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Imperio británico
El imperio británico comprendió los dominios, colonias, protectorados y otros territorios gobernados o administrados por el Reino Unido entre los siglos XVI y XX.
Durante las primeras décadas del siglo XX, el Imperio británico abarcaba una población de cerca de 528 millones de personas y unos 33.670.000 km², lo que significaba aproximadamente una cuarta parte de la población mundial y una quinta parte de las tierras emergidas.
El pico propiamente dicho se desarrolló durante unos 100 años (el llamado siglo imperial desarrollado entre 1815 y 1914), a través de una serie de fases de expansión relacionadas con el comercio, la colonización y la conquista, además de períodos de actividad diplomática. Probablemente, el punto de máximo auge imperial puede situarse entre 1890 y 1920.
El Imperio facilitó la extensión de la tecnología, el comercio, el idioma y el gobierno británicos por todo el mundo. La hegemonía imperial contribuyó al espectacular crecimiento económico de Gran Bretaña y al peso de sus intereses en el escenario mundial.
El primero en utilizar la expresión "Imperio británico" fue el doctor John Dee, astrólogo, alquimista y matemático de la reina Isabel I de Inglaterra, 1558-1603.
Oliver Cromwell y la traición a Inglaterra
En 1649, recién terminada la Guerra de los Treinta Años, hubo una revolución cultural en Inglaterra que sentaría las bases para el futuro imperio comercial y financiero de la "City de Londres", mismo que será erróneamente confundido en adelante con el concepto de "Imperio Británico". El militar Oliver Cromwell, al frente de una extraña coalición que incluía al Parlamento inglés, a una facción militar, a diversas sectas protestantes, a la burguesía comercial urbana y a un grupo de diez mil hombres en Londres, dio un golpe de Estado, decapitó al rey (algo insólito en la Europa del Antiguo Régimen, donde el rey era visto como una figura folklórica, paternal y protectora), se impuso como dictador y proclamó la República de Inglaterra, Irlanda y Escocia, a la que llamó la Mancomunidad de Inglaterra.
Cromwell, fundamentalista puritano ―es decir, calvinista de la rama inglesa― que creía firmemente estar guiado por Dios, estuvo financiado por poderosos judíos de Ámsterdam, descendientes de sefarditas expulsados de España y Portugal, tales como el rabino cabalista Manoel Dias Soeiro (mejor conocido por su nombre hebreo Menasseh ben Israel), Antonio Ferdández Carvajal (Moses Carvajal), Abraham Coen Gonsales entre otros. Estos círculos financieros de Ámsterdam consiguieron que Cromwell permitiese a los judíos, expulsados en 1290, volver a Inglaterra. Parece claro que el objetivo de la camarilla judía de Ámsterdam era tomar el control del Gobierno y de la economía de Inglaterra, en la que veían una vasta fuerza de trabajo y potencial económico. Aquí es donde se debería buscar el motivo del crecimiento de Inglaterra a costa de la decadencia de Holanda: en las camarillas financieras que decidieron retirar su capital de Ámsterdam y utilizarlo para invertir en Londres. Muchos de estos judíos fueron responsables de la Leyenda negra española e incluso inventarían que las perdidas diez tribus de Israel se hallaban en los Andes, con la esperanza de que Inglaterra u Holanda intervendrían para desestabilizar al Imperio Español y obtener una cabeza de puente en el litoral pacífico de América, preferiblemente en Chile o Ecuador. Los judíos de Ámsterdam, esta vez encabezados por Solomon Medina (el primer judío de la historia ordenado caballero en Inglaterra), volverían a colocar a un agente suyo en Londres en 1689: Guillermo III de Orange.
Cromwell mostró un escaso respeto hacia las tradiciones del país, destruyó gran cantidad de patrimonio artístico ("idolatría"), arremetió contra las tradiciones folklóricas del pueblo (paganismo, "brujería"), persiguió sin piedad a los católicos y llevó el terrorismo de Estado a Irlanda, de donde mandó a muchos habitantes como esclavos a las colonias penales de Barbados y Bermuda. Irlanda le debe a Cromwell la pérdida de un tercio de su población. En contraste, los judíos fueron bien tratados bajo su gobierno y se les permitió reasentarse en Inglaterra. El mandato de Cromwell marca la definitiva ruptura de Inglaterra para con el viejo orden, convirtiéndose en un pragmático y desalmado imperio comercial, ya libre de la influencia geobloqueante que sobre ella ejercía la católica Irlanda. La "vieja Inglaterra" folklórica, rural, de herencia céltica, romana, anglosajona, vikinga, normanda y netamente europea, quedó tocada de muerte. Sobre sus ruinas se alzó la Inglaterra talasocrática, comercial, industrial, burguesa, financiera, atlantista, urbana, conspiradora e imperialista, cuyos tentáculos no tardarían en extenderse por el mundo entero, incluyendo Sudáfrica.