Ricardo Curutchet

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Ricardo Curutchet
"Hay que impetrar a Dios por la Patria"

Ricardo Federico Curutchet Oromí (6 de marzo de 1917, Buenos Aires, Argentina - 3 de julio de 1996, Buenos Aires, Argentina) fue un publicista y analista político argentino. Dirigió a las revistas Azul y Blanco y Cabildo, las cuales fueron fundamentales para la difusión del nacionalismo católico en la Argentina.

Biografía

Curutchet era, por vía materna, tataranieto de Cornelio Saavedra.

Comenzó su militancia en el nacionalismo argentino siendo muy joven, ya que -apadrinado por Juan E. Carulla- fundó y dirigió a la Acción Nacionalista de Estudiantes Secundarios (ANDES) en 1933 mientras asistía al Colegio del Salvador.

Se formó como abogado en la Universidad de Buenos Aires, militando por esos años en la agrupación Restauración que dirigía Alfredo Villegas Oromí y aproximándose luego al grupo de intelectuales nacionalistas que creó la revista Nueva Política. Frecuentó también los Cursos de Cultura Católica donde conoció a Julio Meinvielle, quien sería una de las mayores influencias intelectuales y espirituales en su vida.

Curutchet hizo una larga carrera como empleado del área de asuntos legales de la Municipalidad de Buenos Aires.

Durante los años en los que gobernó Juan Domingo Perón escribió para la revista Esto Es, donde hizo crítica cultural y promovió el revisionismo histórico con el objetivo de honrar la identidad hispánica y católica de la Argentina.

Cuando se desencadenó el conflicto entre el peronismo y el catolicismo Curutchet se unió a los grupos de conspiradores que finalmente derrocaron al caudillo en septiembre de 1955. Ocupó luego por un breve tiempo un cargo en la Secretaría de Prensa y Actividades Culturales de Casa Rosada que encabezaba Juan Carlos Goyeneche mientras Eduardo Lonardi presidió al país.

Durante las décadas siguientes se abocó al combate metapolítico editando en compañía de Santiago Díaz Vieyra las publicaciones Azul y Blanco, Tiempo Político y Cabildo. Allí creó espacios de trasvasamiento generacional que le permitieron emerger como los nuevos referentes del nacionalismo argentino a jóvenes como Luis María Bandieri, Enrique Graci Susini, Vicente Massot, Augusto Padilla, Roberto Raffaelli, Bernardino Montejano, Víctor Beitía y los hermanos Mario Caponnetto y Antonio Caponnetto. Fue también uno de los fundadores del Círculo del Plata en 1969 e integró la Comisión de Defensa de la Fe de Siempre en 1975.

Su actuación política fue asimismo intensa: militó en el Partido Azul y Blanco, organizó a la Junta Coordinadora del Nacionalismo, formó parte del Movimiento Unificado Nacionalista Argentino, y fundó y dirigió a la Liga de la Restauración Argentina, la cual hacia 1981 se transformó en el Movimiento Nacionalista de Restauración, agrupación mediante la cual intentó crear una amplia red de contactos con hombres y mujeres de pensamiento nacional distribuidos a lo largo y ancho del país.

Su actividad orientada a impulsar el Reinado Social de Cristo en el mundo le granjeó toda clase de enemigos. Por ese motivo fue encarcelado varias veces por orden de diversos gobiernos y amenazado de muerte por los mismos terroristas que habían asesinado a Carlos Sacheri y a Jordán B. Genta -situación que lo obligó a exiliarse durante unos meses en Uruguay.

Artículos

A diez años de su muerte

(Semblanza de Curutchet escrita por Antonio Caponnetto y publicada en el número 57 de la Revista Cabildo, correspondiente al mes de julio de 2006)

Hace diez años, en la medianoche del 3 de julio de 1996, murió en su hogar, junto a los suyos, Ricardo Curutchet. Lo sabía y se preparó al tránsito con las mejores armas del cristiano. También lo sabíamos nosotros, pero advertimos ahora que no estábamos del todo preparados para el dolor de su ausencia. No será posible olvidarlo y más difícil aún será reemplazar su figura.

Era señor de estilo irrepetible: caballeresco sin afectaciones, reflexivo sin poses doctorales, humorista sin asomo de vulgaridad; llano y humilde sin falsas modestias, pronto para la justificada ira, mas no colérico; un memorioso sin anacronismos y enteramente veraz en el decir y en el obrar, debido a lo cual perturbaba con frecuencia a los estrategas de la simulación o del cálculo.

Señor de estilo, hasta el final y siempre: para hablar y para escribir, para actuar en privado y en público, para proclamar la verdad combativamente o para aceptar la enfermedad que le mordía el cuerpo al paso de los días. Los griegos usaban para designar a estas almas una palabra inevitable: aristocracia. Y Cervantes escribió que del Quijote pensaban sus contemporáneos: "parecíales otro hombre de los que se usaban". Ambas cosas necesitamos para evocar a Ricardo.

