpido", según la famosa y bastante ofensiva frase acuñada por el equipo de campaña de Bill Clinton en su campaña presidencial de 1992.

En nombre de esta hegemonía de lo económico, todo se subordina a la "rentabilidad" y a la "competitividad", es decir: todo queda supeditado a las expectativas de lucro del inversor financiero. Con ello se destruye de hecho cualquier consideración por el interés nacional, a pesar de que la expresión siga figurando en los discursos demagógicos. Más todavía, se le niega validez al concepto mismo de "Nación" desmantelándose en la mayor medida posible todas las estructuras sociopolíticas tradicionales: las redes de contención social, el sistema educativo, la salud pública, las obras públicas y los servicios públicos. Todo queda sujeto a las "privatizaciones"; eufemismo por no decir que todo se convierte en un negocio que debe ser rentable por definición, con bienes y prestaciones solamente disponibles para quienes pueden pagarlos.

La debilidad del esquema "neo"-liberal residió precisamente en el elemento que pretendía favorecer: el sector financiero. Para lograr la usurpación, la ocupación y el desmantelamiento de los Estados fue necesario movilizar y hasta crear de la nada enormes masas de dinero; un dinero que – como era de prever – resultó puramente especulativo y creador de "burbujas" que no tardaron en explotar. El resultado está a la vista: desocupación, crisis sociales, crisis económicas y financieras en todas las regiones que adoptaron el sistema, amortiguadas solamente por la anestesia idiotizadora de las grandes masas por medio de escapismos hedonistas y una prédica mediática constante cuyo mayor argumento, aparte de la distorsión sistemática de la realidad, fue la mentira de que no existen alternativas válidas a la hegemonía plutocrática.

Llegamos así al año 2008 y a la mayor crisis del capitalismo en toda su Historia cuyo punto más bajo con alta probabilidad todavía está por venir. De todos modos y sea como fuere una cosa es segura: mientras no abandonemos este sistema destructivo y usurario todos los que estamos de alguna manera sujetos al mismo estamos sentados sobre una bomba de tiempo activada que puede explotar en cualquier momento. Y en esto es completamente intrascendente quien ocupa transitoriamente los cargos meramente formales del ámbito político demoliberal, tanto en nuestro país como en los EE.UU., en Europa o en cualquier parte del mundo globalizado. Los políticos actuales, en su enorme mayoría, o bien son simples teorizantes de utopías inviables, o bien meros gerentes generales dependientes del poder plutocrático real. O bien simples megalómanos que, en muchos casos, son corruptos por añadidura.

El camino de salida

Salir del pozo no será fácil ni rápido.

El "neo"-liberalismo – o bien y digámoslo sin tantas vueltas: el liberalismo a secas – ha tenido demasiado éxito en destruir la esfera humana y los sanos criterios productivos. Ha recurrido durante demasiado tiempo a ajustes salvajes, a presiones tributarias extorsivas y a estupidizar sistemáticamente a enormes masas de seres humanos. Millones y más millones de personas se hallan hoy íntimamente convencidas de que "el Estado es mal administrador" siendo que, lamentablemente, esta convicción se apoya y se refuerza por experiencias históricas concretas que parecerían demostrarlo. Pocos han percibido que el Estado "mal administrador" ha sido siempre el Estado mal organizado y no hay ninguna razón objetiva para afirmar que el Estado será SIEMPRE Y NECESARIAMENTE un mal administrador de aquello que realmente le compete – que es el bien común – con la obvia condición de no invadir esferas de actividad que, o bien no le competen en absoluto, o bien hacen innecesaria su intervención cuando las actividades socioeconómicas existentes cubren perfectamente las necesidades de la sociedad.

Simplemente no es cierto que el Estado no debe intervenir NUNCA en la actividad socioeconómica. Lo único cierto es que no debe pretender USURPARLA haciéndose cargo de la misma en su totalidad, como ha ocurrido con las diferentes variantes del capitalismo de Estado en que terminó desembocando la utopía marxista y tampoco debe intervenir SIEMPRE Y CONSTANTEMENTE en ella, como ha ocurrido en varios países de la periferia capitalista en donde políticos ineptos de diferentes orientaciones e ideologías han insistido en querer dirigir lo que no deben dirigir o bien – lo que es peor – ni siquiera saben dirigir.

Ni el Estado debe adueñarse de la economía, ni la economía debe teledirigir al Estado. La discusión de "estatismo o privatismo", planteada en términos excluyentes, es completamente estéril. Ninguna de las dos alternativas es una panacea. Ninguna de las dos, tomada en sí misma, constituye una solución infalible a prueba de distorsiones graves. Tanto el estatismo como el privatismo tienen sus propios problemas e inconvenientes. Básicamente, el talón de Aquiles del privatismo es la voracidad de lucro; el del estatismo es la corrupción con su secuela de ineficacias e ineficiencias. Aunque, de hecho y si vamos al fondo de la cuestión, el problema en última instancia es la condición humana misma porque tanto la voracidad de lucro como la corrupción nacen de la misma lacra: la codicia. Pero, más allá de la cuestión moral de base, la cuestión política práctica es la de establecer cuál de las dos debilidades inmanentes es la más viable de ser controlada; y en esto no caben demasiadas dudas: mantener bajo control y verificación el lucro es – al menos comparativamente – más practicable que tratar de cambiar un vicio de la condición humana que nos viene de la noche de los tiempos y que en más de 10.000 años de Historia nadie ha conseguido erradicar del todo.

