Edward Gibbon

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Edward Gibbon

Edward Emily Gibbon (8 de mayo de 1737 - 16 de enero de 1794) fue un historiador británico, considerado como el primer historiador moderno, y uno de los historiadores más influyentes de todos los tiempos.

Su obra magna Historia de la decadencia y caída del Imperio romano (en inglés: "The History of the Decline and Fall of the Roman Empire"), publicada entre 1776 y 1788, está considerada como uno de los mayores logros, no sólo historiográficos, sino también literarios del siglo XVIII, y como uno de los libros de historia más rigurosos e influyentes de todos los tiempos. Su influencia perdura hasta hoy en día, no sólo para comprender las bases historiográficas sobre este tema, sino también como sólido hito metodológico en el estudio histórico.

Metodología y aporte a la historiografía

En general, Gibbon es extremadamente riguroso, escéptico y detallado, aunque a veces se da a elucubraciones de cuestionable validez, como por ejemplo su identificación de San Jorge con el prelado Jorge de Capadocia.

Las fuentes de las que Gibbon hace uso demuestran un dominio magistral de la literatura del Bajo Imperio Romano,​ que incluyen desde las crónicas moralistas hasta documentos que datan de la época imperial, e incluso, por primera vez en un historiador, monedas para valorar la importancia y las políticas de ciertos emperadores. El detalle y la cautela con las que las trata, valorando la importancia de cada documento en su contexto, señalan a Gibbon como el primer historiador moderno. Además, fue uno de los primeros en emplear la numismática como manera de datar reinados, sobre todo durante la Crisis del siglo III.

Gibbon trató de extender el rigor con el que abordó la caída del Imperio de Occidente y sus fuentes a la historia del Imperio Bizantino. Por ejemplo, persiste constantemente en su insistencia en contrastar fuentes y en valorarlas.​ Sin embargo, en la segunda parte de su obra Gibbon ve sometido a considerables limitaciones. Por un lado, no manejaba con igual comodidad las fuentes griegas y bizantinas, y no tuvo acceso directo a muchas de ellas, dependiendo de traducciones o resúmenes. Los estudios bizantinos de su época estaban muy poco avanzados, y Gibbon no tenía acceso a una genealogía de las distintas fuentes de las que dependían grandes crónicas bizantinas como las de Teófanes y Jorge Sincelo, Constantino Porfirogéneta, o Juan Cantacuceno. Así, mientras que al estudiar el Bajo Imperio Gibbon podía recurrir a una extensa literatura secundaria dedicada a investigar a fondo en el origen de muchas de las afirmaciones de cronistas posteriores (por ejemplo, las obra de Tillemont), al abordar la historia de Bizancio se ve a menudo obligado a aceptar la narrativa de cronistas e historiadores bizantinos, típicamente centrada en intrigas cortesanas o en disputas teológicas. Más aún, con frecuencia Gibbon depende de estudios secundarios recientes, sobre todo en lo concerniente a la historia de los pueblos vecinos al propio Imperio Bizantino. Su biografía de Mahoma y muchos de los datos concernientes a la Arabia pre-islámica, por ejemplo, está tomada casi íntegramente de la obra del orientalista Edward Pococke (1604-1691).

El mayor mérito de Gibbon, empero, no se centra en sus tesis decadentistas, sino en cómo aborda el estudio del período, en cómo maneja las fuentes históricas, y en cómo no se conforma con recoger aquello que cada una de éstas relata, sino que lo hilvana y contextualiza tratando de ofrecer una imagen global de cada período histórico. Así, Gibbon supo comprender el importante papel de los hechos en la Historia, y supo ordenarlos y valorarlos, realizando la primera historia moderna, y por ello su importancia y la fuerza con que ha calado en toda la historiografía posterior.[1]

Tesis

La cuestión inicial de su obra será las causas de la caída del Imperio romano, y el tema central, quizá por la relevancia histórica del mismo, será el ascenso y desarrollo del cristianismo.

