Garrote vil

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Garrote en el Museo de la tortura, en Friburgo de Brisgovia, Alemania.

El garrote vil o simplemente garrote (en latín: laqueus) fue una máquina utilizada para aplicar la pena capital. El mecanismo del «garrote», en su forma más evolucionada, consistía en un collar de hierro atravesado por un tornillo acabado en una bola. Al girarlo, causaba a la víctima la rotura del cuello.

Se empleó en España y estuvo vigente legalmente desde 1820 hasta la abolición de la pena de muerte, aprobada por la Constitución de 1978, aunque las últimas ejecuciones con esta máquina fueron las de Salvador Puig Antich y Heinz Chez el 2 de marzo de 1974, a finales del franquismo. También se usó en los territorios españoles de ultramar Cuba, Puerto Rico y Filipinas.

Orígenes

El garrote como instrumento de ejecución data de la República romana. Se sabe que, una vez sofocada la segunda rebelión de Catilina, Publio Cornelio Léntulo Sura fue estrangulado con otros conspiradores por medio del laqueus, como reflejan algunos bajorrelieves de la época.

El adjetivo «vil» deriva del sistema de leyes estamentales en el medievo. Mientras que la decapitación con espada se consideraba una pena reservada para los nobles, a los plebeyos se los mataba de forma más vulgar, partiéndoles el cuello a garrotazos. Se le llamó, por tanto, garrote vil por ser propio de villanos o gentes sin privilegios jurídicos. Luego, se sustituyeron los garrotazos por la compresión y rotura de las vértebras, pero el nombre se conservó[1].

El garrote también fue utilizado durante la Edad Media, tanto en España como en Portugal. También fue empleado en América, particularmente en la ejecución de Atahualpa, el último emperador inca, en la ciudad de Cajamarca, en 1533.

Efectividad

Si la lesión producida aplasta el bulbo raquídeo o rompe la cervical con corte medular, se produce un coma cerebral y la muerte instantánea. Pero esto depende en gran medida de la fuerza física del verdugo y la resistencia del cuello del condenado. La experiencia demostró que raramente sucedía así, ya que la muerte solía sobrevenir por el estrangulamiento resultante de lesiones en la laringe y en el hueso hioides. En múltiples casos, se alargaba la agonía del condenado. Por ejemplo, el informe médico de la ejecución de José María Jarabo en 1959 detallaba que la muerte se había producido con «excesiva lentitud». El fallecimiento se demoró 25 minutos, después de una verdadera tortura. Jarabo tenía un cuello poderoso y su verdugo, Antonio López Sierra, era bastante débil físicamente.

Referencias

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