Naturalmente, el punto de partida para una solución política de la cuestión debe partir de la concepción del Estado mismo. En este sentido, es notorio que seguimos manejándonos con conceptualizaciones del Estado que son obsoletas; como que tienen cerca de 200 años de atraso. Tanto la visión liberal como la marxista del Estado, constituyen herencias que venimos arrastrando desde el Siglo XIX. Ya sería hora de "aggiornar" esos conceptos y entender de una vez por todas que el Estado, como institución, tiene tres funciones básicas: la de SINTETIZAR los conflictos, la de PLANIFICAR el futuro y la de CONDUCIR esa planificación dentro del marco de una armonía social lograda a través de la síntesis de fuerzas y tendencias divergentes y a veces hasta contrapuestas.

Ninguna sociedad puede funcionar desgarrada por conflictos internos; ninguna sociedad puede funcionar sin una visión y misión de futuro; y ningún grupo humano grande o pequeño ha funcionado jamás sin liderazgos y sin conducción. Si no entendemos y aceptamos eso, jamás tendremos un Estado eficaz; y sin un Estado eficaz, jamás tendremos una sociedad bien organizada.

Y sin una sociedad bien organizada jamás tendremos ni justicia social, ni paz social, ni desarrollo sustentable, ni seguridad, ni estabilidad, ni ninguna de todas esas cosas que hoy constituyen el reclamo unánime – y cada vez más ruidoso – de millones y más millones de "indignados" y desconformes.

El repiqueteo de cacerolas no cambiará la actual situación. Las protestas sin propuestas, o con propuestas inviables, tampoco lo harán.

Pero un Estado bien constituido, concentrado en sus reales funciones esenciales, dirigido por personas capaces y verdaderamente comprometidas, puede lograrlo.

En realidad, es el único que lo puede lograr.


Los Marioneteros por Denes Martos

Desde hace ya muchos años la dictadura mediática ha logrado imponer la idea de que todo aquél que cuestiona el actual sistema imperante o bien se halla impulsado por el odio o, en su defecto, es un delirante que padece de conspiranoia. A veces esto se refleja en la cínica admisión de que el sistema "será malo pero es el menos malo de todos los demás". Otras veces directamente llueven los epítetos de nazifascismo y las acusaciones de malevolencia contra cualquiera que ponga seriamente en duda el dogma oficial.

Sin embargo, tal como lo señala Kenneth Rogoff, "las economías capitalistas han sido espectacularmente eficientes en hacer posible un creciente consumo de bienes privados, al menos considerando el largo plazo. Pero cuando se trata de bienes públicos – tales como educación, medioambiente, salud pública e igualdad de oportunidades – la lista de logros no es ni por lejos tan impresionante y los obstáculos políticos puestos al mejoramiento parecen haber aumentado a medida en que han ido madurando las economías capitalistas."

Quienes todavía analizan nuestro mundo desde la óptica del Siglo XX aún piensan en términos de un "bienestar" traducido en automóviles, televisores, heladeras, electrodomésticos varios y eventualmente vacaciones, espectáculos o, incluso y dado el mejor de los casos, viviendas. No se trata, por supuesto, de que estas cosas son superfluas. Todo lo contrario. Pero, gracias a la tecnología disponible, su producción está resuelta; su fabricación o construcción no presenta dificultades y, en todo caso, lo que puede seguir siendo una cuestión a resolver es su justa distribución de acuerdo al mérito de cada cual.

Uno de los desafíos que plantea el Siglo XXI, sin embargo, no se relaciona con los bienes y servicios personales de consumo. Lo que estará (y ya está) en fuerte discusión es todo lo relacionado con bienes sociales tales como la educación, la salud pública, el medioambiente, la seguridad, la justicia social o el nivel de vida y bienestar de los ancianos jubilados. ¿Y por qué hay que concentrarse en esto? Pues porque ya en los países del "primer mundo" los mayores peligros no provienen de la carencia de bienes privados sino de la insuficiencia de los bienes sociales desde el momento en que el capitalismo no se ha destacado precisamente por su eficacia en producirlos y ofrecerlos.

¿Cómo se las arreglará el capitalismo para eliminar la enorme brecha entre los muy pobres y los muy ricos; cómo manejará el envejecimiento de la población; qué hará respecto del espacio cada vez más amplio ocupado por los alimentos genéticamente manipulados si al final resulta que – al menos algunos de ellos – no son tan inocuos como se supone? ¿Qué hará el capitalismo para resolver los problemas planteados por la soledad con hacinamiento? ¿Que hará respecto de la mala alimentación, las enfermedades relacionadas con el metabolismo, el estrés y la angustia? Sobre todo ¿cómo hará el capitalismo para organizar de modo aceptable el trabajo, el pleno empleo, la posibilidad para que todos se ganen la vida con una ocupación honesta?