Causas de la caída del Imperio romano

Gibbon plantea principalmente una teoría decadentista, en el sentido de que ve como causas primeras de la caída del Imperio a problemas endógenos: la decadencia cívica de Roma. Sin embargo, su explicación es también decaísta, en el sentido de que ve como causa final de la caída de Roma a problemas exógenos: las invasiones bárbaras.

Según Gibbon, la decadencia de Roma emerge de la propia sociedad romana, incapaz de mantener las virtudes públicas que habían propiciado el auge romano durante la República. Gibbon describe una sociedad con un marcado desinterés por los asuntos públicos, algo que él achaca en primera instancia a la propia constitución del régimen imperial, que limitó la libertad de acción política y que disuadía cualquier intento de oponerse a los intereses del emperador.

Pérdida de las virtudes cívicas

Según Gibbon, el Imperio romano sucumbió a las invasiones bárbaras principalmente debido a la pérdida de las virtudes cívicas tradicionales romanas por parte de sus ciudadanos. Los romanos se habrían vuelto débiles y apáticos, delegando la tarea de defender el Imperio en mercenarios bárbaros que se hicieron tan numerosos y arraigados en el Imperio y sus estructuras que fueron capaces de tomarlo al fin. Según Gibbon, tras la caída de la República los romanos habían progresivamente perdido el deseo de vivir una vida militar, más dura y "viril", al modo de sus antepasados. Ello habría llevado al abandono progresivo de sus libertades a favor de la tiranía de los emperadores, y habría conducido a la degeneración del ejército romano y de la guardia pretoriana. De hecho, Gibbon ve como primer catalizador de la decadencia del imperio a la propia Guardia Pretoriana, que, instituida como una clase especial y privilegiada de soldados acampada en la propia Roma, no cesó de interferir en la administración del poder. Ofrece continuos ejemplos de la injerencia de esta guardia, que él llamó "las huestes pretorianas", cuya "furia licenciosa fue el primer síntoma y causa primera de la decadencia del Imperio romano", poniendo de manifiesto los calamitosos resultados de dicha injerencia que, al incluir varios asesinatos de emperadores y demandas continuas de mejores soldadas que el erario no podía sobrellevar, habrían desestabilizado al Imperio durante el siglo III.

La decadencia cívica se ve acompañada de la creciente influencia militar en el gobierno del imperio. A partir del ascenso de Septimio Severo al trono, Gibbon retrata como los emperadores comenzaron a depender cada vez más abiertamente del apoyo de las legiones y de la guardia pretoriana para establecer su poder, hasta que tras el asesinato de Alejandro Severo las legiones usurparon completamente la potestad de nombrar emperadores del Senado romano. La creciente interferencia militar en el gobierno del Imperio condujo según Gibbon a un desplazamiento de las élites romanas, con un Senado débil, desprestigiado y sometido a continuas purgas políticas, inestabilidad, y a todo tipo de cargas financieras durante la Crisis del Siglo III. Esto convirtió la participación en los asuntos públicos en algo tremendamente arriesgado para la seguridad personal de senadores y magistrados, cuya influencia decayó a favor de militares y señores de la guerra; de hecho, según Gibbon muchos de los estadistas y emperadores del siglo III provenían de familias de "oscuros orígenes." Para el reinado de Diocleciano, el desprestigio de las élites romanas es tal que el emperador abandona toda pretensión de ser un agente del Senado, desplaza la capital política del imperio de la ciudad de Roma, e instaura un régimen caracterizado por el "lujo asiático" y el absolutismo del poder del emperador. El resultado fue una sociedad civil "servil" e interesada sobre todo en obtener los favores del poder, sin ninguna altura de miras ni ímpetu por mejorar el estado.