Junto al estilo, la pietas. Pulida virtud que cultivó de un modo heroico, tanto en el amor servicial a la Patria cautiva como en la lucha contra sus enemigos internos y externos.

No se doblegó ante las amenazas, no cedió en la adversidad, no se dejó seducir por sobornos concretos y tentadores que nos consta le propusieron y que rechazó con viril dignidad.

Ni se rindió tampoco ante las propuestas de figuración política a expensas del testimonio claro. Despreciaba a los nacionalistas de ocasión, oportunistas o negociadores, que son serios hacia afuera y frívolos por dentro. Alguna vez dijo: "no puedo confiar en quien nunca se ríe"; que era su modo de advertirnos sobre los sepulcros blanqueados.

Pero admiraba profundamente a quienes habían sabido bien amar a la Argentina, y tenía en esto una objetividad que no hacía acepción de personas sino justicia con cada protagonista del pasado y del presente.

La Argentina le debe a Ricardo Curutchet el haberla pensado; el haberla soñado como fue y como debía ser; el haberla rescatado con su coraje y su inteligencia de la hediondez democrática a la que se la llevó como a una prisionera maltratada.

Y un rasgo más asoma en tan incompleto recuerdo. Su Fe Católica, que vimos crecer incluso, a medida que la soledad o los reveses humanos iban poniéndolo a prueba. Una Fe ilustrada y a la vez sencilla, devota, sin estériles cuestionamientos.

Cuando muchos se hicieron "teólogos" para analizar la crisis de la Iglesia, él se hizo rezador y penitente. Mientras asomaban curiosos eclesiólogos prontos para explicarlo todo, él se aferraba al Misterio y a la Gracia con la enorme discreción de quien no quiere mostrarse sino ampararse en lo sobrenatural.

La última vez que habló públicamente —invitado por Patricio Randle ante un puñado de amigos y de camaradas— nos pidió una Misa mensual por la Patria. Desde antiguo le rondaba esta idea y esta ineludible necesidad. "Hay que impetrar a Dios por la Patria", fue una de sus consignas muchas veces repetida.

Y la última vez que conversamos privadamente, semanas antes de su muerte, nos habló de las postrimerías. La visita de un conocido sacerdote italiano dedicado a propagar mensajes marianos, fue la ocasión de tal plática.

Estaba ocupado en la reflexión sobre el fin. No el suyo ante todo, sino el definitivo y universal Fin, que no veía lejano de cara a lo que sucede hoy en el mundo.

Tiene que haber un rincón especial en el Cielo para los hombres de estilo, de piedad y de Fe. Si la misericordia ya se lo ha concedido, le pedimos que desde allí nos acompañe y nos sostenga.

Entretanto, desde este rincón austral de la tierra, seguimos en batalla y en vigilia. Como quería, como lo vivió intensamente, como nos impulsó a hacerlo con su ejemplo de tantos años y de tantas nobles fatigas.

Nosotros y lo que está pasando

(Este artículo, toda una declaración de principios, firmado por los últimos dos directores de Cabildo, Ricardo Curutchet y Antonio Caponnetto, en abril de 1988, para la segunda época de la revista, en su número 122, demuestra la dramática actualidad de sus líneas. Y quienes en él busquen, encontrarán la sencilla exposición de la doctrina nacionalista, semper idem.)

Ante los hechos desencadenados vertiginosa y confusamente en las últimas semanas, a partir de extraños atentados primero, del homicidio de un ex combatiente de Malvinas después, y de la súbita detención de un puñado de ciudadanos acusados de acciones o intenciones terroristas, el Nacionalismo Católico —al que Cabildo cree expresar con justicia desde hace quince años— se siente obligado a declarar editorialmente lo que sigue:

I - Que el Nacionalismo nada ha tenido ni tiene que ver con el terrorismo ni con ninguna forma de violencia partisana. A quienes habiendo pasado alguna vez fugazmente por sus filas se haya podido encontrar luego en alguna organización facciosa, les caben las palabras evangélicas: estaban con nosotros pero no eran de los nuestros.

El Nacionalismo, en cambio —en consonancia con el Magisterio Auténtico y Tradicional de la Iglesia— conoce, predica y reivindica para sí, la doctrina de la resistencia a la autoridad tiránica y la posibilidad de la guerra justa para restablecer la paz y la concordia, como sucedió históricamente en el seno de muchas naciones cristianas. Pero una cosa es que Dios nos ponga ante el límite de tener que librar el Buen Combate de un modo entero —para el cual le pedimos entonces que nos sostenga con Su Gracia— y otra cosa muy distinta es difundir o ejercer la violencia anónima, criminal, cobarde e inconducente.