Son todas preguntas abiertas que el futuro contestará, pero el capitalismo tendría que cambiar mucho para hallar las respuestas adecuadas. Y tendría que cambiar sustancialmente porque uno de los supuestos básicos de su doctrina económica es el homo oeconomicus; un ser ideal y abstracto del cual se supone que siempre percibe perfectamente sus propios intereses y los defiende contra viento y marea. Para colmo, según la ideología aceptada, esto incluso estaría muy bien porque el mundo construido sobre la base de la lucha de estos "egoísmos individuales" sería el mejor de los mundos posibles. Un mundo guiado por la "mano invisible" del mercado que se encargaría de producir lo demandado y hacerlo llegar a quienes lo demandan.

Es lo que figura en los manuales de enseñanza del liberalismo. Lástima que en la realidad las cosas suceden de un modo bastante diferente. Por de pronto, ¿cómo surge en absoluto este "individuo egoísta"? Pues, para hacerlo aparecer sobre esta tierra, en todos los millones de casos normales tuvo que existir al menos una madre generosa que no solamente lo trajo al mundo sino que invirtió una enorme cantidad de energía material, física y sobre todo una inmensa cantidad de amor para que su pequeño hijo o hija creciera y se desarrollara en forma armónica. Y no necesitaríamos una gran investigación para descubrir que, además de mamá y papá, muchas otras personas – amigos, maestros, profesores, parientes, conocidos, amantes, cuidadores – contribuyeron con cariño y una nada despreciable dosis de desinterés para que nuestro niño pueda comenzar su carrera como ese "individuo egoísta" que supone el liberalismo.

Pero, si nuestro niño solo pudo convertirse exitosamente en "individuo egoísta" gracias al apoyo brindado por el cariño solidario de su entorno social, ¿cómo contabilizaríamos económicamente ese cariño solidario sin el cual nuestro individuo no solo no podría ser egoísta sino que ni siquiera podría existir por la simple razón de que muy probablemente ni habría venido al mundo en primer lugar? Porque, según el criterio vigente, deberíamos contabilizarlo ya que representa algo así como la "inversión" necesaria para "producir" al homo oeconomicus.

No nos hagamos ilusiones. Sin el aporte constante del cariño personal y social, todo el edificio de la economía guiada por la "mano invisible" del mercado colapsaría como un castillo de naipes. Hasta me atrevería llegar al extremo de afirmar que ni siquiera hubiera podido surgir.

Toda la lógica existencial de la actual economía política se basa sobre un funesto error. O quizás, siendo tan solo un poco malévolos, podríamos decir que se sustenta merced a un engaño deliberado. Con lo que surge de modo necesario la pregunta de quiénes son los que provocan este engaño. ¿Serán acaso los profesores de economía, o los economistas en general, que legitiman todos los días una cosmovisión completamente contraria a los requerimientos del Bien Común? ¿Es posible que sean tan ignorantes que no saben lo que hacen; o bien tan cínicos que – a pesar de estar perfectamente al tanto de la situación real – siguen brindando argumentos en favor del modelo por conveniencias personales, propias de "individuos egoístas"?

Puede haber bastante de eso en muchos casos, pero no creo que sea lo esencial. Los profesionales de la economía capitalista son solamente peones sobre el tablero de ajedrez del liberalismo en general. Al igual que los políticos aceptados por el sistema, son marionetas cuyos hilos manejan otros detrás de bambalinas. Precisamente por eso lo que realmente importa no es discutir con los economistas y los políticos profesionales. Lo realmente importante es descubrir a los marioneteros que mueven los hilos de la economía mundial y de la política mundial para comprender por qué lo hacen y cómo lo hacen.

Convengamos en que no es fácil hacerlo. No lo es en primer lugar porque esa "mano invisible" que "naturalmente" equilibraría al mercado puede ser una mera entelequia, pero los hilos de quienes mueven los acontecimientos mundiales son realmente invisibles para la gran mayoría. Y en gran medida son invisibles porque la dictadura mediática ha conseguido convencer a muchos de que no hay otra alternativa posible y de que todo aquél que critica al actual sistema, o bien fomenta el odio antidemocrático, o bien fabrica gratuitamente teorías conspirativas absurdas. Por supuesto que todo ello con la peor de las intenciones.

Sin embargo, no es imposible descubrir la mano de los marioneteros. Basta con seguir la pista del dinero. Una economía global basada en el dinero y dependiente del dinero necesariamente otorga una enorme cantidad de poder a quien consigue acumular la suficiente masa crítica de dinero como para convertirlo en herramienta de poder político.

Por consiguiente, el mayor problema no son los pequeños oligarcas locales muy ricos como equivocadamente sigue sosteniendo cierta izquierda atascada en el esquema de la lucha de clases. Sobre todo en países como la Argentina en dónde el dinero de la política proviene en su enorme mayor parte de plata robada al Estado.

El mayor problema son los plutócratas internacionales que tienen tanto dinero que su masa acumulada ya no funciona como dinero.

Funciona como poder.

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