El cristianismo como causa

Al abundar en las causas de esta decadencia cívica, Gibbon encuentra como culpable al cristianismo, que según él, predicaba un modo de vida incompatible con el sostenimiento del Imperio. Argumenta que con el auge del cristianismo surgió la creencia en una existencia mejor tras la muerte, lo que fomentó una mayor indiferencia y apatía hacia la vida terrenal y política entre los ciudadanos romanos, haciendo que desapareciera su deseo de sacrificarse por el Imperio. El pacifismo cristiano habría acabado con el espíritu marcial que había dominado la sociedad romana, y la intolerancia de los cristianos para consigo mismos y para con los demás habría sido una fuente continua de inestabilidad.

El cristianismo, más interesado en perpetuar su propia influencia y en combatir sus propias controversias doctrinarias que en el bienestar del estado, promovía abiertamente el desinterés de sus creyentes por las armas y los asuntos terrenales a favor de las promesas de la salvación del alma. Ello desembocó en las crecientes dificultades del Imperio para reclutar soldados entre sus propios ciudadanos, lo que lo obligó a depender cada vez más de auxiliares bárbaros de escasa lealtad o de reclutamientos forzosos, todo lo cual tuvo un grandísimo coste para las finanzas públicas.

Gibbon, como muchos otros intelectuales ilustrados, veía la Edad Media como una edad oscura llena de superstición conducida por el clero, y creía que no había sido hasta la Edad de la Razón cuando la humanidad pudo recobrar el progreso comenzado en la Edad Antigua. Curiosamente, al plantear el pacifismo cristiano y su desinterés por la vida terrena, Gibbon y sus coetáneos se estaban haciendo eco de los textos de la apologética cristiana de los siglos III-V EC., en la que tales puntos de vista son muy frecuentemente justificados y ensalzados: es común hallar apólogos cristianos de la época en los que se compara el "belicismo y la violencia" de los romanos paganos con el "pacifismo y la virtud" de los cristianos mártires.

Igualmente, Gibbon critica las reformas administrativas y las políticas militares de Constantino y sus sucesores. Alarmados por los continuos alzamientos militares y el poderío de las legiones durante el siglo III, los emperadores tardíos decidieron debilitar las legiones fraccionándolas, reduciendo el número de efectivos y limitando la profesionalización del ejército al relajar la disciplina militar. Aunque estas políticas redujeron el número de revueltas militares que habían desestabilizado el imperio durante el siglo III y moderaron la influencia de la casta militar, Gibbon defiende que a medio plazo debilitaron militarmente al Imperio, y que propiciaron el colapso militar del mismo frente a las tribus germánicas. Las reformas administrativas de Diocleciano y de Constantino reorganizaron el Imperio, dividiéndolo entre varios soberanos, cercenando las provincias en varias diócesis más pequeñas, y aboliendo las antiguas magistraturas romanas a favor de una gran cantidad de cargos burocráticos intermedios nombrados directamente por las distintas cortes imperiales, cuyo número se cuadruplicó durante la Tetrarquía.

Gibbon discute el establecimiento una burocracia mucho más extensa y corrupta, puesto que cada gobernador provincial fue dotado con una auténtica corte y numerosos cargos y sinecuras, a la que Constantino añadió además los cargos eclesiásticos. Estas reformas fueron muy onerosas para las provincias y conllevaron un incremento excesivo del gasto público; a fin de sufragar los crecientes gastos del estado, se aprobaron nuevos impuestos agrícolas, comerciales y de capitación que contribuyeron a la despoblación del campo y el empobrecimiento de las ciudades. Igualmente, con una corte sometida a los designios de favoritos, arribistas y eunucos, se generalizó la corrupción por todo el Imperio.