No se trata pues de eludir responsabilidades sino de distinguirlas y jerarquizarlas. Nuestra lucha contra el Régimen es frontal y directa, a plena luz del día y a cara descubierta. Una lucha política —y en el fondo teológica— sin más armas y recursos que una voluntad inasequible al desaliento. Una lucha antigua, librada siempre en puestos de avanzada y en el terreno más difícil: el de la inteligencia.

El Nacionalismo tiene el orgullo de haber llegado con su doctrina y con su aliento al corazón mismo de las dos epopeyas militares de nuestros días: la de la guerra contra el Marxismo y la del Atlántico Sur. Tiene asimismo el orgullo de haber sido amenazado y obstaculizado de diversos modos por los enemigos esenciales de la Argentina, y de haber perdido a dos de sus maestros insignes acribillados a balazos por la guerrilla. Bueno es recordar que mientras esto sucedía, los actuales acusadores y sus socios militaban en las gavillas erpianas o en las células montoneras, actuaban en la defensoría de los terroristas y convalidaban sus tropelías en nombre de "la violencia de abajo".

II - Que el Nacionalismo Católico —salvo por boca de algún mercenario repugnante descalificado por su propia trayectoria— no ha sido ni se siente involucrado en los actuales episodios. Nadie ha osado pasar de las insinuaciones difusas o de las sugerencias elípticas. Pero es el caso aclarar que así como nos hcemos responsables de todas y cada una de las posturas que nos enemistan irreconciliablemente con los actuales gobernantes, no estamos dispuestos a que se nos quiera hacer pasar por lo que no somos. Peleamos por la restauración de todas las cosas en esta tierra en Cristo. Como fue en el principio, cuando el trazo exacto de la Cruz y la Espada marcó su Origen y su Destino en el marco de la Historia Universal. Peleamos por la soberanía física y metafísica de la Nación contra todas las variantes del Régimen —oligárquicas, populistas, socialdemócratas, liberales, civilistas, procesistas o las que fueren— que la tienen atenazada y herida de muerte desde la gran derrota de Caseros. Peleamos como Nacionalistas Católicos de la Argentina: y aceptamos el riesgo y el desafío de proclamarnos así y de obrar en consecuencia. Todo lo demás que se nos diga fuera de esto, agravia a quienes por ignorancia o estulticia lo sostengan.

III - Que acusamos formalmente al Gobierno de estar llevando a cabo, una vez más, el montaje y la puesta en escena de una conjura terrorista y desestabilizadora, al solo efecto de justificar en el plano civil las mismas purgas y vindictas que se están llevando a cabo en el campo militar contra todos aquellos que representan una oposición manifiesta al actual estado de cosas. Tal vez sea esta la anunciada "extracción" que anticipó el Presidente en junio del año pasado, cuando ante los miembros de la Fundación Roulet volvió a repetir por enésima vez sus nerviosas amenazas y su desequilibrada retórica punitiva.

Prueba de este montaje es que, a pesar del despliegue canallescamente cómplice de los medios masivos y de su prontitud para calumniar nombres y famas, nada ha pasado del terreno vaporoso de las suposiciones, de las ambigüedades y contradicciones varias, de las imputaciones genéricas y abstractas, de los silencios ominosos y de las "desprolijidades" múltiples, para usar la hueca terminología radicaloide. Hasta la ridiculez de llamar "hallazgos espectaculares" al encuentro de armas en una armería, al de helicópteros en un hangar, o al de los comunicados de un Teniente Coronel que aparecieron en todos los diarios. Hasta la burda puerilidad de fabricar una crudelísima organización fantasma que tendría la gentileza epistolar de anunciar sus delitos y la temible puntería política de arruinar la matinée de algunos cines porteños.

Como en 1985 —pero esta vez con la gravedad de un muerto en su haber y de varios detenidos, cuya hermética clandestinidad no impidió que los hallaran en sus respectivas casas— el Régimen ha vuelto a fabricar la gran conspiración ultraderechista. Con la diferencia de que ahora, no solo nadie la cree, sino que entre el agobio inaudito de un despojo económico humillante, nadie tiene ánimo ni interés de seguir estas novelerías oficiales. Pero con la diferencia también de que ahora, parece no haber ningún límite ético para lanzar acusaciones temerarias primero, para negar sistemáticamente los recursos de habeas corpus, después, para envolver a hombres de bien en el narcotráfico o en la delincuencia, y para hacerlos objeto de un espionaje continuo y de amedrentamientos con grupos especiales, cuya existencia, al parecer, no inquietan ni mayormente ni al Jefe de la Policía Federal, ni al titular de la SIDE, ni al Ministro del Interior.