Todo ello habría llevado al gradual abandono de los asuntos públicos y militares, y con el Imperio sometido a continuas invasiones bárbaras, éstas habrían acabado por llevar al Imperio de Occidente a su colapso. Gibbon defiende que así como el imperio de Oriente albergaba las provincias más ricas y pobladas del Imperio y a lo largo del siglo v estuvo gobernado por emperadores relativamente capaces que consiguieron salvaguardar sus fronteras frente las invasiones bárbaras y de los persas, el imperio de Occidente a partir de la muerte de Teodosio estuvo gobernado por una serie de emperadores débiles e incapaces de fortalecer el estado, más centrados en perpetuar su propio poder en el trono que en defender sus dominios, y que disponía de menos recursos para su propia defensa que Oriente.

Causas del ascenso del cristianismo

Gibbon también se propone a responder a por qué el cristianismo se impuso en Roma. La respuesta obvia que le hubieran dado en su época es porque se trata de la doctrina verdadera. Gibbon, aunque agnóstico confeso, no discute esta causa, sino que la ignora y analiza las causas verdaderas, que son, según él:

  • La intolerancia de los cristianos, que están convencidos de que su religión era la verdadera.
  • El cristianismo tiene como ventaja que es una doctrina proselitista, no como el judaísmo, que es cerrada.
  • La promesa en una vida futura.
  • La creencia en los supuestos milagros de la Iglesia Primitiva.
  • La moral austera.
  • La unión del cristianismo y el gobierno.

Críticas

La teoría de Gibbon no fue completamente novedosa. Una tesis decadentista-social (pérdida de la virtud cívica) de este tipo puede hallarse ya en las obras de Montesquieu y de Bossuet, y estaba bastante aceptada en la época. Sin embargo, Gibbon por primera vez incluye al cristianismo dentro de la tesis decadentista, lo que causó gran polémica. Irónicamente, la polémica en torno a sus críticas al cristianismo no se debió tanto al hecho de que atribuyó al mismo parte de la responsabilidad de la caída de Roma: sino a sus críticas al martirio cristiano (cuya verosimilitud histórica cuestionó), a su visión negativa del emperador Constantino y, sobre todo, a su negativa a reconocer como totalmente verídicos los datos que los apologistas cristianos ofrecían respecto al cristianismo primitivo (son famosas sus críticas a Eusebio de Cesarea, al que se dice que denostó en privado llamándolo "el peor historiador de la Historia").

En el tercer volumen de a cuatro, en los capítulos XV y XVI, Gibbon estudia el surgimiento del cristianismo y su establecimiento como principal religión del Imperio, pero lo hará criticando la historia oficial de la Iglesia católica, en especial uno de sus principales símbolos, a saber, el martirio cristiano, al que llama mito interesado. Para Gibbon, los escritos de la Iglesia pasarían a ser fuentes secundarias y extremadamente parciales, las cuales despreciaría frente a las fuentes primarias del período que estaba estudiando (por esa razón es que a Gibbon se le considera como el primer historiador moderno). Además, aparte de reducir el martirio durante las persecuciones cristianas a su justo tamaño, en dichos capítulos Gibbon expone su teoría en virtud de la cual la caída de Roma bien puede achacársele, al menos en parte, al advenimiento del cristianismo.

Tras su publicación, salieron a la luz numerosos tratados criticando la obra, y Gibbon se vio forzado a defender su trabajo con réplicas. La presión social a la que se vio sometido lo obligó a acabar los siguientes volúmenes en Lausana, donde podía trabajar en soledad. Los ataques más virulentos se centraron en el tratamiento que hacía del cristianismo; y por ello, su obra fue incluida en el Índice de Libros Prohibidos de la Iglesia católica.

Aunque en la actualidad, y por ciertas causas, se tiende a ignorar al cristianismo como factor que influyó en la decadencia y caída, dando mayor prioridad a los económicos y militares, la tesis de Gibbon poco a poco va resurgiendo y recuperando su vigor a medida que la oscuridad en la que su obra se ha intentado envolver se va disipando conforme a la observación del panorama histórico de todas las épocas como un todo.

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Referencias

  1. "Gibbon’s Contribution to historical Method", en: Historia, 1954, 458-460