IV - Que advertimos por este medio —pues los otros, regularmente nos están vedados— que si mañana fuésemos afectados personalmente por esta campaña sediciosa y persecutoria, el Nacionalismo Católico y los compatriotas cabales en general, que miran hacia él respetuosamente, deben estar dispuestos a no dejarse ganar por el desánimo. A no dejarse vencer por la adversidad y la infamia. A no dejarse atropellar por la mentira organizada. A aunar esfuerzos y virtudes para seguir inclaudicablemente, en esta lucha sin pausa por Dios y por la Patria.

Primero, la Argentina

(Fragmentos de un discurso pronunciado por Ricardo Curutchet, el 20 de noviembre de 1986.)

El enemigo está ahora en toda la clase política dirigente. Y en el sistema que esta clase política encarna.

Esta clase política ha estado hoy reunida en el palacio San Martín, en el tercer o cuarto intento para obtener lo que se llama consenso democrático para la gobernabilidad del sistema. A nosotros nos importa un cuerno la gobernabilidad del sistema. Nos importa, sí, esencialmente, la perdurabilidad de la Nación. Y ésta es la propuesta alternativa que el Nacionalismo formula. Propuesta que por otra parte hace ya más de seis décadas que el Nacionalismo viene expresando a través de diversas secuencias de nuestra historia contemporánea. El Nacionalismo no ha inventado todo su pensamiento político. Ha sido fiel a viejas tradiciones. Ha recogido buena parte del pensamiento de corrientes políticas auténticamente nacionales. Pero le ha agregado una nota de creatividad propia, por la experiencia por ella vivida y por las sucesivas frustraciones a que ha sido sometido y comprometido su destino.

Hoy está ante esa tarea gigantesca, sin duda superior a sus fuerzas singulamente propias desde el punto de vista numérico. Pero convencido de que interpreta una inmensa mayoría inexpresada de la voluntad nacional, tergiversada por el maldito sistema partidocrático, que consiste en la indispensable unidad íntima de los argentinos. Porque responde a una concepción que es necesario rectificar en el orden del régimen de la representación popular. Porque es indispensable complementar lo que de representación política debe haber en el plano del Estado, con la representación directa de las organizaciones naturales de esa sociedad. Y no hay que tenerle miedo a los conceptos y a las palabras que expresan esos conceptos. Es necesario promover una organización corporativa del Estado. Y esto de tenerle miedo a las palabras es una de las cosas que más cubren de innobleza a la política. Porque los mismos que hacen escarnio de las corporaciones, y las condenan como si fueran la imagen de Satanás, acuden a ellas cada vez que sienten amenazada su solidez democrática anticorporativista. Y hoy asistimos, como ayer y anteayer y desde que se inició este proceso constitucional, al reiterado espectáculo de las apelaciones continuas que formula el gobierno a las corporaciones naturales en que la sociedad está organizada, prescindiendo de los partidos políticos, a los que sin embargo rinde su pleitesía ideológica. Y esto lo podemos decir nosotros con la libertad de espíritu que siempre nos anima, porque no tenemos cortapisas para decir la verdad, porque no estamos mendicando votos sino promoviendo voluntades para la tarea común de la salvación nacional.

Y esas voluntades están dispersas. Y hay que unirlas. Hay que convocarlas a una tarea común, armónica, orgánica y enérgica. Y no hemos de ser nosotros quienes pongamos obstáculo a que esa confluencia de voluntades patrióticas sea un hecho vigoroso que contribuya a quebrar las perversidades a que el sistema nos tiene sometidos, y que contribuya a hacer volar el sistema, hecho pedazos, porque no sirve más.

Desde luego que tenemos derecho, bien ganado derecho, sin jactancias de preeminencias personales sobre nadie —¡Dios nos libre!— tenemos bien ganado los nacionalistas el derecho a decir que en esa conjunción de voluntades nacionales, el Nacionalismo tiene que ser el vino de solera de esos zumos patrióticos para dar realmente el fruto que esa voluntad tiene que brindarle a la Nación. Y para esto es indispensable que la ciudadanía que responde a esta concepción general de la Patria y de la vida (porque está implícita una concepción de la vida en una semejante concepción de la Patria), es indispensable que demos nosotros los nacionalistas un ejemplo de militancia cabal, no sólo literaria, porque no estamos en esta tribuna para regodeo intelectual de quienes nos acompañan, sino para convocarlos a un compromiso recio de servicio, sin lo cual el Nacionalismo sólo sería el megáfono de un inmenso "macaneo" histórico. Es un deber moral, ya no sólo político sino moral, propio de un argentino y de un cristiano. Si esto no se hace todo habrá sido en vano. Pero para esto hay que superar el espíritu de capillismo estéril, superar también las diferencias rencorosas que también legítimamente nos han separado. Y pensar por sobre todas las cosas lo que ya se ha dicho y es el principio motor del acto que estamos realizando: ante todo, primero la Argentina.

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